Capítulo 26

¿Estaba muerta?

Seguí tendida en el suelo, aturdida, sin aliento y con el sabor metálico de la sangre en mi boca. Todo estaba a oscuras. No podía ver nada.

—¡Amelia!

La voz de Devlin penetró en la nube de polvo. Tras un tremendo esfuerzo, logré incorporarme. Me froté la cabeza para calmar el dolor y comprobé que no me había roto ningún hueso.

—Amelia, ¿puede oírme?

—Sí. ¡Sí! ¡Estoy aquí abajo! —grité—. No veo nada. Está más oscuro que la boca de un lobo.

—¿Se encuentra bien? ¿Está herida?

Sacudí la cabeza para librarme de las malditas telarañas.

—Creo que estoy bien.

Muy lentamente, me puse de pie. Noté un terrible escozor en las palmas de las manos y en las rodillas. Me dolía la cadera derecha, que se me había hinchado, y sentía un pinchazo en la nuca. Y todavía tenía ese sabor metálico en la boca, lo que indicaba que, en algún momento, me había mordido la lengua.

Busqué el teléfono móvil en el bolsillo. Me podía dar algo de luz, pero me lo había dejado en el bolso. Avancé tambaleante entre aquella oscuridad y palpé la pared. Estaba fría, húmeda y un poco viscosa. Aparté la mano con asco.

Cuando por fin se me despejó la mente y recuperé los cinco sentidos, sentí algo de pánico. ¿Qué era aquel lugar? ¿Y cómo diablos iba a salir de allí?

Alcé la cabeza y advertí la luz de la linterna de Devlin. Iluminó la estancia y después me deslumbró.

—¿Está segura de que está bien? —insistió.

—Sí. Creo que no me he roto nada —dije. Inspiré hondo en un intento de calmar los nervios. El aire olía a rancio, como si fuera una cueva húmeda—. ¿Puede sacarme de aquí?

—Sí, pero tendrá que aguantar mientras voy a pedir ayuda. Espere ahí, ¿de acuerdo?

Y en un abrir y cerrar de ojos, la luz se desvaneció.

—¡Espere!

Devlin volvió a asomarse por la ranura de la cripta.

—Tengo que hacer una llamada y avisar a…

—Lo sé. Es que…

—De acuerdo, le daré mi linterna. Prepárese para cogerla.

Me moví para ponerme justo debajo.

—A la de tres. Una…, dos…, tres…

Devlin soltó la linterna, con la luz apuntando hacia el techo. La atrapé sin problemas.

—Vuelvo enseguida —dijo—. No se preocupe.

Tardó una eternidad.

Pero, con la linterna en la mano y la seguridad de que no me había roto nada, me sentí más tranquila. Me di media vuelta y estudié el espacio que me rodeaba alumbrándolo con la luz. Más paredes y suelos de ladrillo. Desde cada rincón, las telarañas recordaban al algodón de azúcar de las ferias.

Alumbré la pared que había justo enfrente de la abertura y advertí unos gigantescos símbolos pintados sobre el ladrillo. Distinguí un ancla, una brújula y un timón roto. Todos formaban parte de la simbología común que ornamentaba los cementerios. Debajo de las imágenes había otra abertura, lo suficientemente grande como para que una persona se colara por ahí. Quizá detrás se escondía un túnel cuyo destino era la ansiada libertad.

Orienté la luz hacia el agujero y vi que algo se escurría por el suelo y desaparecía entre los ladrillos.

Di un brinco y se me aceleró la respiración.

Era una rata, nada más.

Desvié la luz de la abertura e iluminé de nuevo los símbolos. Quién podía saber lo antiguos que eran, o cuándo fue la última vez que alguien los había visto. Era fascinante, aunque lo cierto es que aquel lugar empezaba a asustarme. Además de la rata, en aquel agujero había algo más que me inquietaba. Si conducía a la libertad, también podía llevar a alguien desde fuera hacia allí dentro. Hacia mí. Me sentía una presa fácil.

Sin darme cuenta, me había alejado de la abertura. Me había distraído observando el espacio y, de repente, me quedé inmóvil al toparme con algo que produjo un sonido metálico al caerse al suelo. Me giré e iluminé el objeto con la luz de la linterna. Solté un suspiro de alivio. Alguien había dejado una silla metálica plegable en el centro de la habitación.

Un lugar muy extraño para dejar algo así. Quizá no había pasado tanto tiempo desde la última vez que alguien había estado allí.

¿Qué se vería desde esa silla?

Me coloqué detrás y alumbré la pared de delante. Nada.

Poco a poco, deslicé la luz por la pared y por el techo. Aquel lugar se aguantaba gracias a unas viejas vigas de madera. Justo cuando la luz atravesaba la oscuridad, volví a advertir el brillo de algo metálico.

Seguí estudiando el techo hasta darme cuenta de lo que había: una serie de cadenas y poleas colgaban de un travesaño. En cada extremo pude ver unos grilletes.

«Los grilletes se abren… Y viene el sueño bendito».

—¿Devlin?

No obtuve respuesta.

—¡John!

Oí un sonido y después su voz.

—¿Qué ocurre?

—¿Puede ver esto? —pregunté iluminando las cadenas y las poleas.

—Desde aquí no. ¿Qué hay?

Cogí aire.

—Cadenas con grilletes que cuelgan del techo. Una polea. Y otro artefacto.

Dijo algo, pero no le entendí. No podía dejar de mirar esas cadenas.

—Aquí es donde las traía, ¿verdad? —balbuceé.

Odiaba cuando me temblaba la voz, pero era normal teniendo en cuenta lo que estaba viendo.

—Aquí es donde lo hizo.

Devlin intuyó que estaba al borde del colapso. ¿Y quién no lo estaría?

—Ahora no está aquí —dijo para intentar calmarme—. No hay nadie ahí abajo. Está a salvo.

El corazón me iba a mil. Me era imposible pensar con claridad.

—Tengo que salir de aquí.

—La sacaremos enseguida. Respire hondo e intente calmarse. Es una arqueóloga, ¿recuerda? Su trabajo consiste en esto.

—Ya no.

—Tranquilícese. Todo va a salir bien.

Le obedecí y cogí aire.

—Pero… no me deje aquí, ¿de acuerdo?

—No pienso irme a ningún sitio —respondió—. Ahora mismo, usted es mis ojos. Explíqueme qué más ve.

Sabía que Devlin estaba intentando distraerme, así que le agradecí el esfuerzo y le seguí el juego.

—El suelo y las paredes son de ladrillo. Las vigas, de madera —dije. Me di media vuelta muy despacio y continué—: Hay un agujero en la pared, justo delante de usted. Creo que conduce a un túnel. —Otra salida, otra entrada. Me estremecí—. Alguien ha pintado unos símbolos en las paredes.

—¿Qué tipo de símbolos?

—Arte mortuorio. Creo que se utilizaban en la época del Underground Railroad. También empleaban patrones de colchas o letras de canciones para ocultar mensajes. Un timón roto, por tierra; un ancla, por mar…

—¿Qué más?

—No se imagina lo gruesas que son algunas de estas telarañas.

Desvié la luz hacia una zona aún por explorar.

—Las esquinas están tapadas con una masa de telarañas, pero el centro está más despejado.

La luz atravesó las fibras hasta colarse en los recovecos más oscuros de la habitación. Noté un hormigueo en el brazo. Al iluminarlo vi que una araña del tamaño de mi puño estaba trepando hacia mi hombro.

Estaba asustada y con los nervios a flor de piel, así que solté un grito y la aparté de un manotazo. Me tambaleé y tropecé con la silla. Perdí el equilibrio y se me cayó la linterna. En cuanto tocó el suelo, la luz se apagó.

Contuve la respiración. Estaba sumida en la oscuridad más absoluta. Entonces oí un batacazo detrás de mí y me giré.

—¿Amelia? —me llamó Devlin.

Estaba allí, conmigo. Al oírme gritar había dado un salto de seis metros para caer en la completa oscuridad.

Vaya.

—Estoy aquí.

Quizá fueran cosas de mi imaginación, pero habría jurado que sentí el calor que emanaba de su cuerpo y que me atraía como un imán. Con los brazos extendidos, caminé hacia él. Cuando nos topamos, me cogió de los hombros y acercó su cara a la mía.

—¿Se encuentra bien? ¿Qué ha pasado?

—He visto una araña y me ha entrado el pánico —confesé—. ¿Alguna vez he mencionado que no las soporto?

—Y, sin embargo, ¿le ha parecido buena idea colarse entre un puñado de telarañas?

—En general es un miedo que mantengo bajo control —dije—, pero las arañas peludas hacen que lo pierda.

—Bueno es saberlo.

—De todas formas, gracias por venir a rescatarme. No puedo creer lo que ha hecho.

Se quedó en silencio durante unos instantes.

—Cuando la he oído gritar…

Esa ligera vacilación en su voz me aceleró el pulso. Había pensado que estaba en peligro y había acudido de inmediato en mi ayuda, sin pensar en las consecuencias. Eso era… significativo. Es cierto que también formaba parte de su trabajo, pero preferí no verlo así. Mi primera impresión encajaba mejor con mi romanticismo.

—He soltado la linterna —murmuré. Necesitaba decir algo, y, claro, no podía ser sincera.

—¿Se ha roto?

—Creo que no. La he oído rodar en aquella dirección —dije, lo cual no fue muy útil, porque en aquella penumbra era imposible que Devlin viera adónde señalaba.

Oí un chasquido y acto seguido una llama nos iluminó la cara. Bajo aquel resplandor parpadeante, Devlin tenía un aspecto pálido y macabro. Jamás había tenido tan cerca un rostro tan hermoso.

Me buscó entre las sombras.

—¿Está segura de que está bien?

—Sí, de veras. He exagerado. Ha sido una tontería.

—No lo ha sido, no en este lugar —dijo, y miró a su alrededor—. ¿Dónde estaba cuando dejó caer la linterna?

—Ahí.

—Ya la veo —murmuró. Se agachó para recogerla del suelo y me ofreció el mechero—. Tome, sujete esto.

Le obedecí y levanté la llama para que pudiera ver. Desenroscó el cristal, apretó la bombilla y volvió a montar el armazón. Ajustó las pilas, le dio un par de golpecitos y, de repente, se encendió.

Dejé de apretar la palanca que mantenía la llama del encendedor y se lo devolví a Devlin. Estaba decorado con florituras y pesaba bastante. Debía de ser muy antiguo.

—No conozco a nadie que todavía use este tipo de encendedores.

—Era de mi padre. Lo llevo conmigo desde hace años.

—¿Le da buena suerte?

—Es solo un recuerdo —respondió—. Nada más.

Se lo guardó en el bolsillo. En ese instante me acordé de los amuletos que Mariama solía llevar encima para atraer la buena suerte. Me palpé el colgante de Rosehill que llevaba bajo la camiseta. Todos teníamos nuestros talismanes, nuestros placebos. Incluso Devlin, aunque no lo reconociera.

Sujetó la linterna a la altura del hombro y recorrió con su luz nuestra prisión temporal. Iluminó los símbolos pintados en las paredes, las telarañas de los rincones y, al fin, las cadenas.

Devlin avanzó varios pasos y se quedó contemplando la bóveda, donde la polea estaba sujeta a una viga de madera. Siguió el rastro de las cuerdas y descubrimos que el extremo estaba sujeto a un clavo que habían incrustado en la pared de ladrillo. Los grilletes estaban atornillados a las cadenas que, a su vez, permanecían amarradas a un extraño artilugio que podía alzarse y bajarse con la polea.

Devlin soltó la cuerda. Las cadenas se desplomaron. Ante aquel estruendo metálico no pude más que sobresaltarme. Una serie de imágenes salvajes se me pasaron por la mente mientras Devlin levantaba el artefacto con la polea y lo ataba en su lugar.

Después se agachó para examinar el suelo. Desde mi posición, los ladrillos parecían más oscuros. Sentí un retortijón en el estómago cuando le vi sentarse en cuclillas y limpiar con las manos la superficie. Tras unos segundos, se levantó y reanudó su búsqueda. Aquel silencio se me hizo eterno.

—¿Para qué utilizaba la silla? —pregunté al fin—. ¿Cree que se sentaba ahí… y las miraba?

—O bien eso, o bien tenía público —contestó Devlin de una forma tan fría que sentí que se me helaba la sangre.

Volvió a iluminar las paredes. En ciertos lugares, las telarañas eran tan gruesas y espesas que la luz no podía penetrar.

Devlin soltó una blasfemia y le vi menear la mano. Al principio pensé que había visto una araña gigante… o, peor todavía, al asesino. Pero la luz seguía alumbrando la pared. Y entonces lo vi. Justo detrás de un enorme montón de telarañas, en el rincón más oscuro: un esqueleto humano encadenado a la pared.