El timbre del teléfono me despertó. Hacía una mañana radiante. Estaba en mi habitación, pero no tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. Los detalles de la noche anterior seguían siendo borrosos. Y algo me decía que era mejor así.
Me tapé la cara con las sábanas y la colcha con la esperanza de que quien me llamara se rindiera y colgara el teléfono. Todavía no estaba de humor para enfrentarme a la realidad. Prefería quedarme allí, ajena al mundo, un rato más. Pero, poco a poco, la realidad se fue haciendo patente, y empecé a sentirme sola y asustada.
No tenía a nadie con quien hablar, a quien recurrir si tenía un problema. No podía contárselo a mi padre. No soportaría decepcionarle. Tampoco podía explicárselo a Devlin, porque, por mucho que me esforzara, no me entendería.
Había pasado la noche en el porche, a escasos centímetros de mí. Aunque, para lo que había servido, podría haber estado a un millón de kilómetros y no habría notado la diferencia. No podía abrirle la puerta. Los imaginaba ahí fuera, vigilando como buitres.
Mientras permaneciera en mi santuario, no podrían tocarme. Mientras me mantuviera alejada de Devlin, no me acecharían.
O eso me dije. Pero no podría estar segura de ello hasta el anochecer.
Cuando el sol brillaba con toda su fuerza, por fin se marchó, llevándose a los fantasmas consigo. Por lo visto, me las había ingeniado para ponerme en pie y llegar a la habitación. Una vez allí, me había dejado caer sobre la cama completamente vestida. No recordaba haberme quedado dormida, pero sin duda había disfrutado de un sueño profundo, pues sentía esa sensación de resaca perezosa que suele seguir a una buena siesta.
Me habría encantado volver a conciliar el sueño, pero no podía permitirme el lujo de perder el día durmiendo. Tenía trabajo que hacer, asuntos de los que ocuparme. La vida continuaba, tanto para mí como para Devlin…, pero por separado. A menos que hallara un modo de apartar a sus fantasmas.
Pero incluso allí, en mi santuario, no me sentía a salvo. Al menos no de Devlin.
El teléfono volvió a sonar. Esta vez contesté la llamada, pensando que quizá fuera él, aunque no habría sabido qué decirle. Todavía no estaba lista para enfrentarme a él. Eso era lo único que sabía.
—¿Hola?
—¿Amelia? Soy Ethan. ¿Te has olvidado de nuestra cita?
Me senté.
—¿Nuestra cita?
—Habíamos quedado que pasarías por el depósito. A no ser que hayas cambiado de opinión.
Me acaricié la sien con los dedos.
—Hablamos sobre eso anoche, ¿verdad? ¿En la fiesta de tu padre?
—Sí. ¿Estás bien?
—Un poco atontada. He dormido demasiado.
Se hizo una pausa.
—¿Demasiado? Son casi las dos de la tarde.
Eché un fugaz vistazo al reloj.
—Es imposible.
Pero no, sí que era posible. Eso decía el reloj con sus números de esmalte azul.
—¿Estás segura de que estás bien? —insistió Ethan, que parecía preocupado.
—Dame un minuto para arreglarme.
Por descontado, iba a necesitar mucho más de un minuto, pero me tranquilicé al saber que tendría la mente ocupada con otras cosas que no fueran fantasmas. O Devlin. De repente, sentí el deseo irreprimible de salir de casa y rodearme de personas. No es que una morgue fuera la mejor opción, pero ya había quedado con Ethan y sentía curiosidad por los restos del esqueleto que habíamos encontrado en aquella habitación.
—Llegaré dentro de veinte minutos.
—Pégame un toque cuando estés aquí y saldré a buscarte. Y…, ¿Amelia?
—¿Sí?
Otra pausa.
—Nada. Hasta luego.
Un solo pensamiento me rondaba la cabeza cuando colgué el teléfono. ¿De cuánto tiempo disponía hasta el crepúsculo?
Ethan salió del MUSC a recibirme. Subimos en ascensor y, durante todo el trayecto hasta la morgue, no me quitó ojo de encima. Mi aspecto debió de sorprenderle, pero Ethan era todo un caballero, así que no se atrevió a preguntarme. Después de la ducha, me había mirado en el espejo para confirmar mis sospechas. Estaba demacrada y con los ojos hundidos. Por lo visto, ya había adoptado la apariencia cadavérica de la gente que es acechada por fantasmas.
—¿De veras consideras que estás de humor para esto? —preguntó Ethan mientras avanzábamos por un estrecho pasillo.
Solté la primera excusa que se me ocurrió.
—Estoy un poco cansada, eso es todo. Nada grave.
—Si tienes el estómago revuelto, te advierto que este no es el mejor lugar… —murmuró.
—Tranquilo, estoy bien.
Dos palabras que últimamente repetía demasiado.
Ethan empujó una puerta y entramos en una sala en la que hacía muchísimo frío. De inmediato nos abrumó el olor acre del antiséptico que camuflaba la esencia putrefacta, y ligeramente dulce, de la muerte. Se me revolvieron las tripas cuando entramos en el vestuario para ponernos los trajes de autopsia. Me entregó varias piezas de ropa quirúrgica y después me dejó a solas para cambiarme. Unos minutos más tarde vino a buscarme y me llevó a la sala donde habían colocado los restos del esqueleto, sobre una mesa de acero.
—Ahora mismo es solo un número —informó Ethan—. Ni nombre ni cara, aunque sabemos algo de él.
—¿Él?
—La forma de las caderas nos indica que los restos pertenecen a un hombre.
Las otras víctimas eran mujeres. El patrón había cambiado, otra vez. Si es que había un patrón, claro.
—¿Has informado a Devlin sobre esto?
Ethan asintió.
—Ya conoces a John. No es muy expresivo.
Me pareció extraño que incluso en un lugar como el depósito de cadáveres me acompañara la presencia de Devlin.
Mientras charlábamos, Ethan no dejó de caminar alrededor de la mesa. En cambio, yo me quedé quieta donde estaba, por miedo a que se me revolviera todavía más el estómago, aunque, a decir verdad, el olor era soportable y los huesos parecían limpios y desinfectados. Pero, aun así, eran restos humanos.
—El cráneo apunta a que era de raza blanca, de complexión fornida y achaparrada. Era joven, entre dieciocho y veinticinco años. Los huesos muestran que seguía creciendo —explicó mientras señalaba la clavícula—. Esas rugosidades pertenecen a un adulto joven. Si las tocas, lo notarás.
—No, da lo mismo. Te creo.
Esbozó una sonrisa.
—Todavía tiene algunos dientes, pero no en buenas condiciones. No podremos identificarle por esa vía.
—¿Cuánto tiempo pasó en aquella habitación?
—A juzgar por la falta de articulaciones y los mordiscos…
—¿Los qué?
—Ratas —resumió—. Pueden llegar a provocar muchos daños. He advertido marcas de roedores en las costillas, la pelvis, los carpianos y los metacarpianos —añadió. Después señaló con la barbilla el esqueleto y prosiguió—: También hay un agujero en el cráneo, seguramente causado por roedores o insectos, y buena parte del hueso y del cartílago están podridas. Deduzco que debió de pasar unos diez años allí abajo.
—¿Tanto tiempo?
—Puede que más.
Repasé los asesinatos mentalmente. Afton Delacourt había fallecido hacía quince años; ese desconocido, al menos hacía diez; Jane Rice, nueve años atrás; y Hannah Fischer y Camille Ashby llevaban muertas tan solo unas semanas.
A primera vista, el asesino no seguía un ritmo temporal regular. No había un patrón claro en relación con las víctimas o los métodos que empleaba, aunque ese vacío temporal podía deberse a que, fuera por la razón que fuera, no había podido asesinar durante un tiempo. Sin embargo, también cabía la posibilidad de que todavía no se hubieran descubierto todos los cadáveres.
—¿Crees que aparecerán más cuerpos?
—Eso es lo que opina John.
—¿Y cómo encontrarlos? —murmuré—. ¿Combinando la resistencia eléctrica y la conductividad del terreno? ¿Con la ayuda de un radar que penetre el suelo? Si tenemos que comprobar cada tumba, no acabaremos nunca.
—Imagino que lo más sencillo sería dar con el asesino —dijo Ethan.
Miré el esqueleto.
—Debía tener familia, amigos. Seguro que hay alguien que lleva todo este tiempo echándole de menos.
—Supongo.
Estudié los restos. Sentía una gran opresión en el pecho. El asesino le había abandonado en aquella sala para que le olvidaran.
—Anoche me aseguraste que habíais identificado algunas características interesantes.
—Así es. No puedo decirte quién es, pero sí cómo murió. Tiene el esternón perforado, y los cortes en las costillas indican heridas en ambos lados del pecho, y dos más en la nuca. En total, siete heridas profundas. Y podría haber más que penetraran el tejido sin tocar el hueso. Hubo ensañamiento, sin duda. —Al advertir mi mueca, se apresuró a añadir—: Deja que te comente otros hallazgos menos espantosos.
Asentí con la cabeza.
Abrió una bolsa de plástico negra y extrajo el contenido.
—Me parece cuando menos interesante que la ropa que encontramos junto con los restos del cadáver sea la única pista para identificarle.
—¿De veras? Tan solo vi trocitos de tela, poca cosa más.
—En el cadáver, sí, pero hallaron otros objetos cerca de la escena del crimen: unos zapatos, un cinturón y, más importante aún, una chaqueta deportiva de cuero. Las ratas se pusieron las botas, pero…
—Espera un segundo. —De repente todo a mi alrededor empezó a dar vueltas. Apoyé la mano en la pared para no perder el equilibrio—. ¿Has dicho una chaqueta deportiva?
—De color granate, con una letra dorada, una V o una W —respondió. Me observó con preocupación y después cerró la bolsa—. Vamos, salgamos de aquí. Te has puesto más blanca que esa sábana.
De hecho, era una W dorada. Lo sabía porque había visto esa chaqueta en el fantasma que había advertido merodeando por el jardín de Rapture, y otra vez anoche, cuando le había pillado observándome con lascivia por el agujero de las esposas que colgaban de su muñeca.