Capítulo 33

¿Se habían esfumado?

Pensé en ello durante todo el camino a casa. Nunca había conocido a otra persona acosada por fantasmas, aunque en multitud de ocasiones me había cruzado con espíritus que seguían el rastro de sus seres más queridos. Así pues, no sabía si alguien había logrado zafarse de ellos. Mi padre siempre decía que una vez que una entidad se aferra a alguien, esa persona jamás recupera su vida. Sin embargo, presentía que un fantasma podía pasar página, quizá cambiar de huésped o incluso desplazarse a otro reino.

Si la culpa era lo que mantenía a los fantasmas de Mariama y Shani atados a él, ¿qué pasaría si ese sentimiento empezaba a desvanecerse? ¿Qué sucedería si Devlin superaba ese trauma?

Recordé las palabras de Essie. Algún día no muy lejano Devlin tendría que elegir entre los muertos y los vivos. ¿Y si ya había tomado su decisión? Una vez más, me estaba haciendo demasiadas ilusiones. Intenté quitarme eso de la cabeza para no obsesionarme. Camille Ashby había aparecido muerta, y el asesino me había enviado a su tumba. Por la razón que fuera, había decidido expresarse a través de mi blog, y la idea de ser la vía de comunicación de un pirado me inquietaba.

Devlin había dejado bien claro que no quería que me implicara en el caso, pero quizás el asesino no opinaba lo mismo. Estuve un buen rato reflexionando sobre el asunto, hasta que sonó el timbre. Eché un vistazo por la ventana lateral y me quedé perpleja al ver a Devlin en el porche. Asumí que estaría ocupado en el cementerio varias horas.

Le invité a entrar y subimos a mi despacho. Por lo visto, después de dejar Oak Grove, él también se había dado una ducha y se había cambiado de ropa para deshacerse del hedor putrefacto que desprende la descomposición humana. La casa estaba a oscuras. Mientras me seguía por el pasillo, percibí el aroma a menta de su jabón y unas notas de colonia. Tras cada respiración, exhalaba un suspiro.

Retomamos nuestros puestos ya habituales; yo me dejé caer sobre la silla del escritorio y él se acomodó en el diván. Había algo que le rondaba por la cabeza, pero no parecía tener mucha prisa en hablar. Puesto que había desarrollado una especie de aversión a los largos silencios en su compañía y no podía pensar en otra cosa, le pregunté acerca de Camille.

—¿Qué hay de las heridas?

—Recibió varias puñaladas, pero las heridas son distintas. Fue una muerte rápida. Tampoco presentaba señales de ataduras. A juzgar por los cortes en las manos, Camille opuso resistencia.

—¿Por qué no la colgó, como a las demás?

—Quizá le interrumpieron, o se le echó el tiempo encima —supuso Devlin—. O puede que esté jugando con nosotros. Establece un patrón que, de forma deliberada, rompe. Afton Delacourt fue asesinada hace quince años. Los restos que hemos exhumado llevaban en esa tumba entre cinco y diez años. Y ahora se producen dos homicidios en pocos días.

—No se olvide del esqueleto que encontramos en aquella habitación —apunté.

—Es verdad —dijo pasándose una mano por la cabeza—. Este tipo está empezando a tocarme las narices.

Entendía su frustración.

—Me pregunto cuándo mató a Camille. La última vez que la vi fue en la sala de archivos de Emerson.

—El mejor modo de calcular la hora de la muerte es averiguando quién fue la última persona que la vio con vida. Es posible que fuera usted. —Bajo la luz fría de la lámpara, se le veía agotado—. Camille llevaba muerta al menos veinticuatro horas cuando la encontramos, pero la autopsia determinará una hora más precisa.

—¿Recuerda el día que la vimos en Oak Grove? Recibió un mensaje de texto y, acto seguido, se marchó. Quizá fuese del asesino. Si pudiera dar con su teléfono, podría rastrear el mensaje.

—No necesitamos el número de teléfono, solo comprobar los registros.

—Ha pensado en todo, por supuesto —murmuré.

—No en todo. No había caído en el significado de esos epitafios. En los símbolos sí. Después de que explicara que las imágenes representaban el alma en vuelo, era bastante obvio. Pero el asesino escogió con sumo cuidado las inscripciones de cada una de sus víctimas. Y las hemos descifrado gracias a usted.

—Aunque no estoy segura de adónde nos llevan.

—Pero son útiles. Esos epitafios y esos símbolos son elementos esenciales para interpretar su motivación.

—¿Acaso tiene un motivo? Ese artilugio que encontramos en aquella estancia, y el modo en que torturó a esas mujeres… —Tan solo pensar en ello me ponía la piel de gallina—. En mi opinión, mata por placer.

—No estoy de acuerdo, aunque sin duda disfruta arrebatando la vida de sus víctimas. A juzgar por el simbolismo y los epitafios, me atrevería a decir que se ha creado un personaje. Quizá se considere un libertador… o un ángel de la muerte. Así puede justificar sus actos.

—Pero, ese tipo de criminales, ¿no suelen ser mujeres? —pregunté.

—Sí, aunque no siempre. Y esa hipótesis tampoco explica cómo asesinaron a Camille.

—¿Sabía que era lesbiana?

Devlin encogió los hombros.

—Llevo años oyendo ese rumor, pero nunca he hecho demasiado caso, la verdad.

—Según Temple, Camille nunca salió del armario porque sabía que su orientación sexual le acarrearía muchos problemas, y no solo a ella, sino también a la universidad y a su familia.

Me miró, pensativo.

—¿Adónde quiere llegar? ¿Cree que fue un asesinato pasional?

—El epitafio parece muy personal: «Una vida tranquila, una muerte tranquila. Duerme ahora, querida. Nuestro secreto está a salvo». ¿Qué es lo que dijo Temple cuando nos relató su pequeño incidente con Camille? «Tuvimos nuestros momentos».

—Pero la inscripción no era para Camille —me recordó Devlin—. Esa tumba tiene más de ciento cincuenta años. Pero puede que el asesino investigara su vida personal y escogiera ese epitafio porque tenía un doble significado. A lo mejor creía que, matándola, la liberaría de la carga de su secreto.

—Está convencido de que es un hombre —apunté.

—Ya se lo he dicho, la mayoría de los asesinos depredadores lo son. Que crea que sus crímenes están justificados no significa que no escoja a sus víctimas.

Varias imágenes horripilantes se colaron en mi cabeza.

—¿Y cómo podemos averiguar quién será su próxima víctima?

—Tenemos que establecer una relación entre las muertes. Si ha pasado mucho tiempo entre unos homicidios, es difícil establecer una conexión, así que lo más lógico sería empezar a tirar del hilo a partir de las dos víctimas más recientes, Camille y Hannah Fischer.

Jugueteaba con un sujetapapeles. No se atrevía a decir en voz alta lo que estaba pensando.

—¿Cree que Camille podría haber estado merodeando por los túneles mientras nosotros estábamos allí? —pregunté al fin. Y levanté la mirada—. No llegamos a descubrir adónde se dirigían todas aquellas moscas.

Por la expresión de Devlin, intuí que estaba pensando lo mismo.

—Teníamos a todo nuestro personal peinando el cementerio y los pasadizos al cabo de menos de una hora. Es imposible que saliera de la cripta y pasara desapercibida.

—A menos que haya otra salida de la que no tengamos constancia. Es probable que haya un agujero que conduzca a otro mausoleo. El asesino podría haber esperado a que todo el mundo se fuera para regresar a aquella estancia. Si seguía entre los muros del cementerio, los guardias que custodian la puerta no le habrían visto.

—Supongamos que se las ingenió para trasladar el cadáver a la superficie. Habría necesitado ayuda para levantar la tapa de aquel ataúd.

—Pero ¿no la habría necesitado antes?

—No tiene por qué. Por lo visto, es un experto en poleas. Con el tiempo suficiente, podría haberlo conseguido con tan solo una cuerda y la rama de un árbol.

—Pero la silla que encontramos en la habitación…

—Sí —murmuró—. Aquella silla.

No fui capaz de asimilar que pudiera haber dos asesinos. Y uno de ellos como simple voyeur. Me levanté de la silla.

—Prepararé té.

Como si una camomila o un té Darjeeling pudieran suavizar las monstruosas imágenes que nuestra conversación había evocado.

Me tomé mi tiempo para calentar la tetera, servir las tazas y remojar las bolsitas de té. Todavía no tenía respuesta a mi dilema. No era lógico que Devlin se hubiera presentado en mi casa después de insistir en que debía alejarme de la investigación y, muy posiblemente, de él. Justo cuando me había convencido de que tenía razón…, ahí estaba, en mi casa. ¿Cuántas de las reglas de mi padre me había saltado al dejarle entrar?

¿Albergaba la esperanza de que tuviera algo que ver con la ausencia de sus fantasmas?

Cuando por fin me fui de la cocina con las dos tazas de té listas, pensé que me encontraría a Devlin adormilado en el diván. Sin embargo, lo vi frente al ventanal, observando la oscuridad nocturna. Parecía absorto en sus pensamientos y no quería distraerle, así que dejé el té sobre el escritorio y tomé un sorbo en silencio.

La cortina de nubes tras la que se ocultaba la luna se fue deslizando poco a poco. Y un manto de blancura cayó sobre el jardín. Un jardín de luna. Quedé absolutamente fascinada cuando lo descubrí por casualidad una noche. Durante el día permanecía escondido tras exuberantes plantas de colores, pero, bajo la luz de la luna, el follaje tomaba un matiz plateado cautivador. Hubo un tiempo, antes de Devlin y antes de los asesinatos, en que solía sentarme allí durante horas, con los ojos cerrados, disfrutando de los perfumes de las flores, flores con nombres tan románticos como el propio jardín: corazones sangrantes, nomeolvides, flores de luna, lavanda y adelfas blancas.

Era el escenario perfecto para los fantasmas de Devlin. Sin embargo, aquella noche el jardín estaba vacío, salvo por una sombra que se inmiscuía entre los arbustos.

Devlin parecía agotado, sin fuerzas, pero cuando se giró hacia mí percibí un destello de anhelo en sus ojos.

—¿Por qué ha venido? —le pregunté en voz baja—. Hace unas horas insistió en que me alejara de la investigación.

—Y lo mantengo.

—Entonces, ¿por qué ha venido?

—Porque no puedo estar lejos de usted.

Y entonces lo comprendí. Por fin me di cuenta de que no era la única que sentía ese magnetismo. Devlin también notaba una atracción hacia mí. Saberlo debería haber disparado mi confianza, pero, en lugar de eso, me sentía todavía más vulnerable. ¿Qué expectativas tendría? No era una mujer exótica, tan solo una restauradora de cementerios con las manos llenas de callos y que veía fantasmas. Alargó el brazo y me acarició la mejilla con los nudillos.

—No tiene ni idea, ¿verdad?

Cerré los ojos y disfruté del calor de su piel.

—Se me ocurren muchas cosas. Algunas puede que incluso le sorprendan.

—Estoy intrigado —murmuró. Bajo la luz de la lámpara me pareció ver la sombra de una sonrisa. Deslizó la mano por mi pelo y jugueteó con un mechón suelto, enrollándoselo entre los dedos.

—¿Siempre lo lleva recogido?

Al oír la pregunta me quedé sin respiración. Fue tan inesperada, tan íntima.

—Me gusta tener la cara despejada cuando trabajo.

—Pero ahora no está trabajando.

Mariama lucía una cabellera larga, espléndida. Me imaginé sus rizos azabache balanceándose sobre su espalda, como en el sueño, y me estremecí. ¿Por eso quería que me soltara el pelo? ¿Para compararnos?

Tenía que dejar de pensar así, leyendo entre líneas todas las palabras que decía. Se había presentado en mi casa por voluntad propia. Para verme a mí, no al fantasma de su difunta esposa.

—Me gusta recogido —murmuré—, y es el mío.

—Sí, lo es. Con esta luz reluce como oro puro —susurró—. Y huele muy bien.

—¿Cómo puede olerlo desde ahí?

—Buena observación.

Y entonces me cogió de la mano y me atrajo hacia sí. No opuse resistencia. Cerré los ojos y me recosté a su lado.

Devlin temblaba. Inclinó suavemente la cabeza y nuestros labios se tocaron. Una explosión de energía me recorrió todo el cuerpo. Paralizada, noté que me estrechaba entre sus brazos. Le rodeé el cuello con los míos y nos besamos apasionadamente. Aquel beso me pareció eterno, nada parecido a los que había vivido hasta entonces. Percibía una carga eléctrica fluyendo entre nuestros cuerpos. Subía y bajaba como las mareas de un océano, intensificando mis cinco sentidos, llevándose consigo todas mis fuerzas.

No quería que aquel beso se acabara, pero sabía que no había otra salida. Me notaba más débil por momentos. Devlin estaba absorbiéndome, en términos literales.

Se apartó de forma repentina y un poco alterado.

—No sé qué está pasando.

—¿A qué se refiere? —pregunté con voz entrecortada. También me sentía bastante alterada.

Apoyó la frente sobre la mía.

—Es extraño, pero, a veces, cuando estoy con usted, percibo su presencia, como si estuvieran aquí mismo, a mi lado. Pero al mismo tiempo… noto que se alejan de mí. Sé que no tiene sentido. Es como aquella pesadilla recurrente de su niñez.

No fue necesario que dijera nada más. Sabía que se estaba refiriendo a los fantasmas. Aunque para él, eran solo recuerdos. Me abrazó con fuerza y me acomodé sobre su pecho, para poder observar el jardín.

Después de todo, sus fantasmas seguían ahí fuera. Fue como si Devlin los hubiera invocado. Dos figuras casi transparentes emergieron flotando de entre las sombras. Shani se deslizó hacia el columpio y empezó a balancearse suavemente. No sé si era mi imaginación o no, pero creí escucharle entonar una canción etérea.

Mariama, en cambio, me vigilaba con los ojos encendidos de un espectro. Incluso a través del cristal podía palpar el poder de aquella mirada fría, tortuosa y seductora.

El despacho estaba sumido en un frío glacial, pero el calor del abrazo de Devlin me ayudaba a soportarlo. Unas diminutas líneas empezaron a abrirse paso por la escarcha que cubría las ventanas. Fascinada, observé cómo aquellas líneas se iban multiplicando. Y entonces reparé en que las fisuras no agrietaban la escarcha, sino el propio cristal. Pero ya era demasiado tarde. Era como si alguien, o algo, tuviera una mano apoyada al otro lado del vidrio y estuviera empujando con todas sus fuerzas.

Incluso cuando oí el chasquido del cristal, mi reacción fue lenta. Procuré levantarme, pero Devlin me agarró como si no soportara verme marchar. Como si no pudiera dejarme ir.

Le cogí por el pecho de la camisa y le empujé con tal fuerza que dio un traspié. No me soltó la mano, así que, sin querer, me tiró al suelo. Me caí encima de él y un segundo más tarde el cristal se hizo añicos. Y entonces noté el escozor de miles de pinchazos en mi espalda.