Una simple búsqueda en Google me condujo hasta la biblioteca del instituto de Westbury, situado al norte de Crosstown, en una zona que durante años había sido marginal, pero que en ese momento estaba muy de moda. Emery Snow, una atractiva bibliotecaria, me acompañó hasta una sala donde almacenaban todos los anuarios.
—Están todos, hasta el año 1975 —dijo mientras recorría con un dedo los distintos volúmenes de cubierta granate y dorada—. Fue cuando se inauguró Westbury.
Puesto que Ethan sospechaba que el esqueleto llevaba en aquel lugar al menos diez años, utilicé ese periodo de tiempo como punto de referencia. Fue una tarea muy tediosa. Tras hojear un puñado de volúmenes, todas esas sonrisas brillantes y alegres empezaban a mezclarse, y ya no sabía si podría reconocer el rostro del fantasma entre las páginas de los anuarios.
Y entonces lo encontré.
Se llamaba Clayton Masterson. Observé su fotografía y se me revolvieron las tripas. Tenía la boca torcida, la misma sonrisa burlona que había visto la noche anterior, la misma mirada que brillaba con una crueldad maliciosa.
Miré por encima del hombro para comprobar si alguien, o algo, me había seguido el rastro hasta allí.
Gracias a Dios, no había nadie. Tan solo oía a Emery tatareando una canción detrás de su escritorio. Me reconfortaba saber que estaba cerca.
Volví a examinar la fotografía y procuré mostrar algo parecido a la compasión. El asesino le había torturado cuando no era más que un muchacho, y el cadáver había estado oculto durante todos estos años. Lo normal habría sido sentir pena por el chico, pero no podía. Su mirada destilaba odio, una emoción que parecía rezumar de su alma. Así pues, no era de extrañar que hubiera sufrido un final violento. Reprimí un escalofrío y llevé el anuario hasta el escritorio de Emery. Como era verano, la biblioteca estaba casi vacía y en un silencio absoluto. Mientras pasaba las páginas del libro, sentí la irreprimible tentación de volver a mirar atrás, pero me resistí.
—¿Ha encontrado lo que buscaba? —preguntó.
No le había dicho mucho sobre lo que estaba buscando, tan solo que intentaba localizar a un antiguo alumno de Westbury que había desaparecido hacía unos diez años.
—Eso creo, pero me gustaría hablar con alguien que le hubiera conocido cuando asistía al instituto.
—Yo misma me gradué en Westbury. Así que depende del año… —La bibliotecaria giró el anuario y miró la cubierta—. Ese fue mi primer año de instituto. Entonces no éramos muchos alumnos, así que quizá pueda ayudarla. Aunque, si quiere que le diga la verdad, no me acuerdo de que desapareciera ningún estudiante.
Señalé la fotografía de Clayton Masterson.
—¿Le recuerda?
Tuvo la misma reacción de rechazo que yo.
—Apenas. Era varios años mayor, aunque sí que me acuerdo de algún escándalo. Mi tía mencionó algo cierta vez. Un arresto quizá. Su madre vivía en el mismo vecindario.
—¿Cree que a su tía le importaría charlar conmigo?
Emery sonrió.
—Oh, tía Tula habla con todo el mundo. Lo difícil es hacerla callar.
Tula Mackey me estaba esperando en el porche de su casita de campo en Huger. Tal y como su sobrina había vaticinado, aquella mujer empezó a parlotear en cuanto me vio aparecer por la calle y no paró ni para respirar hasta que llegamos a la cocina. Era un espacio muy luminoso y amarillento. Una vez allí, me ofreció té dulce y galletas. Acepté el té porque hacía bastante calor en aquella casa y con la taza al menos tendría las manos ocupadas.
Por fin, se sentó junto a la mesita auxiliar, delante de mí. Me observaba con ojos voraces mientras yo tomaba el té.
—Emery me ha dicho que está buscando al muchacho Masterson.
—No le estoy buscando exactamente, tan solo intento averiguar qué le ocurrió —expliqué—. No sé nada de él, así que le agradecería cualquier cosa que pudiera contarme.
Se deslizó un mechón canoso tras las orejas.
—Vivía con su madre un poco más abajo, en aquella casa azul de la esquina. Así que tengo muchos recuerdos de aquel chico, y ninguno bueno.
—¿Puede ser más precisa?
—Era un matón —respondió—. El chico más mezquino que jamás he visto. Y no me refiero al típico niño pícaro que incordia a los demás, sino a un niño tan cruel y sádico que hasta su propia madre le tenía pavor.
—¿Puede describir su aspecto físico?
—No recuerdo que fuera especialmente alto, aunque sí era bastante corpulento. Pero no se confunda, no era un gordinflón, sino puro músculo. Hombros anchos, brazos fuertes. Tenía las manos del tamaño de la pata de un cerdo. Me parecía capaz hasta de levantar un coche si le venía en gana. Jugó al fútbol durante un tiempo, pero incluso para eso era demasiado violento. Un día le pegó tal paliza a un compañero que le expulsaron del equipo. Recuerdo que aquello le sentó fatal, porque le encantaba hacer deporte.
Nunca le veíamos sin aquella chaqueta, incluso en pleno verano.
—Me ha dicho que era un matón. ¿Qué tipo de cosas hacía?
—Asesinó a mi pobre Isabelle —murmuró, y se agarró el cuello del delantal de flores—. La gatita persa más bonita que ha existido, cariñosa y dulce. Era una gata doméstica, pero un día salió al jardín y desapareció. Di varias vueltas por el vecindario, hasta que al fin la encontré colgada de un árbol, en la parte de atrás de mi casa. La había ahorcado como a un ciervo al que quieren destripar.
Al imaginarme esa imagen, sentí náuseas. La colgó…, la misma muerte que habían sufrido Hannah Fischer y Afton Delacourt. Pero cuando Hannah fue asesinada, Clayton Masterson ya llevaba muerto varios años. Le habían torturado con saña y su cadáver se había podrido en aquella sala subterránea.
—El modo en que mató a esa pobre criatura… —sollozó Tula, que no pudo contener más las lágrimas—. Nunca lo superé. Todavía no puedo salir al jardín sin ver a aquella preciosa gatita colgada del árbol.
Le dije que lo sentía y me tomé un momento para pensar sobre lo que me estaba contando. Cuanto más sabía, más confundida me sentía. ¿Quién se había encargado del legado de Clayton?
—¿Cómo supo que el responsable fue ese chico?
—Tuvo la desfachatez de presumir de ello —dijo Tula, que parecía enfadada de repente—. También sacrificó al pequeño pequinés de Myrtle Wilson. Lo mató igual que a la pobre Isabelle. Y hubo más animales: ardillas, conejos, hasta comadrejas. Aquello era insoportable. Teníamos miedo de salir al jardín porque no sabíamos qué podríamos encontrarnos colgando de los árboles.
Aquellas imágenes tan grotescas me pusieron la piel de gallina.
—¿Alguien alertó a la policía de lo que estaba sucediendo?
—Aquel muchacho era muy listo y sabía muy bien cómo escapar de la ley. Incluso de niño ya sabía cómo esconder su rastro. Cuando creció, nadie del vecindario se atrevía a llamar a las autoridades, pues temíamos que nos quemara la casa mientras dormíamos. Justo después desapareció aquella niña de Halstead. Se presentó una pareja de detectives para interrogarle, pero nunca pudieron demostrar que estuviera relacionado con su desaparición. Aunque estoy convencida de que encontraron algo. Le enviaron a uno de esos centros de detención para jóvenes delincuentes. O quizá fuera un hospital mental. Aprovechando que estaba internado, su madre se mudó de ciudad y nunca la volví a ver, ni a él tampoco. De hecho, ahora que lo pienso, tampoco volví a ver al otro.
—¿El otro?
Se le suavizó el rostro.
—Era un crío silencioso y muy flacucho. Su madre alquiló una casa a varias manzanas de aquí. Por lo que tengo entendido, no era una buena madre. Se rumoreaba que era alcohólica. Siempre llevaba hombres extraños a casa. Así que imagínese el ejemplo que tenía el pobre crío. Estaba condenado, la verdad. Solía verle por la calle a todas horas. A veces se quedaba sentado en el porche, solo. Supongo que por eso empezó a relacionarse con Clayton Masterson. El pobre estaba más solo que la una. Se hicieron inseparables, pero no creo que tuviera nada que ver con la muerte de esos animales. Al menos, no por voluntad propia.
—¿A qué se refiere?
Se inclinó hacia delante, con la mirada turbia.
—Antes había un solar junto al río. Muchos niños del vecindario jugaban allí. Cierto día, uno de ellos aseguró que había visto a Clayton y a su amigo escondidos en el bosque. Clayton había colgado a un viejo perro callejero de un árbol y animaba a su amigo a matarlo. Cuando este se negó, Clayton le ató por las muñecas y le obligó a clavar un cuchillo en el corazón del perro. —Recostó la espalda en el respaldo y se llevó una mano a la garganta—. ¿Se lo imagina? ¿Sabe cómo llamo yo a alguien así? Un asesino por naturaleza, eso es lo que era.
Empecé a sospechar que no andaba muy desencaminada.
—¿Cómo se llamaba el otro niño?
—Nunca me lo dijo. Su madre y él eran muy reservados. Había quien decía que eran de familia adinerada, y que los habían desheredado años atrás. —De repente, Tula se quedó callada, pensativa—. Decían que era una Dela-court. Pero ya sabes que a la gente le encanta hablar más de la cuenta.
En cuanto salí de casa de Tula Mackey, mi primer impulso fue llamar a Devlin. Aquello era todo un descubrimiento, pero desvelarlo podía jugar en mi contra. ¿Cómo explicarle que el fantasma de Clayton Masterson y su chaqueta deportiva me habían llevado hasta allí?
Tenía que pensar en cómo abordar el tema. Entonces decidí ir a ver a Tom Gerrity. Fue precisamente él quien me recomendó acudir a Ethan Shaw y, por lo visto, sabía muy bien qué encontraría allí.
A través del navegador del teléfono localicé la dirección de Gerrity Investigations. Su despacho estaba al norte de Calhoun, no muy lejos de donde estaba en ese momento. Hacía años, había sido una zona residencial, pero en aquel momento la mayoría de las casas originales se había convertido en apartamentos u oficinas. Incluso habían derribado algunas para construir horrendos edificios comerciales que albergaban diferentes tipos de negocios.
Aparqué en la curva y eché un vistazo a los alrededores. La oficina de Gerrity estaba en uno de los edificios más viejos de la zona, revestido de tablillas carcomidas y pintura desconchada. No había jardines, tan solo una maraña de arbustos y de maleza que no se había cuidado desde hacía meses.
Mientras avanzaba por aquella acera agrietada, volví a mirar a mi alrededor. Desde mi conversación con Tula Mackey, tenía un horrible presentimiento: daba igual lo que hiciera, o a donde fuera, mi destino era toparme con el asesino.
La puerta no estaba cerrada con llave, así que entré en lo que una vez había sido un elegante recibidor. En ese momento, aquel espacio roñoso junto con su decoración harapienta, un sillón de terciopelo dorado, una alfombra llena de polillas y unas persianas venecianas andrajosas hacía las veces de vestíbulo. Busqué en la hilera de buzones el nombre y el número, y subí las escaleras hasta el segundo piso. El despacho de Gerrity Investigations se encontraba al final de un largo y oscuro pasillo.
La puerta estaba entreabierta, pero no había nadie en la oficina. Me quedé en el umbral y eché un vistazo. Igual que el resto del edificio, aquella sala era una ruina. Delante de la puerta había un escritorio metálico. El único mobiliario que vi fue un archivador y un par de sillas de plástico.
No había más puertas. Por lo visto, Gerrity Investigations ocupaba tan solo ese despacho.
Miré a ambos lados del pasillo y entré en la oficina. Me acerqué al escritorio para fijarme en los objetos que había tirados por allí: bolígrafos, lápices rotos, una libreta amarilla, grapadora, sujetapapeles, nada fuera de lo habitual.
De repente oí el chirrido de las escaleras. Alguien estaba subiendo, así que me deslicé hasta la puerta. Vi a un hombre que avanzaba por el pasillo, pero no era Gerrity. Debía de tener más o menos su misma edad, pero aquel tipo era blanco, unos centímetros más bajito y con unos kilos más que Gerrity.
Después volví corriendo al escritorio para seguir buscando. El único objeto personal que localicé fue una fotografía enmarcada. En ella aparecían varios cadetes de policía el día de su graduación. Examiné las caras y enseguida reconocí a Tom Gerrity y a Devlin. Y, demasiado tarde… al tipo que acababa de ver en el pasillo.
Noté su presencia. Me giré y le vi en el umbral, con una mano bajo su americana caqui, como si tratara de desenfundar un arma.
—¿Qué cree que está haciendo? —gruñó.
Con torpeza, dejé la fotografía en su sitio y retrocedí varios pasos con las manos en alto para demostrarle que no representaba ninguna amenaza.
—Estoy buscando a Tom Gerrity. Tengo información para él.
Tras oír mi respuesta, alzó las cejas.
—¿Qué tipo de información?
Estaba bastante nerviosa, pero si algo se me daba bien era ocultar el miedo.
—¿Trabaja con él?
—Podría decirse que sí.
Dejó caer el brazo y, muy lentamente, entró en el despacho.
Como, al menos de momento, había decidido no apuntarme con un arma, respiré más tranquila.
—¿No sabrá por casualidad dónde puedo encontrar al señor Gerrity?
—Lo tiene justo delante de usted.
Me quedé mirándole con desconcierto.
—Lo siento. Estoy buscando a Tom Gerrity.
—Y yo soy Tom Gerrity. Al menos hasta ahora.
El Tom Gerrity que había conocido y aquel tipo no guardaban ningún parecido. ¿Era posible que hubiera dos detectives privados en Charleston con el mismo nombre?
Entonces miré de reojo la fotografía y presentí que, una vez más, el destino me la tenía jurada.
—¿La señora Fischer contrató sus servicios para que encontrara a su hija? —murmuré.
—Eso es información confidencial —espetó—. A menos que quiera decirme a qué demonios ha venido, creo que hemos acabado.
—He estado trabajando con John Devlin en el caso de Hannah Fischer —revelé al fin. Después señalé la fotografía y proseguí—: Deduzco que le conoce.
La sonrisa de suficiencia y desdén que dibujó me puso la piel de gallina.
—Oh, le conozco pero que muy bien. Y usted, ¿de qué le conoce?
No me gustaba cómo me miraba ni cómo hablaba de Devlin, pero fui precavida y disimulé. No quería ofenderle. De momento.
—Ya se lo he dicho, el detective Devlin y yo hemos estado trabajando juntos.
—Pero usted no es policía.
—No, he colaborado en el caso.
Me repasó con la mirada una vez más.
—Bueno, ¿y cuál es esa información que tiene para mí?
—Me temo que ha habido un malentendido. Este es el hombre que estoy buscando —dije. Cogí la fotografía y señalé al cadete que se había hecho pasar por Gerrity.
De repente, se le encendió la mirada y dio un paso amenazador hacia mí.
—¿Qué es esto? ¿Una especie de broma pesada?
Pero no me dejé intimidar.
—No, en absoluto. Se lo vuelvo a decir, creo que ha habido un malentendido…
Me quitó la fotografía de la mano y la dejó sobre el escritorio, boca abajo, como si el mero hecho de que la hubiera visto o tocado fuera un insulto para él.
—No sé quién es ni qué está buscando, pero dígale a Devlin que la próxima vez que envíe a alguien a meter las narices en mi despacho será mejor que se cubra las espaldas. No pienso molestarme en rellenar una queja formal. Ya me las arreglaré. En cuanto a usted —dijo estrechando los ojos—, ¿quiere encontrar a Robert Fremont? Bien, pues le sugiero que busque en el cementerio de Bridge Creek, en el condado de Berkeley.
—¿Robert Fremont?
¿Dónde había oído ese nombre?
Y entonces lo recordé. Robert Fremont era el agente que había muerto estando de servicio. Había prometido a Gerrity, o mejor dicho al tipo que fingía ser Gerrity, que prestaría especial atención a su tumba.
Me quedé helada.
¿Cómo no me había dado cuenta? Era tan obvio.
Fremont estaba muerto, y yo era su enlace entre este mundo y el más allá.