Capítulo 27

El esqueleto estaba atado por las muñecas, y no por los pies, tal y como Devlin había descrito antes. Intuí que era un detalle importante, pero en aquel momento estaba demasiado impactada para poder elaborar una teoría.

Tras la cortina de telarañas no se veía mucho más: algún jirón de ropa, mechones de pelo que tapaban parte de la calavera.

—A primera vista, diría que lleva aquí muchos años —murmuró Devlin, sin dejar de iluminar el cadáver—. Me sorprende que no esté más deteriorado. Es probable que conserve más ligamentos y tejidos, pero desde aquí es imposible verlos. —Olisqueó el aire—. No huele a nada —concluyó. Después se sacó el teléfono móvil y, tras mirar la pantalla, dijo—: Tampoco hay cobertura. Necesitaremos a un equipo forense aquí abajo. Y la ayuda de Shaw.

Aunque lo había dicho susurrando, su voz resonó de una forma siniestra en aquel lugar.

Llevaba un buen rato en silencio porque no me fiaba de mis impulsos. Temía que, si abría la boca, me pondría a chillar como una demente.

Devlin recorrió de nuevo toda la estancia con la linterna.

—Lo que me gustaría averiguar es adónde han ido todas esas moscas.

Ni se me había ocurrido pensar en eso. Le miré horrorizada.

—No creerá que hay otro cadáver aquí abajo, ¿verdad? ¿O alguien todavía con vida? Alguien…

Alguien que está sufriendo una muerte lenta y dolorosa.

Una semana antes, habría sido incapaz de concebir tal atrocidad. En ese momento, sin dejar de observar aquel agujero en la pared, aquella puerta oscura y amenazadora, comprendí que sí que era posible.

—Entraré dentro para comprobarlo —murmuró Devlin. Creí percibir un punto de temor en su voz.

—¿Y tiene que ser justo ahora? —pregunté. No quería ni imaginarme lo que se escondía tras esa abertura.

—Si existe la posibilidad, por muy remota que sea, de que haya alguien ahí, sí: tiene que ser ahora.

—Pero… ¿no deberíamos esperar al menos a que lleguen los refuerzos? Usted mismo ha dicho que no tardarán en llegar.

—Quizá sea demasiado tarde. A veces un minuto lo cambia todo —bisbiseó. La serenidad con la que hablaba me hizo pensar en su esposa y en su hija, atrapadas en aquel coche—. Tengo que averiguar qué hay ahí dentro —dijo al fin. Parecía decidido, así que no merecía la pena tratar de convencerle de lo contrario.

—Entonces voy con usted —resolví, aunque en realidad lo hacía por miedo, no por altruismo. No quería quedarme atrás, a oscuras en la sala de los horrores. Prefería arriesgarme a ver qué se escondía detrás de esa pared. Con Devlin.

Daba igual si él no estaba de acuerdo. Pero, al revisar las cadenas, asintió con la cabeza.

—Creo que será lo mejor.

Iluminó el agujero y se introdujo arrastrándose por el suelo. Y yo fui tras él.

El espacio que había al otro lado era bastante grande, así que nos pusimos de pie. Las paredes también eran de ladrillo y estaban cubiertas de limo resbaladizo. Cuando Devlin dirigió la linterna hacia delante, distinguí un túnel infinito.

El pasadizo era tan estrecho que tuvimos que avanzar en fila india. Eché la vista atrás y solo vislumbré una negrura casi opaca.

—He estado pensando en la logística de todo esto —murmuré mientras caminaba por aquel extraño corredor—. La madre de Hannah aseguró que la última vez que vio a su hija con vida fue el jueves pasado. Asumamos que el asesino enterró el cadáver después de que me marchara del cementerio, a las cuatro de la tarde del viernes. A la medianoche de ese mismo día se desató la tormenta. Eso implicaría que la pobre chica habría estado aquí abajo mientras yo me dedicaba a fotografiar lápidas. Incluso podría haber caminado por aquí cuando la colgó de esas cadenas. Si hubiera oído algo… o si hubiera visto algo, podría haber alertado a la policía…

Devlin me miró de reojo, con expresión adusta y sombría.

—Pare. No habría podido hacer nada.

—Lo sé, pero no puedo dejar de darle vueltas.

—La vida siempre nos coloca en situaciones difíciles —dijo—. Pero no tiene que castigarse por algo que escapa a su control.

Me habría gustado saber si Devlin seguía su propio consejo, o si todavía jugaba a ese terrible juego del «¿y si?» en mitad de la noche, cuando no lograba conciliar el sueño y sus fantasmas le acechaban.

Nos quedamos en silencio y seguimos nuestra marcha por el túnel. Me dio la impresión de que descendíamos, pero no estaba del todo segura. El pasadizo era angosto, casi claustrofóbico; la oscuridad, completa. Eso nos desorientaba.

Y en todos lados sentía las telarañas. No habría sabido calcular cuántas arañas se habían necesitado para tejer todas esas fibras.

—Las noto correteando por el pelo —dije, y me estremecí.

—¿Qué?

—Arañas. Están por todas partes. Debe de haber miles. Millones…

—No piense en eso.

—No puedo evitarlo. Tengo fobia a las arañas. Cuando tenía diez años, me mordió una viuda negra.

—Pues a mí me mordió una serpiente cabeza de cobre cuando cumplí los doce.

—De acuerdo, usted gana —acepté. Me pasé los dedos por el pelo para librarme de esos molestos visitantes.

—No sabía que era una competición —bromeó Devlin—. ¿Quiere que comparemos las cicatrices?

Le agradecí el intento de subirme el ánimo.

—¿Dónde estaba cuando le mordió la serpiente?

—Mi abuelo tiene una cabaña en las montañas. Cuando era niño solía pasar allí una semana cada verano. Tenía una vieja bicicleta que utilizaba para moverme por los caminos de montaña. Recuerdo que estaba anocheciendo y que la serpiente estaba en mitad del camino, pero no la esquivé a tiempo y la atropellé. Quedó enroscada en los radios de mi bici; cuando intenté apartarla con el pie, me atacó. Me mordió en la espinilla y atravesó los vaqueros.

—¿Fue grave?

—No fue para tanto. Mi abuelo guardaba un antisuero en la cabaña. Me puso una inyección y me dio antibióticos para curar la infección.

Iba a preguntarle si su abuelo era médico, pero me acordé de que Ethan había dicho que Devlin venía de una familia de abogados. De hecho, le consideraban la oveja negra por haberse negado a continuar con el legado familiar.

—¿No fue al hospital?

—No. Según mi abuelo, un poco de sufrimiento fortalece el carácter. Estuve enfermo durante un par de días, pero ya está. Su viuda negra debió de ser mucho peor.

—No es una competición.

—Exacto. ¿Dónde le mordió?

—En la mano. Moví una lápida antigua y perturbé la paz de su hogar y la de sus bebés. Fue culpa mía.

—Ha pasado mucho tiempo de su vida de cementerio en cementerio, ¿verdad?

—Es mi trabajo.

—¿Incluso cuando era una niña?

—Más o menos. Mi padre trabajaba como conserje de varios cementerios. Se ocupaba de unos cuantos, pero mi favorito era el que estaba al lado de casa. Rosehill. ¿Ha oído hablar de él? Está rodeado por docenas y docenas de rosales. Algunos tienen más de cien años. En verano, el aroma es celestial. Me encantaba jugar allí cuando era una niña.

—¿Jugaba en un cementerio?

—¿Por qué no? Era un lugar tranquilo y hermoso. Un reino perfecto.

—Es usted una mujer muy peculiar, Amelia.

—Creí que era pragmática.

—Peculiar, asombrosa y pragmática.

Se me aceleró el pulso. Me gustó su descripción, aunque, por lo visto, carecía de carácter. Por algún motivo que todavía desconozco, me hizo pensar en Rhapsody. Peculiar, asombrosa y pragmática. Una niña capaz de jugar al fútbol y de elaborar hechizos.

La luz de la linterna no desvelaba nada nuevo, sino más paredes de ladrillo y más penumbra. Tan solo llevábamos unos minutos caminando, pero me daba la sensación de que nos habíamos alejado muchísimo del primer agujero. Quizá ya habían llegado los equipos de refuerzo. Devlin les dijo que estaba atrapada en aquella estancia, pero ¿cómo iban a buscarnos aquí? Habíamos avanzado muchos metros, y dudaba de que pudieran oírnos aunque gritáramos.

De repente, él se detuvo, y a punto estuve de chocar con su espalda.

—¿Qué ocurre?

—Otro agujero.

Enfocó la linterna hacia la parte inferior de la pared que se alzaba a nuestra derecha. Alguien había roto varios ladrillos para abrir un agujero lo bastante grande como para que una persona pudiera deslizarse por él.

Se arrodilló ante el agujero e iluminó el interior.

—¿Es otro túnel?

Mi pregunta rebotó en las paredes varias veces.

—Eso parece —murmuró sin dejar de comprobar el espacio—. Huele a moho y a podrido. Este lugar es muy antiguo.

—¿Para qué cree que se utilizaba? —susurré. Me quedé inmóvil. El aire era frío y húmedo, como el tacto de un fantasma. Me abracé la cintura.

—Debieron de tardar años en cavar estos túneles.

—Es posible que hubiera una vieja plantación antes de que construyeran el cementerio. Este laberinto de pasadizos podría formar parte de un sistema de sótanos. A veces hospedaban a los esclavos bajo tierra.

Habitaciones para esclavos. Eso explicaría la tristeza que emanaba de Oak Grove.

Levanté la cabeza. A esas horas el sol ya habría empezado a ponerse.

—¿No se inundará cada vez que llueva?

—Seguramente por eso hay tanto moho y limo por todas partes.

Miré a mi alrededor, nerviosa.

—¿Cómo cree que encontró este lugar?

—Viejos registros, escrituras. O quizá lo descubrió por accidente, como nosotros.

—¿Asumimos que se trata de un hombre?

—Casi todos los asesinos depredadores son hombres —respondió Devlin.

Se levantó y le señalé la ranura.

—¿Vamos a colarnos por ahí?

—No. No deberíamos salir del túnel original. Siempre podemos dar media vuelta. Continuemos.

Y reanudamos la marcha.

—Este lugar me recuerda a una pesadilla recurrente que tenía cuando era una cría —comenté, siguiéndole los pasos. Procuraba mantener la vista clavada en su espalda para no perder el control—. Era aterradora. Fue tan traumática que cualquier psicólogo llegaría a afirmar que, en algún momento de mi infancia, me había perdido en un túnel o en una cueva. Pero en el lugar donde me crie no había nada parecido a eso.

—Puede que el túnel representara otro tipo de trauma.

—Quizás. En un extremo veía un pequeño punto de luz, y en el otro, penumbra absoluta. Solía empezar a caminar hacia la luz, pero siempre había algo que me obligaba a dar media vuelta y a correr hacia la negrura. Y en mi carrera desesperada me topaba con otro obstáculo que me empujaba a tomar el camino contrario. Y así una y otra vez. Varios pasos hacia la derecha, media vuelta, y otros pasos hacia la izquierda. Era como el juego de tirar de una cuerda, pero en versión macabra.

—¿Estaba sola?

—Sí. Aunque de vez en cuando oía la voz de una mujer. Me hablaba en susurros. Nunca logré entender lo que decía, pero siempre escuchaba y escuchaba, con la esperanza de que me revelara hacia dónde tenía que ir. Y si me quedaba quieta demasiado tiempo, brotaban unas manos de las paredes.

—¿Manos?

Se me puso la piel de gallina.

—Decenas de manos. Pálidas y codiciosas. Sabía que si conseguían cogerme, me arrastrarían hacia un lugar más aterrador que el que me esperaba a cada extremo del túnel. Así que me ponía a caminar. Unos metros hacia la luz. Media vuelta. Unos metros hacia la oscuridad.

—¿Nunca llegó al final?

—Nunca. Me despertaba desorientada, perdida. No tenía ni idea de dónde estaba.

—Suena a una de esas experiencias cercanas a la muerte —dijo Devlin—. Yo no creo en nada de eso, pero la descripción de su sueño se parece bastante a otras historias que he oído. Salvo lo de las manos —añadió—. Eso es nuevo.

—La de las manos era la parte más aterradora.

Alumbró las cuatro paredes del pasadizo.

—¿Ve? No hay manos.

—Gracias.

Me tropecé con la esquina de un ladrillo suelto y me apoyé en su espalda para mantener el equilibrio. Me aparté enseguida.

—¿Alguna vez ha tenido una pesadilla recurrente?

—Sí —musitó. Hizo una pausa antes de continuar—. Y después me despierto y recuerdo que es real.

Nos quedamos en silencio.