Capítulo 36

El día de la fiesta del doctor Shaw, me desperté aletargada y de mal humor. No sabía si estaría incubando algo o si la preocupación por el estado de salud de mi madre me había pasado factura. No fui capaz de trabajar más que unas pocas horas en el cementerio. Me sentía débil, sin fuerzas.

A media tarde di por finalizada mi jornada laboral y me fui a casa. Me preparé una bañera con agua bien caliente y un té vigorizante, pero seguía igual. Rebusqué en el cajón de las medicinas algún tubo con pastillas de vitamina C y un comprimido de ibuprofeno. Justo en el fondo del cajón encontré el paquete de Vida Eterna que me había regalado Essie.

«Lo cura too», había dicho. Según el doctor Shaw, la planta de la que se extraían las hojas pertenecía a la familia de las margaritas, y producía el mismo efecto que un chute de vitaminas. Justo lo que me había recetado el médico. No esperaba que aquellas hierbas fueran milagrosas, pero creía firmemente en el valor medicinal de los remedios naturales que durante tantos años se habían utilizado.

Así que me preparé una infusión con esas hojas y me la llevé a la cama. Con la espalda apoyada sobre el cabezal, di un pequeño sorbo. Aquel té tenía un sabor dulce y amargo. Me gustó. Me bebí la mitad de la taza y la dejé sobre la mesita de noche. Me deslicé entre las sábanas y me sumí en un profundo sueño.

Cuando volví a abrir los ojos, me sentía mucho mejor. O el té de Vida Eterna había surtido efecto o, sencillamente, necesitaba una siesta reparadora.

Mi habitación estaba a oscuras, así que deduje que era de noche. Me quedé en la cama unos minutos más, regocijándome y disfrutando de mi bienestar, y me terminé el té, que se había quedado frío. No podía permitir que se me volvieran a pegar las sábanas, así que me levanté, me puse un vestido negro y llegué al Instituto de Estudios de Parapsicología de Charleston un poco tarde.

El edificio estaba totalmente iluminado y tenía las puertas abiertas de par en par. Fue como regresar al pasado y contemplar aquella antigua construcción en sus días de gloria, antes de que estallara la guerra civil. Cerré los ojos e imaginé a una banda tocando el violín. Incluso podía percibir el frufrú de las faldas deslizándose por la pista de baile.

La misma chica rubia me saludó en la entrada lateral y después desapareció por un enorme pasadizo con mi regalo, una réplica del mazo de cartas del tarot Visconti-Sforza, del siglo XV, pintada a mano. En cuanto entré a un majestuoso salón repleto de personalidades que nunca antes había visto, mi primer impulso fue dar media vuelta e irme por donde había venido. Pero entonces vi a Temple charlando con alguien al otro lado de la sala que me saludaba con la mano.

—No sabía que vendrías —dije tras abrirme paso entre la multitud—. ¿Has conducido hasta aquí solo para asistir a la fiesta?

—Bueno, tenía otros asuntos que atender en Charleston —respondió. Cogió una copa de champán de una bandeja y me la ofreció. No había vuelto a ver a Temple desde el día de la exhumación. Esa noche, parecía otra; llevaba un vestido plateado muy elegante que brillaba como mercurio líquido.

Por fin su acompañante se dio la vuelta. Era Daniel Meakin.

—¿Te acuerdas de Daniel? —dijo Temple, sin disimular su desdén.

—Sí, por supuesto. Me alegro de volver a verle.

—Lo mismo digo —respondió, con una cálida sonrisa—. Hace días que no la veo en la sala de archivos.

—Ahora que han aparcado la restauración de Oak Grove, no tengo que revisar la documentación. De hecho, estoy trabajando en otro cementerio.

Daniel arrugó la frente.

—Qué lástima. Tenía muchas esperanzas puestas en esa restauración. ¿Tiene idea de cuándo la reanudarán?

Pero antes de que pudiera responder, Temple me pellizcó en el brazo.

—¿Ya has visto a Rupert?

—Acabo…, acabo de llegar.

Temple lo sabía, pues me había visto entrar. Me cogió del brazo y, sin demasiado disimulo, me arrastró con ella.

—Deberíamos buscarle para felicitarle. Me parece que le he visto entrar a su despacho. ¿Nos perdonas, Daniel?

—Ah…, por supuesto —balbuceó, un tanto desolado.

—Pensaba que no podría librarme de él en toda la noche —murmuró Temple—. Lo he tenido pegado todo el tiempo.

—Chis, te va a oír.

—Me da lo mismo. Ese tío me pone los pelos de punta.

—Para ya —la reprendí, y le eché una última mirada a Daniel—. Pues a mí me parece muy tierno. ¿Te has fijado en cómo sostiene el brazo izquierdo? Las cicatrices deben de ser un incordio constante.

—¿Cicatrices? —recalcó Temple—. ¿Tiene más de una?

—Un día, en la sala de archivos, se agachó y se le subió la manga. Entonces me fijé en que tenía varias marcas en forma de cruz, como si hubiera intentado cortarse las venas varias veces. La verdad es que, si lo piensas, es muy triste. ¿No tiene familia?

—No sé mucho de él, la verdad. Creo recordar que alguien mencionó que había estudiado en Emerson gracias a algún familiar adinerado. Cuando estaba en la universidad no le presté mucha atención. Era un alumno que pasaba desapercibido.

Igual que yo, pensé.

—¿Cómo es que no conociste a Mariama en la universidad? —pregunté—. No creo que pasara desapercibida. Ni Devlin tampoco.

—¿Devlin estudió en Emerson? Supongo que iba a otro curso. No solía relacionarme con alumnos de cursos inferiores. De hecho, ya en el penúltimo año de universidad, tan solo salía con compañeros con quienes compartía intereses.

—¿Como Camille?

Temple cerró los ojos.

—Todavía no me lo creo. Teníamos nuestras diferencias, pero jamás le habría deseado una muerte así.

—¿Cuándo la viste por última vez?

Me miró molesta, casi ofendida.

—Ah, no. Ni te atrevas. No pienso someterme a tu interrogatorio esta noche. Estamos en una fiesta y, si no te importa, no me apetece pensar en qué le ocurrió a la pobre Camille. Porque si…

Temple enmudeció.

Nos detuvimos al fondo del pasillo, donde estaba el despacho del doctor Shaw. Las puertas correderas no estaban ajustadas. Oímos una fuerte discusión. Temple y yo intercambiamos una mirada. Pero antes de que pudiéramos marcharnos de allí, Ethan corrió las puertas y salió del despacho. Al vernos, se quedó helado.

—No sabía que estabais aquí.

—Acabamos de llegar —respondió Temple en voz baja.

Su respuesta pareció tranquilizarlo. Era obvio que su padre y él se habían peleado. Y Ethan no quería que nadie se enterara de sus riñas.

—Hemos venido a desearle a Rupert un feliz cumpleaños —añadió Temple.

Ethan nos invitó a entrar.

—Quizá vosotras podáis convencerle. Se niega a salir de ahí y a unirse a la fiesta —dijo un tanto molesto—. Parece un niño pequeño.

—Haré lo que pueda.

Temple entró en el despacho a felicitar al doctor Shaw y yo me quedé en el pasillo para charlar con Ethan.

—¿Va todo bien? —pregunté.

Parecía irritado.

—Lleva varias semanas histérico. Uno de sus antiguos asistentes va a publicar un libro. Ha utilizado parte de la investigación de mi padre y no le ha otorgado el reconocimiento que merece.

—Eso debe de ser un golpe duro, sobre todo si el asistente le robó el material.

—¿Cómo te has enterado? —me preguntó Ethan, sorprendido.

—La última vez que vi a tu padre me comentó que alguien le había robado el trabajo de toda una vida.

—Sí, bueno, como te he dicho antes, está muy alterado. Quiere denunciarle, pero el proceso judicial es muy caro. Mi padre nunca se ha tenido que preocupar por el dinero, así que está desesperado. Pero basta de este asunto —dijo, y después esbozó una sonrisa algo forzada—. ¿Cómo está tu madre?

—De momento el tratamiento va bien, y ella está muy animada. Más que yo, de hecho, aunque hago lo que puedo. Por eso he venido a la fiesta. Pensé que me iría bien para despejarme un poco.

—Pareces más descansada que la última vez que te vi.

Traté de recordar cuándo fue: en Oak Grove, horas antes de descubrir el cadáver de Camille, cuando me contó lo que había pasado el día en que Mariama y Shani murieron. Más tarde, Devlin se había presentado en mi casa y me había besado, pero no quería pensar en eso.

Como las puertas del despacho estaban abiertas, varios de los invitados se acercaron para felicitar al doctor Shaw.

—Debería saludarle.

Ethan asintió con la cabeza.

—No está de humor, pero estoy seguro de que le hará ilusión verte.

Sin embargo, el doctor Shaw estaba perfectamente bien. Ni rastro del hombre desaliñado y preocupado porque estaba convencido de que alguien le había robado el trabajo de su vida. Quería preguntarle sobre el tema, pero era su cumpleaños y no deseaba arruinarle el día.

Me miró con aparente entusiasmo mientras movía una copa de brandy en círculo.

—¿Cómo ha estado, Amelia? ¿Alguna otra cosa que quiera contarme?

—Por suerte, no. Nada de seres de sombra ni vampiros psíquicos. Como decirlo…, en lo que hace referencia a asuntos paranormales, he pasado unas semanas tranquilas, sin incidentes.

Un desconocido se acercó a saludarle; cuando el doctor Shaw alargó el brazo para estrecharle la mano, vi el destello plateado de su anillo. Nunca había podido distinguir el símbolo, pero, después de ver el dibujo que había trazado Daniel Meakin, me resultó más que evidente que se trataba de una serpiente enroscada alrededor de una garra.

El mismo símbolo que Devlin llevaba colgado del cuello. Aparté la mirada del anillo y examiné las caras de los amigos del doctor Shaw. Eran hombres de todas las edades, vestidos con trajes elegantes, cultos e intelectuales. La flor y nata de Emerson. Me pregunté cuántos de ellos lucían ese mismo símbolo en secreto.

Murmuré una excusa y me escabullí del despacho. Mientras recorría el extenso pasillo, empecé a sentir una extraña claustrofobia y me volví paranoica. Ningún invitado tenía motivos para hacerme daño, pero no podía quitarme de la cabeza la conclusión a la que había llegado el doctor Shaw. El asesino estaba entre nosotros. Alguien de quien no sospecharíamos para nada…

Noté una mano desconocida sobre el hombro y pegué un brinco. Me llevé la mano al corazón para calmar los latidos.

—¡Ethan! Me has asustado.

—Perdona —se disculpó—. No estarás intentando escaquearte, ¿verdad?

—Me temo que sí. Mañana tengo que madrugar, o el calor del mediodía acabará conmigo.

—Vaya, qué lástima. Pero lo entiendo. A mí mañana también me espera un día muy largo.

Le miré con un interés descarado.

—¿Estás trabajando en un nuevo caso?

—Sí. Hoy mismo han desenterrado unos restos.

—¿En Oak Grove? —pregunté, algo ansiosa.

—No, no en Oak Grove. No hay novedades en ese frente, por suerte.

—Me preguntaba si… ¿Has podido identificar el esqueleto que encontramos en el subterráneo? No ha salido nada en el periódico.

—Todavía no tenemos un nombre, pero he identificado algunas características interesantes.

—¿Y cuáles son?

Apoyó un hombro sobre la pared.

—Depende de lo aprensiva que seas, puedo proponerte algo mejor que eso.

Hice una mueca.

—Siempre y cuando no haya arañas, por mí ningún problema.

—Nada de arañas, lo prometo. Pásate por el depósito de cadáveres del MUSC mañana por la tarde y te enseñaré lo que he descubierto.

El depósito de cadáveres. Quizá sí era un poco aprensiva después de todo.

—¿Me dejarán pasar?

—Colaboras en el caso de Oak Grove, ¿verdad? Al menos eso ponía en el periódico.

—Bueno, no exactamente, pero, más o menos…

—Bastará. Llámame cuando llegues y saldré a buscarte. Hasta entonces… Si sigues empeñada en irte tan pronto, déjame al menos que te acompañe hasta el coche. Hay algo que me gustaría comentarte.

Entré en el gigantesco salón para darle las buenas noches a Temple y volví a reunirme con Ethan en la puerta. De camino al aparcamiento, me pareció preocupado. Puede que todavía estuviera disgustado por la discusión que había tenido con su padre.

—¿De qué querías hablarme?

—De John.

No me lo esperaba. Solo oír su nombre me dejó sin respiración.

—¿Qué ocurre?

Ethan se apoyó sobre la puerta del coche y continuó.

—¿Le has visto últimamente?

—No, hace días que no le veo —contesté. No me había llamado, ni yo tampoco a él. Me había convencido de que eso sería lo mejor.

—Tiene un aspecto horrible, Amelia. Creo que la investigación le está pasando factura. Además esta época del año siempre es difícil para él. Se acerca el aniversario.

Sentí un nudo en la garganta.

—No lo sabía.

—Probablemente por eso no has sabido nada de él. La culpa… —murmuró, e hizo un gesto de impotencia con la mano—. Pasa demasiado tiempo solo. Me preocupa, la verdad. Necesita salir más.

Pensé en la voz femenina que había oído de fondo la noche en que hablamos por teléfono y me pregunté si Devlin salía más de lo que su amigo creía. Pero no quería restarle importancia al hecho de que estuviera preocupado, sobre todo en ese momento, al ser consciente del sentimiento de culpabilidad que arrastraba.

—He intentado convencerle para que asistiera a la fiesta esta noche —continuó Ethan—, pero este es el último lugar donde le apetecería estar.

—Por lo visto, el trabajo que se realiza aquí no merece su respeto —dije con sumo cuidado.

—No solo eso. Aquí fue donde conoció a Mariama.

—¿En el instituto?

—Entonces no era el instituto, sino nuestro hogar. Mariama vivió con nosotros durante un tiempo. Y John era pupilo de mi padre.

—¿Pupilo? —repetí, sin dar crédito a lo que acababa de oír—. Es decir, ¿un protégé? Pero si Devlin no cree en el trabajo de tu padre.

—Ahora puede que no. Pero hubo una época en que John era un investigador ávido.

Me costaba creerlo.

—¿Estamos hablando del mismo hombre?

—Así es.

—¿Y qué ocurrió? Ahora desprecia el instituto.

Ethan se encogió de hombros.

—Poco a poco, se fue distanciando, como nos ocurrió a todos. Íbamos a la universidad y queríamos forjarnos una carrera profesional. La verdad es que nos lo tomábamos como un juego, salvo mi padre, por supuesto —explicó. Distinguí un punto de amargura en su voz, y recordé la discusión de hacía unos minutos—. La noche después del accidente, John vino aquí a ver a mi padre. Quería que le ayudara a contactar con los espíritus de Mariama y Shani. Le suplicó que abriera una puerta, para poder cruzarla y verlas por última vez.

No podía concebir ese nivel de desesperación. Con solo pensarlo, se me encogía el corazón.

—Eso es…

—Lo sé. Imagino que el dolor le volvió loco, y tocó fondo. Se convirtió en un hombre violento, descontrolado. Le dijo a mi padre que era un farsante, y cosas peores. Mi padre se vio tan apurado que a punto estuvo de pedir ayuda, pero al final John se marchó. Fue entonces cuando desapareció. Nadie sabía adónde había ido. Todos nos temimos lo peor. Después empezaron a correr esos rumores que aseguraban que estaba internado en un manicomio privado. Seguramente solo fueron habladurías. A la gente le encanta exagerar las cosas. Pero John volvió renovado. Pensé que se había recuperado, pero, ayer, cuando lo vi… —dijo con preocupación—. Es esa casa, seguro.

—¿Qué casa?

—La de Mariama. Poco después del accidente, John alquiló un apartamento en la isla Sullivan, pero no quiso deshacerse de su casa. Es un impresionante edificio de estilo reina Ana, justo al lado de Beaufain. A Mariama le fascinaba. Pasé por delante hace poco. El jardín estaba cuidado y alguien le había dado una mano de pintura azul al porche. Creo que se ha mudado allí.

—Quizá piense que está preparado para volver a casa.

—Quizá —susurró Ethan, pero no parecía del todo convencido.

—¿Por qué me cuentas todo esto?

—La verdad es que no lo sé, pero pensé que… Toma —dijo, y me entregó un trozo de papel—. Esta es la dirección, por si te apetece ir.

No me apetecía. Me repetí una y mil veces que iría directa a casa. Puede que me preparara otra taza de la infusión de Essie y me metiera en la cama. Me esperaba un largo día de trabajo en el cementerio y necesitaba descansar.

Y creo que lo hubiera hecho si no hubiera visto a Devlin salir del local de quiromancia que había al otro lado de la calle.