Cuando por fin me fui del cementerio, había multitud de agentes pululando por allí. Los técnicos expertos en escenas de crimen habían descendido hasta aquel lugar y un pequeño ejército de policías estaba peinando los túneles. Asumí que Devlin estaría ocupado varias horas, así que me quedé de piedra cuando se presentó en mi casa esa misma noche.
Había tenido tiempo para ducharme y prepararme una cena ligera, aunque apenas pude comer más que una ensalada. Después de haber estado en aquella sala de los horrores, mucho me temía que pasarían días, si no semanas, hasta que pudiera dormir toda una noche de un tirón.
Devlin trajo un portátil para que revisáramos las fotografías de Oak Grove juntos. Intuí que había llegado a la misma conclusión que yo: Hannah Fischer había estado en aquella habitación, viva o muerta, mientras yo merodeaba por el cementerio tomando fotografías de las lápidas. El robo de mi maletín confirmaba mis sospechas. El asesino creía que había captado algo en esas instantáneas que podía incriminarlo.
Pero ¿cómo había sabido que esas fotografías estaban en mi maletín? Tenía que haberlas visto, sin duda.
El día en que se descubrió el cadáver había pasado toda la tarde en Emerson, en la biblioteca principal, situada en el primer piso, y en la zona de los archivos, en el sótano. No había prestado atención al maletín durante horas. Había estado enfrascada buscando entre cajas de archivos y bases de datos informatizadas. Si el maletín estaba abierto, cualquiera que hubiera pasado por ahí podría haber visto las imágenes, lo que significaría que, en algún momento del día, el asesino había estado muy cerca de mí. Quizá nos topamos en el pasillo o intercambiamos un saludo. Después de lo que habíamos encontrado, la idea de habérmelo cruzado me revolvió las tripas.
Antes de que Devlin llegara, había elaborado un gráfico con toda la información sobre las tumbas de cada víctima, empezando por la de Hannah Fischer.
Junto a un diseño floral, la lápida presentaba una pluma y un epitafio:
Sobre su tumba silenciosa,
las estrellas de medianoche quieren llorar.
Sin vida, pero entre sueños,
a esta niña no pudimos salvar.
La piedra sepulcral de la tumba donde se habían encontrado restos sin identificar mostraba una rosa en plena floración, una efigie alada y una inscripción:
Qué pronto se marchita esta hermosa rosa.
Liberada de congoja,
aquí yace, y eternamente reposa.
Como el cadáver de Afton Delacourt había aparecido sobre el suelo del mausoleo, en lugar de enterrado, no contenía arte mortuorio ni epitafio, así que no pude compararlos. Pero pensé en la decoración y la inscripción que encontré en la cripta que nos condujo hasta la estancia secreta. Quizá fuera una pista fundamental. La cadena rota se desviaba del motivo del alma en vuelo de las otras dos lápidas, pero el verso me intrigaba:
El día se rompe…
Las sombras huyen…
Los grilletes se abren…
Y viene el sueño bendito.
Eché un segundo vistazo a aquel esquema y subrayé «pluma», «efigie alada», «cadena rota» y «grilletes». Noté una oleada de entusiasmo. Quizá Tom Gerrity tuviera razón. La respuesta estaba ahí, ante mis ojos. Tan solo tenía que interpretar el mensaje del asesino.
No sabía de cuánto tiempo disponíamos antes de que matara a su próxima víctima.
—¿Qué pasa? —preguntó Devlin.
Estaba tan absorta en mis pensamientos que me sobresalté. Casi había olvidado que estaba allí, lo cual me sorprendió todavía más.
—No dejo de darle vueltas a los epitafios y los símbolos. Creo que Tom Gerrity podría haber dado en el clavo. Ahí hay un mensaje escondido, pero no logro descifrarlo —expliqué, y tras una pausa, añadí—: ¿Ha encontrado algo?
—Por desgracia, no —respondió. Sonaba tan frustrado como yo.
—¿Sabe qué es lo que más me inquieta? Me pregunto cómo diablos el asesino conocía la existencia de esos túneles.
—Ya se lo he dicho antes, viejos registros, escrituras…, por casualidad —repitió—. Le diré lo que más me inquieta a mí: cómo estaba encadenado el esqueleto.
—¿Porque rompe el patrón?
—Sí, por eso.
—¿Cuándo tendrá noticias de Ethan?
—Pronto. Es un asunto de máxima prioridad. Al menos él puede comparar cualquier anomalía o detalle que encuentre en ese esqueleto con los restos que desenterramos de la tumba.
Nos quedamos en silencio mientras contemplábamos las imágenes de Oak Grove.
Entonces me vino a la cabeza otro tema que quería consultar con él.
—¿Recuerda que le mencioné que vi a Daniel Meakin en la sala de archivos de Emerson? Le pregunté si cabía la posibilidad de que se hubieran perdido los registros que almacenaba una vieja iglesia que, hace muchos años, estaba dentro de los dominios de Oak Grove. Me contestó que tanto durante como después de la guerra civil se destruyeron un montón de registros, pero recalcó que algunos se podían haber extraviado o que tal vez los habían puesto en el lugar equivocado, pues aquella sala era un desastre. Y en eso le doy toda la razón. Alguien podría haberse llevado cualquier documento o libro que hablara de esos túneles, y nadie lo habría echado en falta.
—¿Le dijo si había algo más en la propiedad, aparte de una iglesia?
—No. Y hablamos sobre ello. Me aseguró que tiene algunos libros antiguos en su despacho que contienen referencias a Oak Grove. Iba a buscar información para mí, pero no le he vuelto a ver desde ese día.
Devlin asintió.
—Iré a verle.
—Es una buena idea. Él es la única persona que puede saber qué había ahí antes de la iglesia —murmuré. Y entonces se me ocurrió algo—. Tal vez esto no tenga que ver con nada, pero Temple me dijo que, en cierta ocasión, Me-akin intentó suicidarse.
Devlin levantó la vista.
—Sé que son habladurías pero, por lo visto, Temple le vio una cicatriz muy desagradable en la muñeca. Fíjese, siempre intenta hacerlo todo con la mano izquierda. Lo podrá comprobar con sus propios ojos cuando vaya a verle. Suele entrelazar las manos, como si intentara ocultar la cicatriz que le recuerda lo que intentó hacer.
—Siempre ha sido un tipo un poco raro —apuntó Devlin.
Ladeé la cabeza, sorprendida.
—¿Le conoce? Cuando me dijo que sabía quién era, asumí que estaba familiarizado con su trabajo, nada más.
—Iba un curso por delante del mío.
—¿Un curso? ¿En Emerson? ¿Usted estudió en Emerson?
Al percibir cierto tono acusatorio en mi voz, frunció el ceño.
—¿Algún problema?
—No…, no lo es, pero… ¿Por qué no lo ha mencionado antes?
Encogió los hombros.
—No hablo de mi vida privada, a menos que sea relevante.
Clavé la mirada en mi esquema y me pregunté si consideraría mi próxima pregunta relevante o molesta.
—¿Conoció a su esposa en la universidad?
A punto estuve de llamarla Mariama, pero reaccioné en el último momento. Devlin nunca la llamaba por su nombre, lo cual también era extraño.
Vaciló, pero al fin respondió.
—Sí.
—¿Conocía al doctor Shaw?
—Todo el campus conocía a Shaw. Era un tipo enigmático, por no decir otra cosa.
—¿Alguna vez acudió a una de sus sesiones de espiritismo?
—No se me ocurre una mayor pérdida de tiempo.
Demasiado desdén para alguien a quien le acechaban sus fantasmas.
—¿Conoció a algún zarpa?
De repente, bajó la pantalla de su portátil.
—Es evidente que esta noche hace muchas preguntas.
—Lo siento.
—Me atrevería a decir que se siente como pez en el agua haciendo de detective.
No tenía claro que lo dijera como un cumplido, pero preferí tomármelo como tal.
—En cierto modo, su trabajo no es tan distinto del mío. Y me gustan los misterios. Por eso me intriga tanto la Orden del Ataúd y la Zarpa. ¿Se ha fijado en que nadie quiere hablar de sus miembros?
Soltó un sonido evasivo que no pude interpretar.
Le miré por el rabillo del ojo y decidí proseguir.
—Antes me ha dicho que gente de las altas esferas ha empezado a mover ciertos hilos. ¿Cree que están relacionados con la orden? Cuentan con grandes influencias que han cultivado durante generaciones y, por lo visto, nadie está dispuesto a desafiarlos. ¿Están cerrando filas para proteger a alguno de sus miembros?
Devlin se frotó la frente con la mano. Parecía agotado y estaba pálido, aunque apenas unos segundos antes parecía relajado.
—No lo sé. He visto señales de manipulación, pero no sé de dónde proceden.
—No pueden tapar lo que está ocurriendo, ¿verdad?
—No. No después de lo que hemos encontrado hoy, pero pueden controlar la situación si contratan a sus propios investigadores.
—Pero es su caso.
—Tiene razón, y no estoy dispuesto a rendirme sin luchar.
Su mirada me asustó un poco.
—¿Qué pueden hacerle si no coopera?
—Nada —respondió—. No pueden tocarme.
Con aquella respuesta tan confiada todavía zumbándome en la cabeza, me levanté y fui a la cocina a preparar té. Me tomé mi tiempo para hervir el agua y servir las tazas porque quería aprovechar la oportunidad para reflexionar sobre nuestra charla. Había descubierto cosas importantes sobre Devlin. Averiguar que había estudiado en Emerson me resultaba muy interesante, y todavía me parecía curioso que no lo hubiera mencionado alguna de las muchas veces que habíamos hablado sobre el asesinato de Afton Delacourt. Aunque a lo mejor tan solo era un hombre discreto respecto a su vida personal.
Llevé las tazas de té al despacho y me encontré a Devlin tumbado sobre el diván. Se había dormido.
Me senté frente al escritorio y volví a abrir la carpeta de imágenes, pero cuanto más tiempo observaba los ya familiares símbolos y epitafios, menos me entusiasmaba la tarea. Empezaba a sentirme cansada. Apenas tenía fuerzas en las rodillas y notaba un vacío incómodo en el estómago. Los mismos síntomas que había sufrido la última vez que Devlin se había quedado dormido en mi despacho.
Esta vez decidí no acercarme para no perturbar su sueño. Le dejaría descansar. Cuando se despertara, ya decidiríamos si seguir con la tarea o dejarlo ahí por esa noche. Y punto.
No pensaba acercarme a él.
Y, por supuesto, acabé acercándome a él, porque era incapaz de mantenerme lejos. Me quedé de pie, a su lado, esperando la sacudida, aguardando aquella presión en el pecho que me impediría respirar. Sin embargo, cuando sucedió, me pilló desprevenida. Me desplomé y me caí sobre el diván, justo a su lado.
Devlin abrió los ojos de inmediato. Me observó detenidamente, pero presentía que, en realidad, no me veía. Quizá no se había despertado del todo.
En su mirada distinguí un brillo que se apagó tras un parpadeo, pero habría jurado ver una tristeza insoportable. Me acordé de las pesadillas de las que habíamos charlado esa misma tarde.
«Y después me despierto y recuerdo que es real».
Se incorporó y miró a su alrededor.
—¿Qué ha pasado?
—Nada. Estábamos revisando las imágenes de Oak Grove y se ha quedado frito.
Se recostó sobre el respaldo del diván y se frotó los ojos.
—¿Qué tiene este lugar? —murmuró.
—No es este lugar. Es usted —dije—. Ha tenido un día muy largo. Y yo también. Lo cierto es que me siento agotada.
Arrugó la frente.
—¿Cuánto tiempo he dormido?
—Media hora. Cuarenta y cinco minutos a lo sumo.
Entonces pensé que quizá se estaría preguntando qué hacía sentada a su lado. Así que, rápidamente, cogí la manta que tenía en el respaldo.
—Supuse que tendría frío.
Le tapé con ella. Él me cogió de la mano. Sabía que debía apartarla. El intercambio de energía que se producía entre nosotros me mareaba, pero no me moví.
—Tengo la sensación de haber dormido durante horas.
Sin dejar de mirarme, acomodó la cabeza en el respaldo. Se produjo un silencio bastante incómodo y contemplé la posibilidad de levantarme y regresar al escritorio, pero seguía teniendo mi mano atrapada en la suya. Si la quitaba, se produciría una situación muy embarazosa, y no quería eso.
—¿Por quién lleva su nombre? —preguntó de forma inesperada.
Le miré atónita.
—Por nadie que yo sepa.
—¿No hay una historia detrás de su nombre?
—¿Debería de haberla?
—Pensé que era un nombre de la familia, aunque le va como anillo al dedo. Es un poco anticuado.
No me gustó que me dijera eso.
—No hay nada de anticuado en mi nombre ni en mí.
Distinguí un destello pícaro en su mirada.
—No pretendía insultarla. Yo también soy un anticuado. Así es como nos criamos aquí, en el sur. Aferrados a las tradiciones, a las expectativas. Y a todas esas malditas normas.
—Sé de normas —dije—, no se imagina cuánto.
Me soltó la muñeca y entrelazó los dedos con los míos. No podía creer lo que estaba ocurriendo. Estaba temblando y no quería que se percatara.
—No debería estar aquí —dijo con un suspiro. Después levantó nuestras manos y las estudió, como si tratara de adivinar algún mensaje escondido entre nuestros dedos.
—¿Por qué no?
Sabía perfectamente por qué Devlin no debía estar ahí, pero me moría por oírlo de su boca.
—No soy una chica tan anticuada como para no poder estar a solas con un hombre en mi propia casa.
—No me refiero a eso. Lo que quiero decir es que… no debería estar aquí. Con usted —repitió, poniendo un sutil énfasis en el pronombre—. Usted me da miedo.
—¿Yo?
Se quedó muy quieto.
—A veces me hace olvidar.
El corazón me latía con tal intensidad que pensé que, en cualquier momento, me explotaría el pecho.
—No sé. Llevo tanto tiempo conteniéndome… que no sé si estoy preparado para dejarme llevar.
—Entonces no debería hacerlo.
Y entonces pronunció mi nombre. Solo eso. Amelia. Pero lo dijo con ese acento sureño de los aristócratas de Charleston, arrastrando las sílabas con un ritmo elegante e imperioso, con un deje de decadencia e indulgencia que escondía los secretos que se pudrían en las sombras más oscuras del sur.
Me sujetó la cara con ambas manos y me atrajo hacia él sin dejar de mirarme a los ojos. Pensé que iba a besarme, así que me anticipé y cerré los ojos. Pero, en lugar de eso, me rozó con suavidad el labio inferior con el pulgar, tal y como me había imaginado en el restaurante. No fue un beso, ni siquiera una caricia, pero había sido el gesto más sensual que me habían regalado en toda mi vida. Era como si me hubiera leído la mente, como si hubiera adivinado mis deseos más profundos.
Me rodeó con sus brazos y nos quedamos tumbados en silencio. Y volvió a dormirse. Notaba su latido constante bajo la mano. A medida que pasaba el tiempo, me sentía más débil, pero, aun así, no me moví.
Preferí quedarme entre sus brazos, hasta que el aroma a jazmín se hizo insoportable.
Entonces me levanté y me acerqué a la ventana para buscarla. Shani estaba en el columpio, balanceándose muy despacio. La brisa le alborotaba el cabello.
Esta vez no había venido sola. Distinguí a Mariama entre las sombras, vigilándome.
Oí a Devlin marcharse justo antes del amanecer. Me había acostado vestida, así que aparté las sábanas y corrí hacia la ventana para verle marchar. En cuanto abrió la puerta del jardín, Mariama y Shani aparecieron a su lado. Le acompañaron por la acera hasta el coche.
Justo cuando cruzaban la calle, el fantasma de Mariama se giró. Me aparté del cristal, pero era evidente que sabía que yo estaba allí, observándolos. Y, al igual que el fantasma de Shani, quería asegurarse de que yo supiera que ella lo sabía.
No volví a mirar por la ventana, pero no me hizo falta para saber que Devlin se había ido. Cuanta más distancia nos separaba, más fuerte me sentía. Por lo visto, aquella casa, aquel santuario sagrado, podía protegerme de los fantasmas, pero no de él.