Capítulo 40

Me quedé un buen rato sentada en el coche, perpleja. Después puse el motor en marcha y arranqué, aunque me temblaban tanto las manos que no sabía si llegaría a casa sana y salva.

¿Cómo no me había dado cuenta de que era un fantasma?

¿Cómo era posible que no hubiese sentido el aliento gélido de la muerte en la nuca? ¿O su fría presencia?

Un fantasma disfrazado de ser humano se había colado en mi mundo. No estaba preparada para enfrentarme con algo así.

Miré al cielo. El sol todavía brillaba, pero ya había iniciado su suave descenso hacia el oeste. Dentro de poco anochecería. Y justo cuando la luz fuese más tenue, el velo se diluiría y todos los fantasmas aprovecharían para colarse. La única protección con la que contaba eran las cuatro paredes de mi casa. Así pues, cuando llegué, me encerré. El cerrojo no los mantendría alejados, por supuesto, pero también tenía que preocuparme por un asesino.

¿Cómo había podido llegar a esto?

En un intento de controlar los nervios, me preparé una taza de té y anduve por mi casa, vacía y silenciosa. Me sentía más sola que en toda mi vida. ¿Mi vida sería así a partir de ese momento? ¿Encerrada a solas en mi casa para protegerme de los fantasmas?

Pensé en Devlin, y me pregunté dónde estaría en esos momentos. No se había puesto en contacto conmigo durante todo el día, pero… ¿cómo culparle? Le había apartado de un empujón y había huido de su casa como una loca. Me había seguido hasta casa y me había suplicado una explicación. Y yo había hecho lo mismo que en esos momentos: encerrarme a cal y canto.

Me regodeé un buen rato en mi propia desgracia, olvidándome por completo de Clayton Masterson, lo cual fue un terrible error.

Me acerqué al ventanal para echar un vistazo al jardín. Cuando me giré, sentí un vacío en el estómago y estuve a punto de desmayarme. Di un traspié y derramé el té. La casa estaba extrañamente en silencio, pero, por algún motivo que todavía desconozco, miré hacia arriba. Daniel Meakin estaba allí, en lo alto de las escaleras, como una sombra tímida y recelosa que me vigilara. Tras él, la puerta que separaba mi apartamento del segundo piso estaba abierta de par en par.

Y por fin até cabos. Macon Dawes me había dicho en el jardín que había hecho un turno de setenta y dos horas, pero había oído pisadas en su apartamento dos noches antes. Alguien había estado merodeando por allí esa noche y alguien había desatornillado la puerta. Parpadeé varias veces e intenté enfocar las escaleras.

Todo me daba vueltas, así que me apoyé en la pared para no perder el equilibrio.

—¿Qué está haciendo aquí?

Pensaba que se abalanzaría sobre mí, pero en lugar de eso bajó varios peldaños.

Lo más sensato habría sido intentar alcanzar la puerta principal. Mi libertad estaba a tan solo unos metros, pero no era capaz de dar un paso. Me fijé en el té que había derramado. ¿Me habría drogado?

Con gran esfuerzo, levanté la cabeza.

—¿Qué…?

—Un sedante y un relajante muscular. Tranquila, no le hará daño —dijo Daniel Meakin—. Debería sentarse.

No quería obedecerle, pero no tenía otra opción. Doblé las rodillas y me desplomé sobre el suelo.

—Oh, vaya —murmuró, y se apresuró hacia mi lado—. Ha sido más rápido de lo que esperaba.

Intenté levantarme, pero Daniel me cogió por los hombros para impedírmelo.

—Quédese quieta. No tendré reparos en hacerle daño si intenta moverse, aunque sospecho que es casi imposible.

Tenía razón. No sentía ni los brazos ni las piernas. Me tumbé sobre el suelo y clavé la mirada en el techo.

—Espere —dijo—, le voy a traer algo para que esté más cómoda.

Le oí revolviendo en la cocina e intuí que estaba fregando el té que había vertido. Después me trajo un cojín del vestíbulo y lo colocó con sumo cuidado debajo de mi cabeza.

—¿Mejor?

—¿Por qué? —farfullé.

Enseguida comprendió a qué me refería. Soltó un suspiro y se sentó en el suelo, con la barbilla apoyada sobre las rodillas.

—No sabe cuánto odio esto —comenzó—. Usted era una de las pocas personas que podía verme, verme de verdad. Pero también le vio a él, ¿no es así?

Sacudí la cabeza e intenté hablar, pero no sirvió de nada.

—Tranquila —me dijo—. No pasa nada. Lo sé. Conozco su secreto.

¿Cómo era posible? A menos que…

Recordé la descripción que Tula Mackey había hecho del otro niño: «Estaba condenado, la verdad. Solía verle por la calle a todas horas. A veces se quedaba sentado en el porche, solo. Supongo que por eso empezó a relacionarse con Clayton Masterson. El pobre estaba más solo que la una».

Desplacé la mirada hacia la muñeca de Daniel. La manga de la camisa escondía las cicatrices, pero era imposible olvidarse de aquella marca, de aquella señal agónica.

«Clayton le ató por las muñecas y le obligó a clavar un cuchillo en el corazón del perro».

El fantasma de Clayton Masterson llevaba grilletes la noche anterior. Uno alrededor de la muñeca, y el otro suelto…, porque Daniel le estaba esperando en el jardín. La silueta que vislumbré escondida en el balcón…

Sin dejar de abrazarse las piernas, Daniel empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, murmurando algo incomprensible. Apoyó una mejilla en las rodillas y siguió observándome.

—¿Sabe por qué esta casa es segura para usted? —preguntó al fin.

Negué con la cabeza.

—Hace muchos años en esta zona había un pequeño orfanato. Aquí es donde estaba la capilla. Pero había tantos niños que tuvieron que construir otro edificio a las afueras de la ciudad. En 1907 se produjo un terrible incendio: murieron muchos de los huérfanos.

Los ángeles, pensé. Los ángeles de mi padre guardaban relación con esta casa. Por eso me sentía tan segura aquí. Hasta ese momento…

Levantó la cabeza y miró a su alrededor.

—En cuanto puse un pie en esta casa supe que era especial. Tiene suerte de haberla encontrado…, aunque, bueno, no creo que solo fuera cuestión de suerte. Todo sucede por una razón. ¿Por qué, si no, cree que la enviaron a Oak Grove? Para liberarme.

—¿Desde… cuándo…?

—¿La he estado vigilando? Desde aquella noche en Rapture. Vine hasta aquí siguiéndole el rastro. Necesitaba conocer sus debilidades, su rutina. Era el mejor modo de acercarme a usted. Como el horario de su vecino es tan errático, reconozco que me resultó bastante fácil. Pero cuando se fue de vacaciones, se me ocurrió la idea de mudarme aquí. Pensé que en esta casa también estaría a salvo. Pero tan solo fue un aplazamiento. Tan solo hay una forma de librarme de él.

Se agachó y, con suma cautela, comprobó si tenía las pupilas dilatadas.

—Vi la cara que puso en el restaurante, ¿sabe? Vislumbró el fantasma de Clayton en el jardín. Nadie más habría reparado en su mirada, excepto yo.

Y volvió a mecerse hacia delante y atrás.

—En todos estos años no había conocido a nadie que pudiera verlo. No imagina lo solo que me he sentido.

—Está… equivocado…

Me acarició el brazo, arrepentido.

—Perdóneme. He hablado antes de tiempo. Usted es la única, quizás en todo el mundo, que puede entender por lo que he pasado.

En su voz percibí admiración y melancolía.

Sin previo aviso, Daniel se echó a llorar.

—Es imposible deshacerse de ellos, ya lo sabe.

—Lo… sé.

—Por mucho que tratara de apartarle de mí, nunca lo conseguí. Y después, en Rapture, vi que compartíamos esa habilidad y pensé que a lo mejor había esperanza. Esa noche, al llegar a casa, empecé a tramar un plan para poner punto final a esta historia. Me llevó bastante tiempo, pues tenía que andarme con mucho cuidado para que Clayton no se diera cuenta de la jugada. Sabía que se las ingeniaría para encontrar el modo de pararme, pero esta vez fui más listo que él. Acabé el libro, puse todos mis asuntos en orden y después me dediqué a enviarle pistas que le permitieran descubrir los cadáveres. Intenté darles una muerte digna, tratarles con el respeto que merecían, pero no siempre fue posible…

—¿Cuántos…?

Cerró los ojos y se puso a temblar.

—No lo sé. He perdido la cuenta. Intenté ser sensato con la selección… Quería elegir solo a las almas que deseaban ser liberadas. Del resto se ocupó Clayton. Los grilletes, la tortura… —explicó, susurrando la última palabra—. Cuando éramos jóvenes fui un estúpido al pensar que podría pararle los pies. Nunca olvidaré lo contento que me puse cuando le arrestaron. Sentí que había vuelto a nacer, pero, después de unos años, salió de la cárcel y se presentó por sorpresa en Emerson. Cuando me confesó lo que le había hecho a mi prima Afton…, que había estado planeando su muerte durante años para burlarse de mí, para hacerme daño…, supe que tendría que encontrar el modo de poner fin a todo aquello, pues él nunca me dejaría en paz.

—Usted…

—Sí, le maté. Y llevo todos estos años atado a su fantasma, que me alienta a no dejar de matar.

Daniel Meakin me observaba atormentado, acechado.

—No imagina las cosas que me ha obligado a hacer. Esas pobres mujeres… —sollozó. Y, una vez más, se puso a balancearse con los ojos cerrados—. Traté de acabar con esto de una vez por todas…, quise quitarme la vida, pero él siempre encontraba el modo de retenerme. Un día me di cuenta de que, aunque lograra suicidarme, su fantasma me estaría esperando al otro lado… y quedaría atado a él para toda la eternidad…

Le oí gimotear. A pesar de todo, no pude evitar sentir lástima por él, porque sabía que me había contado la cruda realidad. El fantasma de Clayton le había llevado al borde de la locura.

Se sorbió la nariz y se secó las lágrimas con la manga.

—Pero no pasa nada, porque ahora sé cómo terminar con esto. He apartado el último obstáculo.

—¿Camille…?

Volvió a lloriquear.

—No me gustó matarla. Si hubiera habido otra alternativa…

Daniel había asesinado a Camille, no Clayton. Quisiera creerlo o no, en su interior habitaba un pequeño monstruo.

—Al principio creí que había fotografiado algo que podía delatarme, pero usted nunca supuso una amenaza. Camille, en cambio, sí. Una noche me pilló caminando por la carretera que lleva a Oak Grove. Le dije que estaba con una investigación para el nuevo libro, pero era demasiado lista, así que empezó a hacer preguntas. Si hubiera esperado un poco más, no habría pasado nada. Podría haber acudido a la policía, explicarles lo que sospechaba. No me habría importado, porque a esas alturas ya me habría librado de Clayton para siempre.

—¿Cómo…?

—Dejándole que viniera a usted, Amelia.

Sentí un escalofrío.

—Después de esta noche, no me habría importado —repitió, con tristeza.

Y entonces lo comprendí. En cuanto el fantasma de Clayton se aferrara a mí, Daniel se suicidaría. Solo así podría despojarse de su fantasma. Para siempre.

—Ahora duerma —murmuró—. Todo esto terminará muy pronto.