Acababa de salir del aparcamiento del instituto. Justo cuando iba a girar hacia la calle, le vi en el porche de Madame Sabiduría.
Devlin y una mujer, deduje que era la quiromántica, habían salido del local. No podía apreciar sus rasgos en la oscuridad del coche, pero intuí que era muy atractiva. Lo supe por cómo andaba, por cómo se movía. Las mujeres hermosas tienen un algo que las distingue del resto. Temple y Camille también lo tenían. Incluso el fantasma de Mariama lo tenía.
Por lo visto, Devlin se disponía a marcharse, pero la mujer le tocó el hombro para que se girara. No había nada particularmente sexual en su modo de tratar con él, pero por cómo le miraba y cómo le rozaba los brazos se entreveía que había cierta intimidad. Tenía la ventanilla bajada, pero no logré oír ni una palabra de su conversación.
No me sentía orgullosa de escuchar a hurtadillas su conversación, ni tampoco de seguir el coche de Devlin. Lo hice sin pensarlo dos veces. No sé en qué estaría pensando. No me habían educado así. En mi casa me habían enseñado que la discreción y el decoro eran dos valores que iban cogidos de la mano. De repente, imaginé a mi madre avergonzándose por mi comportamiento. Escuchar conversaciones privadas. Seguir a un hombre sin su consentimiento ni permiso. Su reprobación imaginaria me apenaba, pero no bastó para detenerme.
No tenía la menor idea de cómo seguir el rastro de alguien, mucho menos de un agente, sin ser descubierta, pero el instinto me decía que mantuviera una distancia prudente. No había mucho tráfico, así que dejé un espacio de casi una manzana entre nosotros. Estaba tan lejos que temía perderle si daba demasiadas vueltas.
Sin embargo, gracias a Ethan, presentía hacia dónde se dirigía Devlin. De la avenida Rutledge, giró hacia la derecha, en dirección a Beaufain, y después hacia la izquierda, por una calle lateral. Crucé la intersección y giré en la siguiente rotonda. Quería darle tiempo a que aparcara y entrara en casa.
Encendí la luz interior del coche y comprobé la nota de Ethan. Después recorrí la calle muy lentamente, buscando una preciosa casa de estilo reina Ana con un porche azul y un jardín bien cuidado. Cuando la localicé, me fijé en que las ventanas estaban cerradas a cal y canto. Además, no veía el coche de Devlin por ninguna parte. Supuse que habría aparcado en la calle de atrás, o que me había visto por el espejo retrovisor y había decidido seguir conduciendo.
Eché un vistazo a mi espejo retrovisor para asegurarme de que no estaba detrás de mí.
No vi nada. Todo despejado.
Y ahora, ¿qué?
Aparqué el coche en la curva, apagué el motor y las luces, y me quedé ahí sentada, cavilando. ¿Por qué había ido hasta allí? Quería echarle la culpa de mi impulso al té de Essie, o a la copa de champán que me había tomado en la fiesta del doctor Shaw. No estaba actuando como la mujer que siempre había vivido ciñéndose a una serie de normas estrictas. Contemplé mi reflejo en la ventanilla del coche y pensé: «No soy yo. Tiene mis ojos, mi nariz, mi boca, pero no soy yo. Es una criatura insensata y extraña que no sé quién es».
—Vete a casa, Amelia —dije en voz alta. Tal vez escuchar mi propia voz me convencería. A casa, a mi vacío y agradable santuario donde estaría protegida de los fantasmas, donde me regía según las advertencias de mi padre.
Pero no encendí el motor, ni apreté el acelerador ni me fui a casa. En lugar de eso, me quedé ahí sentada un rato más. Y después salí del coche.
Crucé la calle. Cuando alcancé los peldaños del porche, miré al cielo. La luna se escondía tras las nubes y notaba algo extraño en el aire. Se acercaba una tormenta. La temperatura descendió en picado y noté un escalofrío por la espalda. Y entonces, en un arrebato de emoción, levanté los brazos y dejé que el viento me azotara.
Fue un momento muy liberador, como si me hubiera desatado de unas ataduras invisibles. Y entonces me giré hacia esa casa, la casa de Mariama, y noté que algo muy tenebroso fluía por mis venas. Había alguien tras un ventanal. Una sombra que se desvaneció en cuanto la vi.
Me temblaba todo el cuerpo. Llamé a la puerta, pero estaba entreabierta. Con suma cautela, entré.
—¿Devlin?
Tardé unos instantes en acostumbrarme a la oscuridad. Justo ante mí se alzaba una elegante escalinata en curva que conducía al segundo piso. Tras la escalera se extendía un largo pasillo que recorría toda la casa. A mi derecha, vi un vestíbulo espeluznante.
Atravesé la entrada arqueada y me permití contemplar los muebles de la casa. Eran antiguos, incluso pasados de moda, así que deduje que no había sido Devlin quien se había encargado de la decoración. Me quedé de piedra cuando advertí el imponente retrato de Mariama, apoyado sobre la repisa de la chimenea. Olía a salvia y hierbaluisa, igual que la casa de Essie, pero distinguí un trasfondo rancio de polvo, abandono y desconsuelo atroz.
La luz de la luna se colaba por el gigantesco ventanal. Por un momento, creí ver a Shani vigilándome desde el jardín. Buscaba a Devlin. Esperaba que regresara y se despidiera.
La veía diminuta y luminiscente. La observé con detenimiento, y después se esfumó.
La mano de pintura azul que habían aplicado sobre el porche no había alejado a los fantasmas. El frío gélido de su presencia me rodeaba. No me acompañaban los fantasmas de Shani y Mariama, sino los de otra vida, los de una familia feliz. El fantasma del hombre que un día Devlin había sido.
Retrocedí hacia el vestíbulo. De repente, advertí una luz parpadeante en el segundo piso. Pude oír una melodía exótica y tribal. Un tamborileo que desataba mis instintos más primitivos.
Con suma lentitud, subí los peldaños sin dejar de llamar a Devlin. Percibí el roce de algo frío, una suave caricia de un vestido de seda, y de inmediato supe que era ella. Había un espejo colgado en la pared y, cuando pasé por delante, vislumbré mi reflejo. Aunque esta vez… no vi mis ojos, ni mi nariz, ni mi boca. Habría jurado que era Mariama, observándome desde el cristal. Pero la ilusión fue tan fugaz que un segundo más tarde me reconocí. Con los ojos como platos, la tez pecosa y el cabello recogido en una coleta despeinada. Nada más lejos de la imagen de una mujer seductora.
Y, sin embargo, a medida que me acercaba al segundo piso, me sentía más atrevida, más libre. Cuando alcancé el último peldaño, me solté la coleta y me sacudí la melena. Eché la cabeza hacia atrás y empecé a contonearme al ritmo de la música.
El sonido provenía de la habitación que había al fondo del pasillo. La puerta estaba abierta y el ritmo parecía intensificarse a medida que me aproximaba.
El cuarto estaba iluminado por la suave luz de las velas. Era como adentrarse en un sueño ajeno. La brisa que entraba por las puertas del balcón hacía vibrar las diminutas llamas y removía la tela sedosa que envolvía el lecho. La pared estaba decorada con multitud de máscaras africanas, cuyos ojos vacíos parecían observarme mientras cruzaba la estancia.
Devlin estaba en el pequeño balcón, contemplando el jardín. Tenía la camisa desabrochada. Cuando se giró, noté una presencia fría que se deslizaba entre nosotros.
Sentí su roce, su gélido aliento y me estremecí. Pero no estaba asustada, lo cual era extraño, porque allí, en su casa, su espíritu tendría más fuerza, más poder. Ya había visto de lo que era capaz y, sin embargo… No estaba asustada.
Clavé la mirada en Devlin, y una oleada de calor me recorrió el cuerpo. Él sintió lo mismo. Se le encendieron los ojos y se quedó inmóvil.
Nos mantuvimos así segundos. Minutos.
Y entonces Devlin se acercó y susurró:
—Sabía que vendrías.
Pero no estaba segura de que se refiriera a mí.
Alargué el brazo y acaricié el medallón de plata con la punta de los dedos. Un símbolo de su enigmático pasado, el talismán de todos sus secretos. El metal estaba frío, pero percibí el calor que emanaba de su piel. Sin duda, ese ardor que tanto me cautivaba tendría el mismo efecto en sus fantasmas.
Me puse de puntillas y le ofrecí mi boca. La besó con un profundo gemido y me sostuvo entre sus brazos. Aquel abrazo salvaje me resultó familiar a la vez que desconocido, desesperado y, sobre todo, controlado.
Sabía a whisky, a tentación y a mis fantasías más oscuras. Quería oírle pronunciar mi nombre con ese acento tan seductor y decadente. Ansiaba lamer cada centímetro de su piel, besarle la yugular para notarle el pulso y unir nuestros cuerpos para que nada pudiera interponerse entre ellos. Ni el tiempo, ni la distancia, ni siquiera la muerte.
Me empujó contra la pared y me despojó de toda la ropa allí mismo, en el balcón, mientras una vocecita en mi cabeza me decía: «Esta no eres tú, Amelia. No eres tú».
Pero sí lo era. Mías eran las manos que le arrancaron la camisa, la boca que se abría para atrapar la suya y la decisión de desobedecer las normas que hasta ese momento habían dominado mi vida.
Le rodeé las caderas con las piernas. Embriagada de deseo, eché la cabeza atrás para mostrarle el cuello. Me devoró con avidez, mordiéndome y chupándome la piel de la garganta para aliviar el dolor con su lengua.
Entreabrí los ojos y vislumbré un movimiento en el jardín. Cuando volví a mirar, tan solo vi hojas agitadas por el viento.
Y entonces Devlin me arrastró hacia la habitación y me olvidé de todo. El aire gélido nos acompañó hasta la cama, acariciando nuestra piel desnuda. Sentía un curioso hormigueo en cada terminación nerviosa.
Tumbada en la cama, me fijé en el espejo del vestidor de Mariama, ovalado y un tanto recargado de florituras. Devlin se inclinó sobre mí y, bajo la luz de las velas, distinguí cada músculo de su espalda. Tenía la extraña sensación de estar fuera de mi cuerpo, de estar presenciando algo prohibido, un peligroso tabú.
Me escapé de su abrazo y, cuando se dio la vuelta, le empotré contra la pared. Mientras le besaba el pecho le quité el cinturón y le bajé la bragueta. Le dediqué una buena sonrisa y me puse de rodillas. Entonces le ofrecí un placer que, hasta entonces, nunca pensé que sería capaz de dar a un hombre. Se estremeció y, cuando noté que estaba al borde del orgasmo, me aparté para echar un vistazo al espejo. Mi sonrisa era astuta, lasciva. La invitación de una seductora.
Me levanté y acerqué los labios al oído.
—Nunca te abandonaré —susurré, pero no sabía de dónde habían salido esas palabras.
A Devlin le ardían los ojos. Antes de que pudiera alejarme, me cogió por la barbilla y me levantó la cara para estudiar mi expresión.
—Amelia —dijo, aunque sonó más bien como una pregunta.
El sonido de mi nombre me hizo estremecer.
—Sí, sí, sí —jadeé, y enrollé los brazos alrededor de su cuello. Ansiaba sus besos, así que le empujé hacia abajo.
El viento que se colaba por la puerta apagó todas las velas y agitó las cortinas de seda. Devlin me penetró con la mirada durante un buen rato y murmuró algo lascivo. Después me cogió en volandas y me llevó hasta la cama. La tela se sentía fría y, antes de que pudiera recuperar el aliento, nos deslizamos hacia un mundo oscuro y lujurioso. El mundo de Devlin.
El mundo de Mariama.
De la música que sonaba tan solo oía los redobles. Aquel sonido primitivo resonaba en mis oídos.
Dejé caer los brazos por encima de mi cabeza. Devlin me sujetó por las muñecas y empezó a besarme por todo el cuerpo. Besos largos, ardientes y fuera de control que me hicieron temblar. Que me hicieron suplicar. Cerré los ojos y gemí de placer cuando me acarició el vientre con los labios y empezó a bajar suavemente.
No me había cambiado de postura, pero, de repente, los dedos que me sujetaban las muñecas se enfriaron. Procuré moverme, pero no podía. Algo me mantenía clavada en la cama mientras sentía la lengua de Devlin rozándome el interior del muslo.
Me retorcí e intenté soltarme. Traté de llamarle por su nombre.
Devlin me levantó las caderas para penetrarme con su lengua y, en el mismo instante en que sentí un placer candente en mi interior, la oí reírse.
Poco a poco, abrí los ojos.
Un fantasma se cernía sobre la cama. Me observaba con ojos ardientes y una sonrisa espantosa.
Procuré no reaccionar, pero ¿cómo no hacerlo?
Logré deshacerme de aquel extraño poder que me agarraba las manos e intenté apartar a Devlin. Al notar mi reticencia, alzó la cara y me miró con deseo.
—¿Qué ocurre?
Estábamos rodeados. La habitación se había llenado de espíritus hechizados por el calor y la energía que desprendía nuestra encuentro sexual. Atraídos por el acto más fundamental de la vida…, por aquello que jamás podrían volver a experimentar. Nos observaban hambrientos, llenos de deseo. Nos miraban con lujuria desde los rincones más oscuros. Se asomaban como gárgolas desde los pilares de la cama. Todos se tocaban las partes diáfanas del cuerpo en una parodia grotesca.
Solté un grito de pavor. Devlin se recostó a mi lado.
—¿Amelia? ¿Qué ocurre? ¿Te he hecho daño? ¿Te he asustado?
Por supuesto, él ni siquiera intuía que estábamos acompañados. ¿Cómo era posible que no notara el frío húmedo que nos rodeaba? ¿El mal que arrastraba la brisa?
Al otro lado de la habitación reconocí a la entidad que había visto en el jardín, en Rapture. Se había desplomado sobre una silla. Llevaba unos grilletes: uno, cerrado; el otro, colgando, abierto. Levantó la esposa que tenía libre y se la colocó delante del ojo izquierdo para mirarme a través del agujero.
Devlin me acarició el hombro, pero ese dulce gesto tan solo me produjo rechazo.
—Yo… tengo que irme.
—¿Qué pasa? ¿Qué he hecho?
Me deslicé en la cama y recogí mi ropa.
—Me… —vacilé. En mi cabeza resonó una sola palabra: «acechan»—. ¡Tengo que irme!
Sin pensármelo dos veces, me fui corriendo de aquella habitación, sin hacer caso a la voz de Devlin:
—¡Amelia!
Incluso días después, cuando intentaba acordarme de aquella noche, no recordaba haberme vestido ni haber salido de aquella casa. Quizá, si no hubiera huido despavorida y traumatizada, hubiera reparado en la sombra que me espiaba desde el balcón. Puede que incluso hubiera reconocido aquel rostro perturbado que no me quitaba el ojo de encima.
Asimismo, también se habían borrado los recuerdos de cómo había llegado a casa. No me cabía la menor duda de que había conducido como alma que lleva el diablo. Cuando Devlin llamó a mi puerta, ya estaba encerrada en mi pequeño santuario.
Empezó a aporrearla mientras gritaba mi nombre, pero no le dejé entrar. Me tumbé en el suelo y me abracé las piernas. No dejaba de tiritar. Y entonces la advertencia de mi padre retumbó en mi cabeza. «Y procura no dejarlos entrar. Una vez que abras esa puerta… no podrás cerrarla».
—Padre —musité—, ¿qué he hecho?