Era tarde, así que el cementerio estaba en calma. El ejército de agentes se había retirado de los túneles y caminitos, y tan solo había un par de guardias custodiando la puerta principal. Los dos policías nos siguieron mientras serpenteábamos por el lúgubre laberinto de lápidas y panteones hacia la sección norte del cementerio, donde los siete ataúdes desmontables resplandecían bajo la luz de la luna.
Alumbré la tumba central con la linterna, apuntando directamente al epitafio y los símbolos esculpidos sobre la tapa.
Encima del nombre y del año de nacimiento y muerte se apreciaba un único tulipán, símbolo de amor y pasión, y una mariposa, que representaba el alma en vuelo.
—Las está liberando —musité.
Devlin levantó la vista y me miró.
—Las imágenes son siempre las mismas: la pluma, la efigie alada y, ahora, una mariposa. El alma en vuelo. Pero no solo libera su alma, también las libera de sus cadenas terrenales —anuncié. Después observé la lápida—. La madre de Hannah Fischer aseguró que su hija había sido víctima de muchas relaciones en las que habían abusado de ella, empezando por su padre. La chica mantuvo la identidad de su último novio en secreto porque sabía que su madre intentaría salvarla. ¿Recuerda el epitafio de la tumba donde fue enterrada? «Sobre su tumba silenciosa, las estrellas de medianoche quieren llorar. Sin vida, pero entre sueños, a esta niña no pudimos salvar».
Devlin me observaba en silencio.
—Los restos que se exhumaron ayer… Ethan sospechó que había sufrido un terrible accidente antes de morir. Las heridas eran tan graves que con toda probabilidad padecería dolores crónicos y necesitaría terapia física durante meses, o incluso años. «Qué pronto se marchita esta hermosa rosa. Liberada de congoja, aquí yace, y eternamente reposa». Calamidades mundanas. Dolor físico. Y ahora esto.
Los cuatro observamos la tumba. A cada lado de la tumba estábamos Devlin y yo. Los agentes, en cambio, se habían puesto uno en cada punta.
Leí el epitafio en voz alta:
—«Una vida tranquila, una muerte tranquila. Duerme ahora, querida. Nuestro secreto está a salvo».
—Maldita sea, es asqueroso —murmuró uno de los policías.
Inspiré hondo sin apartar los ojos del símbolo.
—Tendremos que levantar la tapa para separarla de las otras piezas.
—¿No necesitamos una orden judicial para eso? —preguntó el otro agente, que estaba hecho un manojo de nervios.
—Este tipo de tumbas, como una caja, se construían para engañar a los profanadores de tumbas. El cadáver, al menos el primero que se enterró aquí, está a varios metros de profundidad. Si levantamos la tapa, no dañaremos los restos.
—Me haré responsable —dijo Devlin, y creí ver el destello de su medallón de plata—. Levantémosla.
Los agentes alcanzaron a levantar la tapa apenas varios milímetros, pero eso bastó para que se escapara un hedor nauseabundo. Reprimí una arcada y me tapé la boca y la nariz con la camiseta. Ambos policías soltaron un gruñido, tanto por el peso como por el olor a putrefacción.
—Un poco más —ordenó Devlin, que enseguida se arrodilló e iluminó el interior del ataúd con su linterna. Se llevó la otra mano a la nariz y exclamó—: ¡Jesús!
Y tras unos segundos reconocí el cuerpo sin vida que se escondía dentro. Era Camille Ashby.
El barullo de luces de policía iluminó la oscuridad del cementerio. Devlin me acompañó hasta el coche y me repitió una infinidad de veces que un coche patrulla me seguiría hasta casa. También me prometió que vigilarían mi casa toda la noche. Le di las gracias y permanecimos en silencio el resto del camino.
Una vez más, parecía que todo el Departamento de Policía de Charleston hubiera acudido a Oak Grove. Nos habíamos topado con al menos seis agentes caminando fatigosamente entre los arbustos. En cuanto salimos a la carretera, la furgoneta forense del condado de Charleston se detuvo en mitad de la curva. Vimos a Regina Sparks apearse del vehículo y adentrarse en la oscuridad.
—¿Qué va a suceder ahora?
Supuse que se iniciaría otra búsqueda, lo que implicaba que se deberían profanar más sepulcros. La idea de una profanación en masa me repelía, pero la santidad de Oak Grove hacía mucho tiempo que estaba manchada. El mal llevaba años acechando a ese cementerio.
—¿Por qué tengo la horrible sensación de que destrozarán este lugar sin tener todas las cartas sobre la mesa?
—Haremos todo lo que esté en nuestra mano para proteger las tumbas —aseguró Devlin—, pero deduzco que vamos a encontrar más cadáveres.
Más cadáveres. Más epitafios. Estaba aterrorizada.
Devlin me miró pensativo.
—No debería venir mañana al cementerio. Quédese en casa y descanse. Olvídese de todo este asunto durante unos días.
—¿Olvidarme de este asunto? ¿Y cómo podría hacerlo? El asesino se está comunicando conmigo. ¿Y si escribe otro epitafio en mi blog? ¿Lo ignoro?
—Por supuesto que no. Me llama. Me llama a mí, y a nadie más.
Bajo la pálida luz, su mirada me estremeció. No veía la cadena, pero sabía que estaba bajo su camisa, con el medallón de plata. El símbolo que le protegía y le permitía estar por encima de la ley, al menos en Charleston.
—Es una investigación complicada —dijo—. Se mezclan asuntos políticos y todo el mundo se señala con el dedo. Y ahora, con el asesinato de Camille, las cosas van a empeorar todavía más. Su gente es muy influyente. Y querrán respuestas.
—Bien. Quizás esta vez nadie ponga trabas a su investigación.
—No es tan sencillo. Ya le he dicho antes que el interés que ha generado este caso alcanza las altas esferas. No quiera plantarles cara. Ni siquiera que sepan su nombre.
—¿Y quiénes son?
—Agentes de bolsa con mucho poder. Los ricos y los privilegiados. La gente que mueve los hilos de esta ciudad.
«¿Y eso le incluye a usted?», quise preguntar.
De repente, la boca se me quedó seca.
—No se atreverían a implicarme, ¿verdad?
—Eso no ocurrirá jamás —dijo con una certeza absoluta—. Pero sigo pensando que necesita descansar un poco y alejarse de todo esto.
Quería preguntarle cómo diablos iba a alejarme de la investigación cuando, según lo visto, aquel sedán negro podría estar esperándome a dos manzanas de allí. Pero no sabía si se refería a la investigación. Tal vez estaba tratando de decirme que debería distanciarme… de él.
—Si es lo que quiere, lo haré.
—No es que no valore su ayuda —añadió, y me abrió la puerta del todoterreno.
Estar cerca de él me estaba afectando. No me sentía débil, tal y como había sucedido cuando se quedó dormido en mi casa, sino que era una sensación distinta: un sutil intercambio de energía. Me aproximé a Devlin y percibí el aroma de su colonia y aquella poderosa esencia que le pertenecía solo a él.
Feromonas. Así lo había llamado Regina Sparks. Fuera lo que fuera, me cautivaba.
Y acababa de abandonar la tumba de Camille Ashby. ¿Qué decía eso de mí? ¿De mi control?
Devlin cogió aire. Cuando habló, sonó un poco cansado. Y me acordé de lo que me había dicho sobre su control.
—Váyase a casa, Amelia. Descanse.
Me encantaba el sonido de mi nombre en sus labios. Su forma de hablar, alargando las palabras, me hechizaba. Quería que volviera a decirlo, esta vez en un susurro, a mi oído.
Cerré los ojos y dejé por un instante que mi mente siguiera fantaseando.
—Llámeme si me necesita —dijo. Noté su aliento en mi cabello, y no pude evitar sentir un escalofrío. Alcé la cabeza y nuestras miradas se cruzaron—. Buenas noches…, Amelia.
No fue un susurro ni tampoco me lo dijo al oído, pero estuvo muy cerca. Solté un suspiro y me despedí.
—Buenas noches.
No fue hasta unos momentos más tarde, cuando me había alejado bastante del cementerio, cuando una pregunta acudió a mi mente: ¿dónde estaban sus fantasmas?