Veinte minutos después, Devlin y yo llegamos a las puertas de Oak Grove. Incluso en las mejores condiciones, aquel lugar tenía un efecto perturbador. Era un cementerio antiguo, sumido en la penumbra más absoluta, con vegetación exuberante y frondosa, y de estilo gótico. La disposición de las tumbas era la típica de los cementerios rurales del siglo XIX y, en su día, sin duda debió de resultar encantador y bucólico. Pero en ese momento, bajo el sudario de la luz de la luna, aquel santuario en ruinas parecía estar cubierto por una pátina fantasmagórica. En mi imaginación merodeaban presencias acechantes, entes fríos, húmedos y ancestrales.
Me di la vuelta y examiné la oscuridad, en busca de una forma diáfana escondida entre la tiniebla, pero en el cementerio de Oak Grove no habitaban fantasmas. Ni siquiera los muertos deseaban estar allí.
—¿Busca a alguien?
Prefería no mirarle. El magnetismo que irradiaba Devlin se podía palpar en el aire. Lo más curioso fue que, cuando cruzamos el umbral, aquella atracción se intensificó.
—¿Perdón?
—Desde que hemos llegado no ha dejado de mirar a todas partes. ¿Está buscando a alguien?
—Fantasmas —contesté, y esperé a ver su reacción.
El tipo ni siquiera pestañeó. Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo un pequeño tubo azul.
—Tenga.
—¿Qué es?
—Vapor de eucalipto. No puedo prometerle que alejará a los espíritus malignos, pero nos ayudará a soportar el hedor.
Le empecé a decir que no tenía intención alguna de acercarme tanto al cadáver, así que no necesitaba ningún producto para encubrir el olor. Pero mientras hablaba percibí el rastro de algo fétido, un tufo maloliente que eclipsaba la suave fragancia de los helechos y jacintos silvestres que cubrían las tumbas más cercanas.
—Venga —me animó Devlin—. Cójalo.
Unté el dedo en el tubo de cera y después apliqué el bálsamo sobre los labios. El vapor medicinal me produjo un incómodo escozor en las aletas de la nariz y en la garganta. Me llevé la mano al pecho y tosí.
—Es fuerte.
—Me lo agradecerá en un par de minutos —dijo, y volvió a guardarse el tubo en el bolsillo sin usarlo—. ¿Preparada?
—En realidad, no. Pero supongo que no hay vuelta atrás, ¿verdad?
—No se ponga tan fatalista. Su parte acabará muy pronto.
Ya contaba con eso, pensé.
Se giró sin más palabras y le seguí entre el laberinto de lápidas y panteones. Las piedras que marcaban el sendero estaban resbaladizas por el musgo y el liquen. Avanzaba con dificultad, pues tenía mucho cuidado con cada paso que daba. No llevaba la indumentaria más apropiada para caminar por un cementerio. Tenía los zapatos manchados de barro y notaba el roce de las ortigas en las piernas.
El murmullo de voces estaba cada vez más cerca y advertí varias luces de linterna iluminando diversos caminos del cementerio. La escena era espeluznante a la par que irreal. Me recordó la época en que los cadáveres se enterraban bajo la luz de las estrellas.
Un poco más allá, un pequeño grupo de agentes de paisano y también uniformados se había reunido alrededor de lo que asumí que era la víctima exhumada. A pesar de la pésima iluminación, logré advertir la silueta de la lápida y distinguir los monumentos funerarios más cercanos. De ese modo tendría todos los datos para poder localizar la tumba en mi mapa.
Uno de los agentes se movió y, de repente, vislumbré en el suelo un rostro pálido y una mirada lechosa. Sentí náuseas. Con las piernas temblorosas, conseguí apartarme del camino. Una cosa era saber que se había producido un asesinato, y otra muy distinta era toparse con un cadáver espantoso cara a cara.
He pasado la mayor parte de mi vida entre tumbas, en mi reino de cementerios. Es un mundo tranquilo, resguardado e independiente donde el caos de la ciudad parece execrable. Esa noche, la realidad había derribado las puertas de ese mundo y había devastado su interior.
Me quedé inmóvil, tratando de controlar la respiración. Ojalá nunca hubiera mencionado mis planes de esa noche a la doctora Ashby. De ese modo, Devlin jamás me habría encontrado. Y yo no sabría que se había cometido un crimen y no habría visto esos ojos helados.
Pero, con o sin Devlin, no habría podido evitar el incidente del aparcamiento, después de que me robaran el maletín. De camino al cementerio, llegué a convencerme de que había sido casualidad. Seguramente, alguien vio el maletín por la ventanilla y sintió el impulso de robarlo. Pero ahora que había visto el cadáver, me temía lo peor. Si el asesino se sentía amenazado por algo que aparecía en aquellas instantáneas, podría haber actuado por puro instinto de conservación, para cubrirse las espaldas. ¿Y si intentaba entrar en mi casa para llevarse la cámara y el ordenador? O peor aún, ¿para llegar a mí?
Me ajusté la gabardina y observé a Devlin unirse al equipo policial que rodeaba el cadáver. A pesar de estar angustiada y al borde de un infarto, no pude evitar interesarme por la forma como interactuaba con sus compañeros de trabajo. Todos le trataban con respeto, incluso con veneración. Pero también intuí algo de malestar. Los demás agentes mantenían cierta distancia, lo cual me dejó bastante intrigada. Pero era evidente que Devlin estaba al mando de la operación. Verle con tanta vitalidad ante la presencia de una muerte violenta me pareció una suerte de contradicción fantástica.
O quizás era porque los fantasmas no nos habían acompañado hasta el cementerio.
Me di la vuelta para escudriñar aquella oscura necrópolis, fijándome en los mausoleos y criptas en ruinas. Si bien la mayoría de los cementerios ofrecían consuelo e invitaban a la meditación profunda y a la reflexión, Oak Grove despertaba los pensamientos más oscuros.
Mi padre me dijo una vez que un lugar no necesitaba estar acechado por fantasmas para ser terrible. Le creí porque él sabía muchas cosas. A lo largo de mi infancia, me transmitió gran parte de sus conocimientos, aunque también me ocultó información. Sabía que era por mi propio bien, pero esos secretos abrieron una brecha en nuestra relación. Aquel día en que, por primera vez, vi un fantasma, nuestra relación cambió para siempre. Mi padre se volvió más reservado y se encerró en su mundo particular. Pero también se tornó más protector conmigo. Se convirtió en mi punto de referencia, en mi apoyo, pues era el único que comprendía mi aislamiento.
Tras el primer encuentro, nunca volví a ver a aquel extraño desconocido de cabello blanco, pero hubo muchos otros. Con los años me crucé con legiones de hermosos fantasmas: jóvenes, ancianos, negros, blancos; todos se escurrían por el velo durante el crepúsculo, como si estuviera asistiendo a un desfile conmemorativo de la historia del sur, lo cual me maravillaba y aterrorizaba al mismo tiempo.
Después de un tiempo, esos pasajeros fantasmales pasaron a formar parte de mi vida, y aprendí a armarme de valor y soportar su aliento frío en la nuca y su tacto gélido entre mi cabello y en mis brazos.
Mi padre hizo lo correcto al instruirme y exigirme cierta disciplina, pero aceptar la situación no bastó para que dejara de hacerme preguntas.
Todavía no entendía por qué precisamente él y yo podíamos ver fantasmas y, en cambio, mi madre no era capaz.
—Es la cruz con la que nos ha tocado cargar —me contestó un día. Recuerdo que tenía la mirada fija en una tumba cubierta de malas hierbas.
Aquella respuesta no me servía.
—¿Mi verdadera madre puede verlos?
Mi padre no levantó la vista.
—La mujer que te ha criado es tu verdadera madre.
—Ya sabes a qué me refiero.
A mis padres no les gustaba hablar de mi adopción, ni siquiera tiempo después de habérmelo contado. Tenía montones de preguntas al respecto, pero al final aprendí a guardármelas para mí.
Él ignoró por completo mi comentario, así que cambié de tema.
—¿Por qué quieren tocarnos?
—Ya te lo he dicho. Ansían nuestro calor.
—Pero ¿por qué? —De forma distraída, arranqué un diente de león y soplé todas sus semillas—. ¿Por qué, padre?
—Considéralos como vampiros —dijo al fin tras soltar un suspiro de agotamiento—. No nos chupan la sangre, pero, para vivir, se nutren de nuestro calor, de nuestra vitalidad, a veces incluso de nuestra voluntad. A su paso dejan cuerpos con vida pero sin energía.
Me quedé pensando en la única palabra que, en aquel momento, me pareció coherente y lógica, aunque sabía que mi padre la había utilizado de forma metafórica.
—Pero, padre, los vampiros no existen.
—Puede que no —murmuró, y al girarse sobre sus talones me miró distante, perturbado. Me estremecí—. Pero a mi edad he visto cosas…, sacrilegios atroces…
Mi grito ahogado le despertó de su oscuro ensimismamiento y me cogió de la mano.
—No te preocupes, cariño. No tienes nada que temer, siempre y cuando sigas las normas.
Su consuelo no surtió efecto alguno. Sus palabras me habían asustado muchísimo.
—¿Lo prometes?
Mi padre asintió, pero su rostro, lleno de preocupación, escondía secretos…
A lo largo de los años he seguido sus normas al pie de la letra. Nunca perdía el control de mis emociones, y supongo que por eso la respuesta que le di a John Devlin me pareció inquietante.
Estaba tan absorta en mis pensamientos que ni siquiera le oí acercarse, y mucho menos llamarme por mi nombre. En cuanto me rozó el hombro para llamar mi atención, se me erizó el vello de la nuca, como si me hubiera electrocutado. Me aparté sin pensar.
Mi reacción le dejó atónito.
—Lo siento. No quería asustarla.
—No, está bien. Es solo…
—¿Este lugar? Sí, es bastante espeluznante. Aunque pensé que estaría acostumbrada.
—No todos los cementerios son así —rebatí—. La inmensa mayoría son lugares hermosos.
—Si usted lo dice…
Había algo en su tono que me recordó a los fantasmas que le acechaban. Sentía curiosidad por averiguar quiénes eran y qué habían significado para él. Seguía mirándome extrañado. Por alguna razón, antes no me había percatado de lo alto que era. Ahora, me parecía una torre.
—¿Está segura de que se encuentra bien? —insistió.
—Supongo que sigo un poco nerviosa por lo de antes. Y ahora, esto —dije refiriéndome al cadáver, pero sin apartar la mirada del detective.
Lo que menos me apetecía era volver a ver aquel cadáver. No quería ponerle cara a un fantasma inquieto y codicioso que quizás un día pudiera encontrarme merodeando por el velo.
—Mi vida es muy insípida —dije sin ironía—. No todos los días veo la escena de un crimen, la verdad.
—En este mundo hay muchas cosas a las que debemos temer, pero un cadáver no es una de ellas.
Sabía de lo que hablaba. La voz de Devlin me invitaba a imaginarme lugares oscuros, y eso me ponía la piel de gallina.
—Estoy segura de que tiene razón —murmuré. Eché un fugaz vistazo a mi alrededor, buscando entre la niebla. Quería comprobar si, después de todo, los fantasmas habían logrado colarse en el cementerio. Eso explicaría el magnetismo artificial que parecía envolverlo, así como la sensación de premonición que notaba cuando estaba cerca de él.
Pero no. No había nada ni nadie detrás de él. Tan solo oscuridad.
Era ese lugar.
Sentía que ese halo de energía negativa intentaba aferrarse a mí, como las raíces del helecho al colarse entre las grietas y fisuras de los mausoleos, o la enredadera al deslizarse alrededor del tronco de los árboles, estrangulando lentamente los espléndidos robles, a los que el cementerio debía su nombre. Me preguntaba si Devlin también percibía esa energía.
Ladeó la cabeza y la luz de la luna le iluminó el rostro, suavizando sus rasgos demacrados. Una vez más, alcancé a ver al hombre que una vez había sido. Vislumbré el brillo de la niebla sobre su cabello y en las puntas de las pestañas. Tenía los pómulos muy marcados, y las cejas, perfectamente simétricas, encajaban con la prominente curva de la nariz. Su mirada era oscura, pero no había tenido la oportunidad de verle con suficiente luz para saber el verdadero color de sus ojos.
Era atractivo, carismático y amaba su trabajo, lo cual me intrigaba y me perturbaba al mismo tiempo. Cada vez que me quedaba mirándolo, la tercera regla de mi padre resonaba en mi cabeza: «Aléjate de todos los acechados».
Respiré hondo e intenté deshacerme de ese extraño hechizo.
—¿Ha descubierto algo sobre la víctima?
Mi voz sonó dubitativa. Me pregunté si Devlin se habría percatado de mi inquietud. Seguramente estaba acostumbrado a que la gente se sintiera algo incómoda en su presencia. Después de todo, era policía. Un policía con un pasado muy complicado, o eso empezaba a sospechar.
—Seguimos sin identificarla, si es eso lo que quiere saber.
Así que la víctima era una mujer.
—¿Han averiguado cómo murió?
Hizo una pausa y miró hacia otro lado antes de contestar.
—No podemos asegurarlo hasta conocer los resultados de la autopsia.
Era como no decir nada. Y, además, no fue capaz de mirarme a los ojos. ¿Qué me ocultaba? ¿Qué cosas horribles le habían hecho a aquella pobre mujer?
Y entonces pensé en todas las horas que me había pasado trabajando sola en aquel cementerio. ¿Y si había coincidido algún día con el asesino?
Como si me hubiera leído los pensamientos, Devlin dijo:
—Lo único que puedo decirle es que no la asesinaron aquí. Alguien trasladó el cadáver hasta el cementerio a propósito.
¿Y eso se suponía que iba a consolarme?
—¿Por qué aquí?
Devlin encogió los hombros.
—Es un buen lugar para hacerlo. Lleva abandonado un montón de años y la tierra que cubre las viejas tumbas es blanda y fácil de cavar. Coloque un puñado de hojas secas y escombros por encima y, créame, ningún observador casual se dará cuenta de que se ha cavado un hoyo.
—Pero llovió.
Me miró fijamente.
—Exacto, empezó a llover y entonces apareció usted. Aunque el agua no se hubiera llevado la tierra, lo más probable es que usted, cuando se dispusiera a restaurar la tumba, viera que alguien había estado cavando.
Aunque sonara un poco cobarde, en ese momento me alegré de que las cosas no hubieran sucedido tal como decía.
—¿Quién encontró el cadáver?
—Un par de estudiantes saltaron la valla para celebrar una pequeña fiesta privada. Los sorprendió ver una cabeza al descubierto; enseguida informaron a la seguridad del campus. La doctora Ashby avisó a la policía de Charleston; de inmediato, nos reunimos con ella, aquí, para poder entrar. —Noté un ligero cambio en su voz—. Mencionó que usted también tenía una llave.
Asentí.
—Me dejó una copia cuando firmé el contrato.
—No habrá prestado esa llave a alguien, ¿verdad? Quizá la haya perdido, o algo parecido.
—No, por supuesto que no —respondí de inmediato, alarmada—. ¿No estará insinuando que el asesino utilizó mi copia para entrar, verdad?
—Tan solo le estoy formulando las mismas preguntas que a Camille Ashby. Por lo visto, no forzaron la cerradura, así que lo más lógico es pensar que el asesino utilizó una llave.
—Quizá no entrara por la puerta. Pudo haber saltado la verja, como los estudiantes.
Devlin echó un vistazo a su alrededor.
—Los muros que rodean el cementerio miden casi cuatro metros de altura y están cubiertos de enredaderas y zarzas. Una cosa es trepar con una botella de whisky o varias latas de cerveza en la mano, y otra muy distinta izar un cuerpo hasta aquí. No es tan fácil.
—Puede que le ayudaran.
—Esperemos que no fuera así —dijo. En sus palabras percibí algo oscuro y escalofriante.
Me pregunté qué le estaría pasando por la cabeza en ese preciso instante. Me parecía un tipo concienzudo, tan meticuloso y obsesionado con su trabajo que le veía capaz de cualquier cosa para dar con las respuestas que buscaba.
Eso me llevó a pensar de nuevo en los fantasmas…
¿Seguían ligados a este mundo por él?
Tras varios años de experiencia, y a pesar de todo lo que mi padre me había contado en relación con la naturaleza parasitaria de los espíritus, había llegado a la conclusión de que algunos se negaban a marcharse porque tenían asuntos pendientes, aún sin resolver, ya fueran propios o ajenos. Eso no quería decir que fueran menos peligrosos para mí. Al contrario, esos fantasmas eran los que más me inquietaban, porque a menudo se mostraban desesperados y confundidos y, en ocasiones, furiosos.
Nos quedamos en silencio. La niebla pareció acallar las voces de los agentes de policía que seguían enfrascados en su desagradable tarea.
Le pregunté a Devlin cuánto tiempo me tendría que quedar allí, pero cada dos por tres aparecía un policía con una retahíla de dudas y preguntas. Devlin les contestaba entre susurros, así que no pude oír de qué se trataba. No quería que pensara que estaba intentando escuchar a escondidas, por lo que me aparté un poco y esperé en silencio.
Nadie me prestaba atención, así que, tras un buen rato, decidí que, si me marchaba, nadie se daría cuenta.
La idea era tentadora, y mucho. No había nada que deseara más que estar en casa, sana y salva, en mi santuario privado, pero resistí el impulso. No podía marcharme después de haberle dado mi palabra a Devlin. Era una chica del sur, criada por una madre del sur. El deber y la obligación eran dos valores que tenía muy interiorizados. Ayudar a los demás siempre me hacía sentir bien.
Al igual que mi padre, mi madre me había inculcado una serie de normas que esperaba que yo siguiera al pie de la letra toda mi vida. Las reglas más superficiales las había desechado hacía tiempo; ya no me planchaba las sábanas y no siempre utilizaba mantel cuando cenaba sola. Pero volviendo al tema de mi palabra…, solo faltaría a ella si me amenazaran de muerte.
El aire se revolvió y, de inmediato, se me puso la piel de gallina. Intuí que Devlin se había acercado a mí por la espalda, pero esta vez me adelanté y me di la vuelta antes de que me tocara.
—El forense ya ha terminado su trabajo —anunció—. No tardarán en trasladar el cadáver. Después, podrá marcharse. No podremos avanzar en la investigación hasta mañana por la mañana.
—Gracias.
—Ya le diré a qué dirección tiene que enviar la factura.
—Eso no me preocupa.
—¿Por qué no? Esta noche se ha ganado el sueldo. Una cosa. Cuando se corra el rumor de lo que ha sucedido, los periodistas se agolparán alrededor de la universidad para obtener una declaración. Si se menciona su nombre, como especialista, claro está, es muy probable que quieran ponerse en contacto con usted. Le agradecería que no facilitara ningún dato sin antes consultármelo.
—Por supuesto.
No tenía intención alguna de hablar con la prensa sobre aquel macabro descubrimiento en el cementerio de Oak Grove. Lo único que deseaba era irme a casa, meterme en la cama y poner punto final a ese día.
Sin embargo, el destino no quiso que la noche acabara bien. Todo mi mundo estaba a punto de cambiar para siempre.
Incluidas las normas de mi padre.