Aquello me dejó fuera de juego. Devlin era miembro de la Orden del Ataúd y la Zarpa, la sociedad secreta que había estado implicada en el asesinato de Afton Delacourt. En ningún momento se me había ocurrido que pudiera estar involucrado.
Recordé la conversación entre Devlin y Camille Ashby que escuché a hurtadillas. Ella se había mostrado firme. Insistía en que el descubrimiento del cadáver de Hannah Fischer en Oak Grove no estaba relacionado con Emerson ni con el primer asesinato. ¿Acaso pensaba que Devlin encubriría cualquier vínculo con la universidad porque era un zarpa?
La orden tan solo aceptaba a la crème de la crème de Emerson, estudiantes que pertenecían a familias de prestigio, como Devlin. Mientras estudiaba en Emerson, la orden había tenido muchos motivos para creer que, algún día, se convertiría en el amo y señor del bufete de abogados de su familia. Era su indiscutible heredero. Ya entendía por qué había dicho con tanta rotundidad que no podían tocarle. Porque era uno de ellos.
No pude hablar con él cuando llegué a Oak Grove. Demasiada gente merodeando por allí. El cementerio estaba abarrotado de agentes. El propio Devlin se había pasado casi toda la mañana indagando por los túneles. Paseé por el cementerio a solas, buscando indicios de tierra recién removida o tumbas profanadas. Quería hallar pistas ocultas tras la simbología y los epitafios de las lápidas. Pero al igual que el doctor Shaw, no tenía ni idea de lo que estaba buscando. Confiaba en que, si lo veía, lo sabría de inmediato. O eso esperaba.
No era aún mediodía, pero no podía más. El sol era abrasador y todavía no había recuperado del todo las fuerzas que me había absorbido Devlin la noche anterior. Me había puesto mi atuendo de cementerio habitual: botas, camiseta de tirantes y pantalón de camuflaje. Los enormes bolsillos de los pantalones eran ideales para guardar mis herramientas, pero no eran muy favorecedores. Tenía el pelo pegado a la cabeza y no me había maquillado. Tampoco me había aplicado crema solar, un despiste de lo más estúpido, pues ya empezaba a notar el escozor de las quemaduras en las mejillas.
Devlin, en cambio, estaba radiante, sospechosamente revitalizado. Le vi salir del laberinto de túneles. Cuando empezó a avanzar en mi dirección, vi que Ethan Shaw se acercaba desde otro ángulo, y sus caminos convergieron justo delante de mí. A diferencia de Devlin, Ethan tenía peor aspecto después de su incursión subterránea. Se sacudió el polvo y las incontables telarañas que se le habían quedado enganchadas a la ropa.
Aquellos dos hombres no podían ser más distintos: Devlin con su pelo negro, mirada penetrante y porte taciturno; Ethan, un moreno bronceado de sonrisa fácil y unos ojos avellana con motas doradas.
Son la noche y el día, pensé. Por alguna razón que no logré entender, aquella analogía me incomodó.
—Estoy listo para ir al laboratorio —anunció Ethan—. Pero si tienes un minuto, me gustaría hablarte de los restos que exhumamos ayer.
Fue una situación un tanto embarazosa para mí. No sabía qué era lo más apropiado, si dejarles un poco de privacidad o quedarme y escuchar lo que Ethan tenía que decir.
Puesto que a ninguno pareció importarle que estuviera allí, decidí no moverme.
—Es una chica de raza blanca, de unos veinte años —informó Ethan—. Un metro setenta y siete, cincuenta y cuatro kilos. Más o menos.
—¿IPM? —quiso saber Devlin.
—Entre cinco y diez años. Más bien diez, en mi opinión.
Devlin frunció el ceño.
—Estuvo enterrada mucho tiempo.
—En general, eso habría entorpecido la identificación, pero en este caso teníamos restos dentales y el cuerpo presentaba muchas heridas pre mortem.
—¿Cómo de pre mortem?
—Meses. Clavícula y varias costillas rotas; pelvis y fémur derecho fracturados y diversas vértebras partidas. Supongo que sufrió un grave accidente. Quizás, un terrible accidente de tráfico. Se estaba recuperando, pero imagino que sufría dolores crónicos y le esperaban meses, si no años, de terapia física.
—Eso estrecha el cerco considerablemente —murmuró Devlin.
—Ya la hemos introducido en el sistema. Es cuestión de tiempo.
Sonó el teléfono de Devlin, que se alejó para atender la llamada. Mientras, yo hacía mis cálculos. Habían asesinado a Afton Delacourt hacía quince años. Los restos exhumados el día anterior llevaban enterrados entre cinco y diez años. Hannah Fischer había muerto hacía varios días. Me preguntaba si el asesino se ajustaba a un patrón, o si todavía habría más víctimas suyas esparcidas por el cementerio.
—¿Estás bien? —preguntó Ethan, devolviéndome a la realidad.
—Solo estoy cansada.
Me miró de arriba abajo.
—Estás colorada. ¿Estás segura de que no estás trabajando demasiado?
—No, estoy bien. ¿Por?
—Me he enterado de que Devlin y tú fuisteis quienes descubristeis los túneles secretos y la sala de los horrores.
Y el esqueleto —añadió, con seriedad—. Eso pone nervioso a cualquiera.
—Fue un poco traumático —admití.
—¿Has podido dormir algo?
Pensé en la noche anterior. Mientras Devlin disfrutaba de una cabezada plácida, yo no fui capaz de conciliar el sueño. Me quedé tumbada sobre la cama, inquieta y mirando el techo toda la noche.
—No mucho.
—Pero eso no ha impedido que vengas hoy. Hay al menos media docena de agentes que en lugar de estar ahí parados podían estar patrullando por el cementerio.
—Conozco el terreno, y sé lo que estoy buscando. Más o menos.
Encogió los hombros.
—Como prefieras. Pero si necesitas un descanso, tómatelo. John es muy exigente consigo mismo, pero eso no significa que tú también tengas que serlo.
Eché un vistazo por encima del hombro. Devlin se había alejado bastante, así que no podía oír nuestra conversación.
—¿Hace mucho que le conoces?
—Sí. A veces puede parecer un poco taciturno, pero no siempre ha sido así. El accidente le cambió. No creo que pueda pasar página.
—Bueno, es comprensible. Perdió a su familia.
Ethan soltó un suspiro.
—No es solo el dolor. Es la culpa lo que le consume.
Ansiosa, miré a mi alrededor.
—No sé si es una buena idea que hablemos de esto.
—Te equivocas, Amelia. Necesitas oírlo.
—Podría volver en cualquier momento.
Ethan se dio media vuelta para comprobar el sendero.
—Si viene, le veremos.
—Da lo mismo, me parece una indiscreción.
—A mí también me incomoda. Lo que John y tú os traigáis entre manos no me incumbe. Pero eres una buena chica, y John es como de la familia.
Le observé un poco sorprendida.
—No sabía que estuvierais tan unidos.
—Ya no —murmuró Ethan—. Después del accidente, apartó de su vida a todos sus amigos. En mi opinión, quería deshacerse de todo lo que le impulsara a recordarlas. Pero hubo un tiempo en que Mariama, él y yo éramos inseparables. De hecho, era el padrino de Shani.
—Yo… no tenía ni idea. Lo siento.
Asintió con la cabeza.
—Estaba con él cuando le llamaron para notificarle el accidente. Ese mismo día nos habíamos reunido todos en su casa. Mariama había preparado una barbacoa. Llevaba toda la semana planeando el almuerzo, y justo por la mañana llamaron de comisaría porque había mucho trabajo. Se pasaron todo el día discutiendo, pero aquella llamada telefónica fue el detonante.
—¿El detonante de qué?
Ethan vaciló.
—Mariama era una mujer apasionada e impulsiva. Aquel carácter impredecible formaba parte de su encanto y, de hecho, creo que fue una de las razones por las que John se enamoró de ella. Era tan diferente a él. Pero también era una celosa, posesiva y capaz de guardar rencor. Sentía celos hasta de su trabajo. Sabía cómo ponerle contra las cuerdas, y disfrutaba con ello. Aquel día dijo cosas horribles para provocarle.
—¿Y lo consiguió?
Se pasó una mano por el pelo y apartó la mirada.
—Claro que sí. La discusión se puso muy fea. No llegaron a las manos, por supuesto, pero la ira les hizo decir cosas de las que después se iban a arrepentir. Pero lo peor fue que Shani lo oyó todo. Recuerdo a la pequeña golpeando la pierna de John para llamar su atención. Creo que intentaba consolarle, pero él estaba furioso…, demasiado inmerso en la discusión. Salió de casa hecho una auténtica furia. Cuando se subió al coche, Shani se despidió desde detrás de una ventana. Fue la última vez que la vio con vida.
La imagen de la niña fantasma aferrada a las piernas de Devlin me vino a la cabeza. Y tuve ganas de echarme a llorar.
—No puedo imaginármelo —musité.
—¿Quién podría? Estoy convencido de que Devlin daría su vida para volver atrás en el tiempo. Si pudiera abrazar a su hija una última vez…
Aquel relato me entristeció. Por una parte, no quería saber más, pero, por otro lado, no podía evitar querer escuchar el resto.
—Cuando acabó de trabajar, me llamó y nos tomamos unas copas. John necesitaba desahogarse. En algún momento, Mariama trató de localizarle. Vio su nombre en la pantalla, pero optó por ignorarla. Más tarde se enteró de que Mariama había llamado al teléfono de emergencias segundos después. Se había precipitado al río y no podía soltarse el cinturón de seguridad. Ella y su hija estaban atrapadas en un coche que se hundía. Quizá Mariama intuía que la ayuda llegaría demasiado tarde. Quizá llamó a John para darle la oportunidad de despedirse. Pero él no respondió la llamada.
Me había entrado frío, así que me rodeé la cintura con los brazos.
—Y vive con eso —dijo Ethan—. Esa es su cruz. Me temo que no hay espacio en su vida para nada más.
—Para mí, querrás decir.
Ethan me miró compasivo.
—Pensé que deberías saberlo.
Me sentí tan disgustada que me pasé el resto del día esquivando a Devlin. No estaba lista para enfrentarme a él. No después de todo aquello. No podía imaginar por lo que había pasado. Ni tampoco quería. Pero su mirada lo decía todo, al igual que los fantasmas que le acechaban día y noche.
Cuando llegué a casa decidí que lo mejor que podía hacer era sumergirme en una tarea cotidiana, para variar, como poner una lavadora o ir a la compra. Al volver del supermercado, me serví un té helado y me senté en el porche para disfrutar del jardín.
Las campanillas se habían marchitado hacía días, pero los dondiegos de noche que había plantado junto a la casa habían florecido y a su alrededor pululaban abejas y colibríes. Me paseé por el jardín y me senté en el columpio donde había vislumbrado el fantasma de Shani. Después me agaché para examinar el pequeño montículo donde había enterrado su anillo. No sé qué esperaba encontrar, pero nadie había removido la tierra, y el corazón de guijarros seguía tal y como lo había dejado.
La visita de Mariama me había perturbado más que la de Shani, así que procuré olvidarme de la imagen de aquellos ojos fantasmagóricos que me vigilaban desde la penumbra y concentrarme en el delicioso perfume que exhalaban las peonías.
Me agaché para coger un par de flores y me percaté de que la puerta del sótano estaba entreabierta.
Me extrañó.
Esa puerta siempre estaba cerrada con llave, a pesar de que no guardáramos nada valioso allí abajo. Había una entrada al sótano desde el interior, pero cuando dividieron el edificio en apartamentos, se cerró con pestillo, al igual que la puerta situada en lo alto de la escalera, junto al vestíbulo.
La idea de que hubiera entrado un intruso, aunque fuera a plena luz del día, me aterrorizaba, sobre todo teniendo en cuenta lo ocurrido en los últimos días. Me había dejado el teléfono en casa. Tendría que entrar para llamar a la policía, pero no quería adelantarme a los acontecimientos. A lo mejor el cerrojo no estaba echado y el viento había abierto la puerta.
Me acerqué lo suficiente como para asomarme por la ranura. Vi que alguien había encendido la luz y estaba moviendo unas cajas.
Entonces vi una sombra y volví corriendo al jardín.
Unos segundos más tarde, Macon Dawes apareció por la escalera con una maleta negra en las manos. Al verme en el jardín, me saludó con la mano.
—Hola.
—Hola —respondí, y me llevé una mano al corazón—. Me has dado un susto de muerte. Pensé que alguien se había colado en el sótano.
—No, era yo. Estaba buscando esto —explicó refiriéndose a la maleta—. Perdona si te he asustado. Supongo que no esperabas verme por aquí a estas horas. O a cualquier hora. Llevo varias semanas que parezco un espectro.
—¿Un mal horario en el hospital?
—Para morirse —dijo con una mueca—. Acabo de salir de un turno de setenta y dos horas.
—No sé cómo puedes.
—Cafeína y desesperación. He acumulado muchos favores que tengo que devolver.
Señalé la maleta con la barbilla.
—¿Te vas a algún sitio?
—Sí. Tengo por delante dos semanas de vacaciones; un colega me deja quedarme en la casa que tiene su familia en la isla Sullivan. Mi intención es dormir y comer, nada más. Y beber. Y dormir.
—Justo lo que necesitas.
Apenas nos conocíamos, así que la charla sonó un poco forzada. Macon Dawes siempre me había intimidado, aunque ignoraba por qué. Lo único que sabía de aquel chico era que estudiaba Medicina, trabajaba mucho y era un vecino silencioso. Un espectro, como él mismo había dicho.
—¿Podrás estar un poco pendiente de mi apartamento? No es que espere problemas —añadió con una sonrisita—. El vecindario es tan tranquilo que aburre.
—Claro. Ningún problema.
—Gracias. Recuérdame que te invite a una copa cuando vuelva.
Se marchó escaleras arriba y me quedé rumiando en aquel último giro de los acontecimientos. ¿Una copa con Macon Dawes?
Quizás el universo estaba tratando de decirme algo.
Alrededor de las nueve y media de la noche, ya había fregado los platos, había doblado la ropa, había quitado el polvo y había barrido el suelo. Pero seguía teniendo por delante una noche tan larga como los túneles que serpenteaban bajo el cementerio de Oak Grove.
La soledad era una vieja amiga, pero esa noche no quería su compañía. No me apetecía estar sola y no tenía a nadie a quien llamar. Con Temple mantenía una relación más bien de jefa-empleada que de amigas. Y aparte de algún comentario ocasional durante una cena o entre copas, apenas sabía nada de su vida personal.
En mis veintisiete años nunca había tenido una mejor amiga o un confidente. Y jamás me había enamorado. Desde que cumplí los nueve años, los muertos que merodean entre nosotros me habían aislado de los vivos. Aquel primer encuentro había cambiado mi vida para siempre. Al igual que mi padre, había aprendido a vivir con mi secreto, incluso a disfrutar de la soledad, pero había momentos, como el de aquella noche, en que me preguntaba si detrás del velo también me esperaba la locura.
Pero la soledad que vivía no podía compararse con la desolación que debía de sufrir Devlin cada vez que entraba en su casa vacía. No pretendía mortificarme por su tragedia ni por mi situación. Me parecía que el destino me había jugado una pasada muy cruel al meter en mi vida a un hombre que siempre lloraría la muerte de su esposa. Me rompía el corazón saber que Devlin no estaba hecho para mí, pero no podía concebir mi vida al lado de otro hombre.
Deambulaba por casa como un fantasma, deslizándome de una habitación a otra, buscando sin cesar. Hice grandes esfuerzos para no encender el portátil. Necesitaba desconectar un poco. Me había acostumbrado a depender de la compañía de desconocidos sin rostro. Sin embargo, media hora más tarde, me metí en la cama con el ordenador apoyado en las rodillas. Sin más rodeos, abrí el blog y comprobé la sección de comentarios. Alguien había dejado una nueva entrada hacía menos de una hora.
Una vida tranquila, una muerte tranquila.
Duerme ahora, querida.
Nuestro secreto está a salvo.
Sabía que aquellas líneas pertenecían a un antiguo poema. Había leído ese verso aquel mismo día, tallado en piedra, en Oak Grove.
Con la mano temblorosa, cogí el teléfono y llamé a Devlin.