Una rama podrida que se había partido destrozó el cristal. Aunque esa noche no soplaba ni una brisa de viento y había visto con mis propios ojos que el cristal se había rajado segundos antes de estallar.
Pero era la única explicación lógica.
Aquel extraño accidente había funcionado como un toque de atención para Devlin. Me ayudó a subir una tablilla de madera contrachapada que guardaba en el sótano y, entre los dos, la clavamos sobre el agujero. Y después se marchó a toda prisa, casi sin despedirse. Y hasta dos semanas después no volví a saber de él.
Me llegué a convencer de que era lo mejor. El accidente también había sido una advertencia para mí, un recordatorio de las terribles consecuencias que podía sufrir si me saltaba las normas de mi padre. Las afiladas esquirlas podrían habernos hecho mucho daño a cualquiera de los dos, o incluso matarnos. Me consideraba afortunada por haber logrado escapar con tan solo unos rasguños en la espalda.
No podía ser una mera coincidencia que la ventana hubiera estallado justo en ese momento, pero quizás estaba exagerando un poco al pensar que Mariama se las podía haber ingeniado para que la rama se partiera. En todos mis encuentros con fantasmas, jamás había presenciado una manifestación física, salvo el anillo granate que Shani dejó en mi jardín.
Pero… aquel era el fantasma de Mariama Goodwine Devlin. Una mujer que, en vida, había sabido muchas cosas. Cosas oscuras. Cosas de brujas. Una mujer que creía que el poder de un ser humano no menguaba con la muerte. Que pensaba que una muerte violenta podía enfurecer al espíritu, y que este utilizaría esa fuerza para interferir en las vidas de los vivos. Incluso para esclavizarlas, en algunos casos.
Después de mi pequeña charla con Essie, sabía que el espíritu de Shani no podía seguir adelante porque no quería abandonar a su padre. Pero después me di cuenta de que Mariama se resistía a marcharse; estaba atrapada entre su hija y su marido, a quien se negaba a dejar atrás. Quizá Temple tenía razón. La conexión que mantenían Devlin y Mariama era tan fuerte que nada en este mundo, ni el tiempo, ni la distancia, ni siquiera la muerte, podría separarlos.
Aquella noche, después de cenar con Temple, me había ido directa a casa y había soñado con Devlin y Mariama. Últimamente habían vuelto a aparecer en mis sueños. Las visiones siempre empezaban igual: Temple rogándome que me acercara a aquella puerta entreabierta, los redobles primitivos que marcaban el ritmo frenético de la pareja. Y entonces Mariama se daba la vuelta y, a veces, me veía reflejada en ella.
No estaba poseída, pero me temía que estaba al borde de la obsesión.
Menos mal que la vida real decidió interferir. Con la restauración de Oak Grove pospuesta de forma indefinida, me vi obligada a aceptar un nuevo proyecto. Por mucho que disfrutara de mis elucubraciones sobre la investigación (y sí, ahora lo reconozco abiertamente), no podía ignorar las necesidades de mi cuenta corriente.
Sin embargo, no perdí la pista del caso. Gracias a Internet y a los periódicos locales, me enteré de todo lo que iba pasando. Así, averigüé que habían identificado los restos exhumados de la segunda tumba. Pertenecían a una tal Jane Rice, una enfermera de urgencias del MUSC, el hospital universitario de Carolina del Sur. Estaba soltera y vivía sola; según todos los testigos, había desaparecido hacía nueve años de camino al trabajo.
Incluí esta información en mi carpeta titulada «Oak Grove».
Como me había alejado bastante de la investigación y, por lo tanto, de Devlin, veía las cosas con un poco más de perspectiva. Todo muy extraño. El asesino seguía suelto, pero no había advertido ningún comentario sospechoso en mi blog, y tampoco había visto un sedán negro merodeando por mi vecindario.
A medida que pasaban los días me fui tranquilizando. Además, no tenía más alternativa. La policía no podía estar vigilando mi casa las veinticuatro horas del día, y yo no podía permitirme hibernar para siempre.
Tenía que pasar página, y punto.
Durante los siguientes días estuve trabajando en un pequeño cementerio situado a unos setenta kilómetros al norte de Charleston. Era un camposanto rural, con lápidas sencillas y parcelas separadas por vallas. Habían podado los árboles para dejar que la luz del sol iluminara todo el terreno. Los recuerdos personales que decoraban las tumbas, como muñecas, juguetes, fotografías enmarcadas o pedazos de joyería barata, me enternecían.
Las muñecas me recordaron a Devlin, que había dejado ese mismo recuerdo sobre la tumba de su hija.
Un día, a última hora de la tarde, me puse a pensar en esa muñeca, y en Devlin, y noté un escalofrío que me recorrió la espalda. Enseguida supe que alguien me estaba observando.
Todavía faltaba un buen rato para que anocheciera, pero, aun así, escudriñé el paisaje. Al no captar ningún movimiento, ni ver una figura oscura vagando por el bosque, alcé la cabeza y peiné el horizonte.
Y al fin lo vi, justo debajo de un roble, entre las sombras más oscuras. Inmovilizada, le observé por encima de las lápidas.
Después dejé el cepillo a un lado, me quité los guantes y me acerqué a él.
Estaba igual que la última vez que le vi. Tan apuesto y precavido como siempre. Aquel día llevaba gafas de sol, así que no pude estudiar su mirada.
Fue un momento incómodo. Aunque estábamos solos en aquel paraje tan inhóspito y la casa más cercana se hallaba a un par de kilómetros, no me asusté. Devlin parecía convencido de que Tom Gerrity no era el asesino. Y confiaba en su buen juicio. De quien no me fiaba era de Gerrity. Había algo en él que me ponía los pelos de punta. Quería algo. Y la intuición me decía que tardaría bastante tiempo en descubrir cuál era su verdadero objetivo.
Cuando por fin llegué hasta él, fruncí el ceño.
—¿Qué hace aquí?
—He venido a verla.
Miré a mi alrededor.
—No veo ningún coche. ¿Cómo ha llegado?
—He aparcado en la carretera y he venido caminando. Hay una señal colgada en la puerta principal que prohíbe la entrada a los coches. Fui agente de policía, no quería saltarme las normas.
¿Por qué no le creía?
Entorné los ojos y eché un vistazo a la carretera. Justo más allá de la puerta distinguí el brillo cromado del vehículo. Miré a Gerrity a los ojos.
—¿Cómo ha sabido que estaba aquí?
—Ha subido algunas fotografías a su blog. Reconocí el lugar de inmediato. Conozco a alguien que está enterrado aquí.
Empecé a hacerle una serie de preguntas al respecto. Pero… ¿cuánto tiempo llevaba consultando mi blog? ¿Era uno de mis seguidores? ¿Tendría un nombre de usuario?
Contempló el cementerio.
—Ya era hora de que le hicieran un lavado de cara a este lugar.
—Así pues, ¿conocía a alguien que está enterrado aquí?
—Un agente. Fue asesinado estando de servicio. Aquel caso nunca llegó a resolverse.
Devlin me había comentado que un agente murió por culpa de Gerrity.
—Si me dice el nombre, le prometo que tendré especial cuidado de su tumba.
—Fremont —dijo—. Robert Fremont.
Aquel nombre me produjo escalofríos. Tuve una especie de déjà vu. Me sonaba de algo…
Notaba la mirada de Gerrity clavada en mí, pero había algo más. No supe explicarlo, pero me daba la sensación de que alguien había derribado un muro entre nosotros, y no estaba tan segura de que eso fuera bueno.
—¿Qué quiere de mí? —pregunté en voz baja.
—Su ayuda.
—¿Por qué yo?
—No hay nadie más que pueda ayudarme, Amelia.
Me estremecí de nuevo y aparté la mirada.
—Si se trata de Devlin…
—No, no es él. Es Ethan Shaw.
Alcé las cejas, sorprendida.
—¿Ethan?
—Necesito saber qué ha averiguado respecto al esqueleto que encontraron en la sala subterránea de Oak Grove.
—¿Y por qué no va usted mismo a hablar con él?
—No querrá verme.
Me crucé de brazos.
—Deje que lo adivine. No se llevan bien.
Gerrity encogió los hombros.
—No es eso, pero desde que dejé el cuerpo no me resulta fácil averiguar ciertas cosas.
—Y a mí tampoco. ¿Qué le hace pensar que me dará esa información?
—¿Y qué le hace pensar a usted que no lo hará? —replicó.
Dejé escapar un suspiro exasperado y continué:
—Esto es ridículo. ¿Qué interés tiene en ese esqueleto? Pensé que la madre de Hannah Fischer le había contratado. Ahora que ya se ha identificado el cadáver, ¿qué más quiere?
—Justicia, por encima de todo —contestó—. Y, de una forma u otra, estoy dispuesto a hacer lo necesario para que se haga justicia.
Una alarma se disparó en mi interior.
—¿De qué esta hablando?
—Vaya a ver a Ethan Shaw. Todo está ahí.
—¿El qué? ¡Oiga!
Se me ocurrieron un millón de preguntas, pero no lo detuve. Al contrario, deseaba que se marchara y se llevara consigo aquellas malas vibraciones.
Al cabo de poco, lo vi desaparecer tras las puertas del cementerio, pero mi inquietud duró varias horas.