Al día siguiente, me desperté con la luz del alba. Todavía no eran las seis de la mañana, así que faltaba una hora para que sonara el despertador, pero decidí apagarlo. Recordé lo que había sucedido la noche anterior y me tapé los ojos con el brazo.
Quizá porque todavía estaba medio dormida, todo lo ocurrido me resultaba vago y confuso: el cadáver desenterrado del cementerio; la visita de la niña fantasma; incluso mi extraña reacción respecto a John Devlin.
Me giré hacia un lado y miré por la ventana. Pensé en llamar a mi madre más tarde. Estaba segura de que, si se enteraba de la historia de Oak Grove por las noticias, se preocuparía, pero me asustaba que al pronunciar el nombre de John Devlin notara mi inquietud. Además, ¿cómo explicar algo que ni siquiera yo entendía? Le perseguían dos fantasmas, lo cual siempre había sido un tema tabú en mi casa, así que, como todo lo prohibido, me suscitaba mucho interés. Sin embargo, dudaba de que no hubiera algo más. ¿Qué otro motivo, además de los fantasmas, podría provocarme tal nerviosismo?
Había soñado con él. Lo cierto era que no solía ocurrirme, ni siquiera con los hombres con los que salía. No fue un sueño vívido, ni erótico, tan solo una serie de peculiares viñetas que avivaron todavía más mi enfermiza curiosidad.
Por supuesto, si fuera una chica lista, me habría sacado a Devlin de la cabeza. Había hecho lo que me había pedido y, por lo tanto, no tendría excusa para contactar con él. Y, si volvíamos a encontrarnos, tendría que ingeniar una excusa eficaz, porque no podía arriesgarme a recibir otra visita de su hija fantasma. ¿Y si la próxima vez lograba atravesar el jardín? La idea de que pudiera irrumpir en mi refugio sagrado me atemorizaba, pero, aun así, no podía negar que la noche anterior había sido, sobre todo, estimulante. Conocer a Devlin había hecho tambalear los cimientos de mi pequeño mundo. Mientras me vestía y salía a por el periódico no dejé de darle vueltas a todo lo que había pasado.
El suceso de Oak Grove ocupaba la primera plana del Post and Courier. Leí el artículo por encima mientras, sentada ante la encimera de la cocina, me tomaba un zumo de naranja. No se habían filtrado muchos detalles, pero tal y como Devlin había predicho, en la declaración oficial de la universidad a la prensa, Camille Ashby me había citado como una «asesora experta» contratada para proteger la integridad histórica del cementerio. Aunque ese no era mi trabajo, no iba desencaminada.
Doblé el periódico y lo dejé a un lado. Después, salí de casa para dar mi paseo diario y, tras tomar la avenida Rutledge, me dirigí hacia el sur. Tras dos manzanas, doblé hacia la derecha, donde los primeros rayos de sol empezaban a asomarse por el horizonte. Una suave brisa agitaba las hojas de las palmeras e intensificaba el perfume de las magnolias, que se confundían con palomas acurrucadas entre nidos de hojas oscuras y brillantes.
En una mañana como aquella, con los fantasmas deslizándose hacia su mundo por el velo, no podía imaginar un lugar más hermoso. Algunos la llamaban la Ciudad Sagrada, por la cantidad de iglesias y edificios religioso que habían construido. Charleston representaba el antiguo sur, un estado mental, el lujoso paisaje de los sueños perdidos. Allá donde fuera, tenía la sensación de que el pasado me envolvía.
Tan solo llevaba seis meses viviendo en aquella ciudad, pero sentía un gran arraigo. Mi madre había nacido allí. Había abandonado su ciudad natal para casarse con mi padre hacía ya cuarenta años, pero nunca había cambiado su carácter, típico de Charleston. Su hermana Lynrose y ella se habían criado en una casa situada en el barrio histórico. Sus padres eran maestros, personas cultas que habían viajado por todo el mundo, pero su sentido tradicional y su refinamiento les había permitido pasar desapercibidos entre los suburbios de la sociedad, a pesar de su educación.
En cambio, mi padre había crecido en las montañas de Carolina del Norte. Cochambre de pueblo en comparación con la burguesía que vivía en la zona sur de Broad Street. En la Charleston de 1960, con la sociedad dividida según la clase social, la herencia de mi padre le situaba un escalón por encima de los esclavos negros con los que trabajaba antes de casarse.
Por mi parte, al igual que mis abuelos maternos, había recibido una buena educación y había tenido la oportunidad de ver mundo. Había obtenido una diplomatura de Antropología en la Universidad de Carolina del Sur tras cumplir los veinte años. ¿Qué más iba a hacer aparte de estudiar? Después conseguí la licenciatura de Arqueología en la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill. Era miembro del Instituto Norteamericano para la Conservación de Obras Artísticas e Históricas, y también formaba parte de la Asociación para la Conservación de la Región del Sur, la Asociación de Estudios de Lápidas Sepulcrales y la Alianza para la Preservación del Paisaje Histórico. Tenía mi propio negocio y muchos me consideraban una experta en el tema. Además, gracias al viral que había aparecido en YouTube, me había convertido en una pequeña celebridad entre los tafofílicos y los cazafantasmas de Charleston. Sin embargo, a pesar de todos mis logros y de la efímera reputación que había alcanzado, una parte de la opulenta sociedad de Charleston se negaba a aceptarme por la clase social a la que pertenecía mi padre.
Pero eso no me importaba lo más mínimo.
Estaba orgullosa de mi herencia. Sin embargo, seguía sin conocer su historia de amor. Teniendo en cuenta el abismo que separaba a mis padres, me llamaba mucho la atención averiguar cómo se habían conocido y enamorado. Después de tantos años de preguntas, tan solo había obtenido respuestas vagas y poco precisas.
La única pista sobre su romance la obtuve escuchando a hurtadillas una conversación entre mi madre y la tía Lynrose. Fue durante una de sus visitas a casa. Vivíamos en Trinity, un pueblecito situado al norte de Charleston donde nos mudamos cuando mi padre empezó a trabajar como conserje de los cementerios del condado. Cada tarde, las dos hermanas se sentaban en el porche para disfrutar de un té dulce que servían en vasos largos que guardaban en el congelador. Así, mientras la brisa les acariciaba los pañuelos de seda, contemplaban el atardecer.
Con la barbilla apoyada en el alféizar de la ventana, me sentaba a escucharlas. Su pronunciación, encantadora y lírica, me fascinaba. Con los años, aprendí a imitar el toque hugonote francés y las influencias gullahs que hacían que su acento sonara tan característico. Mi madre nunca perdió las vocales intermedias, así que, a una niña tan protegida como yo, su acento exótico me parecía glamuroso y lleno de misterio.
Una noche, mientras las escuchaba conversar, percibí un punto de tristeza en la voz de mi madre mientras rememoraba épocas pasadas.
La tía Lynrose le acarició la mano.
—Las cosas no siempre salen como una espera, pero tenemos que aprovechar lo que tenemos. Tienes una buena vida, Etta. Un hogar encantador y un marido trabajador que te adora. Sin olvidar a Amelia, que ha sido una bendición. Después de todos esos terribles abortos…
—¿Una bendición? A veces me pregunto…
—Etta —la interrumpió mi tía, como si quisiera censurar algo—. ¿Por qué te obsesionas con algo que no puedes cambiar? Recuerda lo que mamá solía decir: vivir en el pasado no puede traer nada bueno.
—No es el pasado lo que me preocupa —murmuró mi madre.
Tras un buen rato de silencio cambiaron de tema de conversación, pero yo me quedé pegada al alféizar, asustada y sola, y sin entender por qué.
Nunca le pregunté a mi madre sobre aquella charla con su hermana.
Tal y como aconsejaría un buen abogado, uno no debe formular una pregunta a menos que ya conozca la respuesta o esté preparado para asumir las consecuencias. Y yo no lo estaba. Preferí quedarme sin saber por qué mi madre no consideraba que haberme adoptado hubiera sido una bendición.
Tomé Tradd Street a mi derecha y dejé atrás ese oscuro recuerdo y las campanas de la iglesia de Saint Michael.
Ante mis ojos, la ciudad estaba cobrando vida. Me embriagó el aroma a café y pastas recién horneadas que flotaba alrededor de las panaderías y las cafeterías que servían el desayuno a los clientes.
A medida que me acercaba al agua, el ambiente se tornaba más denso por la salinidad. A paso ligero, tracé el mismo camino que la noche anterior; recorrí el tramo de las casas de colores, en Rainbow Row, y pasé por delante de las mansiones de la bahía, con sus elegantes piazze y la joya de la corona: el jardín.
Caminé hasta el punto más meridional de la península y me detuve para observar el alba. Un solitario pelícano volaba en círculos sobre mí. Le seguí la pista unos instantes y después desvié la mirada hacia Fort Sumter, un icono de la historia del sur del país. La silueta de sus derruidos muros se alzaba en medio del puerto de Charleston.
Por el rabillo del ojo vi que alguien se acercaba a la barandilla y me giré. Debo reconocer que esperaba encontrarme a John Devlin. El desconocido tenía la misma estatura y complexión que el detective. A juzgar por su apariencia, parecía tan cauto y meticuloso como él.
Y eso me hizo pensar, no en Devlin, sino en sus fantasmas. La tez de aquel tipo también era oscura, lo cual sugería una herencia mestiza. Sin embargo, su porte era recto, en absoluto solemne, y sus rasgos eran hermosos, en lugar de exóticos. O eso me pareció a mí. Llevaba la ropa un poco descolorida y gastada, pero no era un mendigo. Y, por alguna razón, intuía que no era un turista.
Por lo visto, estaba tan absorto contemplando la inmensidad del puerto y del mar, que ni siquiera se percató de mi presencia.
Empecé a angustiarme. Allí reinaba un silencio absoluto, pues era demasiado temprano. Quienquiera que hubiera reventado la ventanilla de mi coche para robar el maletín seguía ahí fuera, en algún lugar. El asesino de la pobre chica que había aparecido muerta en el cementerio de Oak Grove seguía en busca y captura. ¿Era una simple coincidencia que aquel desconocido se hubiera detenido allí en el preciso instante en que yo daba mi paseo matinal?
Quería alejarme, pero lo último que deseaba era llamar su atención. Tampoco sabía si debía darle la espalda.
Como si hubiera leído mis pensamientos, esperó un rato a que amaneciera por completo. Después se dio media vuelta y desapareció entre el follaje exuberante de los jardines de White Point.
De camino a casa, paré a comprar una rosca de pan y un café para llevar. A medida que me iba acercando a mi santuario, aumentaba mi inquietud. Un temor espeluznante que me llevaba a darle vueltas y vueltas a lo mismo: ¿cómo diablos la niña fantasma de Devlin había logrado colarse en mi jardín? ¿Y qué haría la próxima vez que regresara?
Cuando llegué a casa, lo primero que hice fue comprobar el jardín. Las flores de luna se habían marchitado, pero los rayos de sol empezaban a despertar los laureles de día.
Atravesé los lechos de polemonios lilas y fui hasta donde había visto el fantasma de la pequeña. Todavía no sé qué esperaba encontrar. Nada tan mundano o humano como unas huellas. Pero sí hallé algo: un diminuto anillo granate semienterrado en el suelo.
Si no fuera porque estaba empeñada en encontrar una prueba que demostrase que un fantasma había estado vagando por ahí, nunca lo habría visto.
A primera vista parecía que llevara sepultado allí mucho tiempo. Quizás, al igual que el cadáver de Oak Grove, las lluvias lo habían destapado. Quería creer que algún antiguo inquilino lo había perdido, pero no pude evitar recordar el momento en que la niña señaló la ventana desde donde la observaba. Entonces distinguí algo brillante en su dedo.
Me arrodillé sobre el césped, con las manos sobre las piernas y me quedé inspeccionando el anillo un buen rato.
¿Lo había dejado allí como un mensaje? ¿Un aviso? ¿Un fantasma podía hacer eso?
Desde niña, me había acostumbrado al roce de sus dedos en mi cabello, al susurro de su aliento frío en la nuca, pero jamás había encontrado una prueba física de su presencia. Y, sin embargo, ahí estaba: un anillo justo donde uno de los fantasmas de Devlin se había esfumado entre la niebla.
No me parecía muy apropiado dejarlo medio enterrado en el suelo, pero tampoco quería tenerlo en casa. Ya estaba demasiado conectada a ese ser. Lo último que necesitaba era una invitación involuntaria.
Tras unos instantes, me levanté y entré en casa para buscar una antigua baratija plateada que tenía guardada en la cómoda. También cogí una bolsa llena de guijarros y caracolas que, de niña, había recogido del cementerio de Rosehill, el patio de recreo de mi infancia.
Todos esos extravagantes objetos provenían de suelo sacro, al igual que la piedra pulida que colgaba de mi collar. No tenía la menor idea de si tenían propiedades protectoras, pero me gustaba pensar que sí.
Regresé al jardín y, utilizando la punta de una pala, saqué el anillo del suelo húmedo. Lo guardé dentro de la caja plateada. Después cavé un hoyo y la enterré. Para saber el lugar exacto donde había ocultado la caja, dibujé un corazón con los guijarros.
Estaba tan absorta y concentrada en mi tarea que dejé de prestar atención a mi alrededor. Ni siquiera me distraje cuando el aspersor de mi vecino empezó a regar el jardín. Tan solo alcé la mirada cuando oí unas pisadas sobre la acera. Para entonces, ya era demasiado tarde. John Devlin ya estaba ahí. Me dio la sensación de que llevaba un buen rato observándome desde la verja de hierro forjado. Creo que una parte de mí sabía que estaba allí, pero preferí ignorar la advertencia.
En ese momento, con su silueta ensombreciendo el suelo, le miré y, de inmediato, el corazón empezó a latirme con fuerza.
—¿Qué ha muerto? —preguntó.