No supe qué decir. El frío que se había asentado en mi interior era más espeluznante que el roce de un fantasma.
Devlin me observaba con compasión mientras me esforzaba por recuperar el control.
—¿Se encuentra bien?
Asentí y miré al cielo. Me concentré en una nubecilla iluminada por la luz del sol. Era una figura brillante y etérea que me recordó a uno de los ángeles bailarines de Rosehill.
Tomé aire y volví a asentir, para asegurarle que todo iba bien.
—Estoy bien.
Por supuesto, no estaba bien. ¿Cómo lo iba a estar ante la amenaza de un sádico loco? Pensé en los epitafios que el desconocido había publicado en mi blog. ¿Serían mensajes o una mera advertencia?
Una vez más, me vino a la mente la imagen del sedán negro. ¿Había sido pura coincidencia o es que me estaban vigilando?
—¿En qué está pensando? —me preguntó Devlin.
—En la presa de un cazador.
Se me quedó mirando detenidamente durante un buen rato. Si quería consolarme, podía haberme cogido de la mano, o haberme dado unas suaves palmaditas en la espalda. O, aún mejor, haberme estrechado entre sus brazos. Pero no hizo nada de eso. El resplandor salvaje que advertí en su mirada me asustó. Entendí entonces que el cazador se iba a convertir en presa.
Quizá, después de todo, su consuelo no era lo que más ansiaba.
—No tiene por qué implicarse en esto, ya lo sabe. Puede irse a casa y dejar todo este asunto atrás —dijo Devlin—. No tiene ninguna obligación de quedarse.
—¿Y si de veras vi algo aquel día? ¿Y si todo lo que sé sobre cementerios fuera la clave para resolver el misterio? Usted mismo lo ha dicho, necesita una grieta antes de que alguien cierre el caso.
—Esas no han sido mis palabras exactas.
Me encogí de hombros.
—Más o menos. Sé leer entre líneas.
—Ya lo veo.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
—Sí, pero no hay mucho más que pueda contarle.
—Ayer me dijo que si tenía alguna pregunta acerca de su vida personal, podía hacérsela.
Me miró con recelo, pero asintió con la cabeza.
—¿Cuál es la pregunta?
—Es sobre los estudiantes que se presentaron en la comisaría después de que Afton muriera. Los que destaparon la caja de Pandora y hablaron de las sesiones de espiritismo del doctor Shaw y de su teoría sobre la muerte.
—¿Qué pasa con ellos?
Hice una pausa, pensando en cuál sería el mejor modo de preguntarlo. Al final decidí ser directa.
—¿Su esposa era uno de ellos?
—Entonces todavía no era mi esposa. Pero, en respuesta a su pregunta, sí asistió a una de las sesiones de Shaw. Salió tan asustada que no se atrevió a volver.
—¿Qué ocurrió?
—Le repugnó lo que Shaw estaba tratando de hacer. Según las creencias de Mariama, el poder de una persona no se evapora con la muerte. Un fallecimiento repentino o doloroso puede liberar un espíritu furioso que, armado con ese poder, decida interferir en las vidas de los vivos. En el peor de los casos puede llegar a esclavizarlas. La idea de visitar a los muertos la aterrorizaba.
Devlin no podía imaginarse la trágica ironía de sus palabras.
—Era una mujer muy supersticiosa —añadió—. Llevaba amuletos para la buena suerte y pintó todas las puertas y las ventanas de color azul para alejar a los espíritus malignos. Me pareció cautivador…, al principio…
Pensé en el amuleto que guardaba debajo de la almohada y noté el tacto frío del colgante que llevaba al cuello. Me habría gustado preguntarle a Devlin qué opinaba de las normas que había seguido durante toda mi vida.
«Me pareció cautivador…, al principio…»
—Voy a entrar —anunció de forma repentina.
—¿Al mausoleo? Después de tanto tiempo no encontrará prueba alguna.
Pero su decisión no tenía nada que ver con el asesinato de Afton Delacourt, sino con su esposa.
—¿Le espero aquí fuera?
—Si le asusta entrar, quédese ahí.
—No me asusta en absoluto. He estado en muchísimos mausoleos, y nunca me ha importado entrar. Y, aunque me asustara, forma parte de mi trabajo.
—Tiene usted una actitud muy sensata. A veces me sorprende.
—¿Ah, sí?
Vaciló.
—No se lo tome mal, pero las fotografías que tiene colgadas en su despacho son muy reveladoras —dijo—. Apuesto a que se siente más segura en un cementerio solitario que en una ciudad, en compañía de personas.
—No es una opinión descabellada —admití.
Devlin asintió.
—Por lo visto, ha creado su propio mundo tras esas paredes, aunque a veces puede ser asombrosamente pragmática.
Sí, una mujer pragmática que consultaba con directores de institutos de parapsicología sobre la existencia de seres de sombra y egregores. Que seguía al pie de la letra las normas de su padre para evitar que los fantasmas que se deslizaban por el velo durante el crepúsculo se aferraran a ella y absorbieran su fuerza vital.
—Por cierto —dije mientras le seguía por la escalera—, a las serpientes de cascabel les suelen gustar este tipo de lugares. Así que tenga cuidado cuando toque una cripta.
—Lo tendré en cuenta.
Abrió aquella destartalada puerta de un empujón y cruzó el umbral.
El sol de media tarde se colaba por los cristales rotos de las ventanas, e iluminaba las telarañas que colgaban del techo y adornaban cada rincón. Percibí un olor a tierra vieja.
Al entrar me quedé inmóvil y miré a mi alrededor. Ningún animal se escurrió por el suelo. Tampoco percibí el sonido revelador de un cascabel. Qué alivio.
Las zarzas espinosas y las enredaderas se colaban por cada agujero. El suelo de ladrillo estaba forrado por un manto de musgo. Capas y capas de polvo lo cubrían todo. Me pregunté si algún intruso habría osado entrar allí después del asesinato de Afton Delacourt. Habían pasado quince años.
—¿Dónde la encontraron?
En la quietud absoluta del mausoleo mi voz sonó severa e indiscreta.
—En el suelo. Por ahí, diría.
Sin embargo, la voz de Devlin sonó suave como la seda.
Eché un vistazo al suelo. Las manchas de sangre habían desaparecido entre los escombros y la argamasa.
—¿Quién la encontró? —pregunté mientras espantaba una mosca que zumbaba a mi alrededor.
—En aquella época había un guardia de seguridad. No se ocupaba del mantenimiento, eso es evidente. Su trabajo consistía en ahuyentar a los intrusos, la mayoría de ellos alumnos de la universidad que saltaban el muro en busca de diversión. Descubrió el cadáver aquí dentro. La puerta estaba abierta y entraba la luz del sol…
«Igual que ahora», pensé.
—¿Fue uno de los sospechosos?
—Le interrogaron, pero era un anciano. Murió de un infarto semanas después de hallar el cadáver.
—¿Conmoción o coincidencia?
—Un poco de ambas cosas, supongo.
Me deslicé hasta la pared del fondo, donde los sepulcros parecían estar en mejores condiciones. Limpié parte de la suciedad con la mano y leí una línea vertical de nombres: Dorothea Prescott Bedford, Mary Bedford Abbott, Alice Bedford Rhames, Eliza Bedford Thorpe. Me fui inclinando hasta quedarme sentada en cuclillas ante la última cripta. Allí habían enterrado a la hija pequeña de Dorothea, Virginia Bedford, que murió tan solo unas semanas después que su madre.
El día se rompe…
Las sombras huyen…
Los grilletes se abren…
Encima de la inscripción distinguí el símbolo de una cadena rota que colgaba de una mano incorpórea. Una cadena rota, una familia rota.
Retrocedí y volví a leer las dos últimas líneas del epitafio:
Los grilletes se abren…
Y viene el sueño bendito.
Me fijé en otro símbolo que ocupaba la parte inferior de la placa. Casi tuve que apoyar la cabeza para verlo. Tres amapolas unidas con un lazo: el símbolo del sueño eterno.
Regresé al verso mientras, de forma distraída, espantaba otra molesta mosca. El insecto se posó sobre una esquina de la placa y se coló por una grieta de la lápida hasta desaparecer. La miré con asco y vi que una segunda mosca se colaba por la misma ranura. Y después otra y otra.
Me arrastré por el suelo sin dejar de alborotarme el pelo.
Al verme en ese estado, Devlin se acercó a toda prisa.
—¿Está bien?
—Odio las moscas.
—¿Qué?
—¿Es que no las ve? Debe de haber docenas.
Se arrodilló a mi lado y le señalé la lápida. Una a una, las moscas se fueron introduciendo por aquel hueco.
—¿De dónde han salido? —pregunté sin dejar de rascarme la cabeza.
—La cuestión es adónde van —murmuró Devlin.
Se sacó una diminuta navaja del bolsillo e introdujo la hoja en el canto de la lápida. Haciendo palanca, consiguió abrirla. Después se tumbó sobre el suelo para averiguar qué había allí dentro.
—¿Ve algo? Es imposible que haya un cadáver.
Temía su respuesta.
—No hay ningún cadáver, pero creo que hay algo en el fondo. Necesito una linterna.
—Tengo una en el bolso —dije, y me puse de pie—. Espere un minuto, ahora la traigo.
El sol empezaba a perder fuerza. Emitía una luz carmesí que bañaba los árboles y todos los monumentos del cementerio. En el aire se intuía el aroma a pino y madreselva. Aunque el olor que predominaba era el de todos los cementerios: el suave perfume de la mortalidad.
Se respiraba quietud, aunque creí oír voces a lo lejos. Eran los agentes, que deambulaban por fuera de los muros del cementerio. Charlaban sobre lo que habían presenciado. Cada uno ofrecía su particular visión sobre el asesinato.
Bajé las escaleras a toda prisa. Justo cuando me agaché para coger el bolso, habría jurado que alguien me estaba vigilando.
Con suma lentitud, me puse de pie y me di la vuelta. Nada. Tan solo el chirrido de la puerta que conducía al mausoleo.
Agarré las asas del bolso con fuerza y me apresuré a entrar, a volver junto a Devlin.
Cuando llegué, tenía medio cuerpo dentro de la cripta. Tan solo podía verle de rodillas para abajo.
—¿Qué está haciendo? —le pregunté, un tanto alarmada.
Salió del agujero y se sacudió el polvo de la camisa. Se le había quedado una telaraña pegada a las pestañas, así que alargué el brazo para quitársela. Mi gesto debió de pillarle por sorpresa, porque me agarró la mano en un acto reflejo, como si fuera una respuesta automática a un movimiento inesperado.
—Perdone. Tiene una… —farfullé, e hice un gesto con el dedo—. En la pestaña.
Se frotó el ojo y se deshizo del hilo. Bajo aquel resplandor grisáceo, su mirada continuaba siendo inescrutable.
—¿Ha encontrado la linterna?
—Ah, sí, aquí tiene.
Aquel incidente me había inquietado un poco. Con torpeza, rebusqué entre mi bolso alguna de las dos linternas que siempre llevaba a mano.
Devlin la encendió, comprobó la fuerza de la bombilla sobre la pared y después volvió a tumbarse en el suelo para iluminar el interior de aquel espacio.
Acto seguido, me agaché junto a él y me asomé por la abertura.
—¿Lo ve? —quiso saber Devlin.
Entorné los ojos.
—¿El qué?
—Al fondo de todo.
Había algo en su voz que transmitía…, no emoción exactamente, sino tensión.
Ayudándome con los codos, avancé unos centímetros.
—¿Qué se supone que tengo que ver?
—Faltan algunos ladrillos en la pared del fondo. Cuando enfoco la linterna hacia el agujero, tan solo veo un espacio vacío.
—Lo que significa…
—Es ahí donde van las moscas. Debe de haber un túnel u otra cripta al otro lado de esa pared.
Mi emoción iba en aumento.
—He oído hablar de laberintos de túneles construidos debajo de cementerios antiguos. Había una red de rutas secretas, denominada Underground Railroad, que utilizaba estos túneles para liberar esclavos. ¿Se da cuenta de lo que esto podría significar? Un hallazgo como este sería justo lo que Camille Ashby necesita para que Oak Grove forme parte del Registro Nacional.
—Yo en su lugar postergaría la celebración —me replicó—. Quizá no es más que un agujero en la pared. Pero solo hay un modo de averiguarlo.
Se deslizó por la pequeña abertura, metiendo primero la cabeza, después los hombros, el torso, las piernas y, al final, los pies, mientras yo hurgaba en mi bolso en busca de la otra linterna.
—¿Ve algo?
Su voz sonó amortiguada:
—Siempre que recuerdo aquella época de mi vida, me acuerdo de lo mucho que nos asustamos cuando hallaron el cadáver.
—¿Quiénes?
—Hay una habitación… o una sala a unos seis metros.
Salió de la cripta arrastrándose por el suelo. Tenía la cabeza cubierta de telarañas, pero esta vez no traté de quitárselas.
—La abertura es muy estrecha. Es imposible que pase por ahí, pero creo que el agujero está a la misma altura que el techo.
—Yo soy más pequeña. Echaré un vistazo.
Se mostró algo escéptico.
—No sé si es una buena idea. Es un espacio cerrado. Si piensa dónde estamos, es un poco aterrador, ¿no cree?
—Para usted quizá. En mi caso, no solo soy una restauradora de cementerios, también soy arqueóloga. Vivimos de esto.
Alzó una ceja y me invitó a entrar con un gesto elegante.
—Por favor…
Comprobé que la linterna funcionara y miré a Devlin por última vez antes de arrastrarme hacia el interior de aquella cripta sagrada.
Los desechos de la argamasa me cortaban las manos. En ese instante, deseé haber hecho caso al consejo de la tía Lynrose sobre lo de siempre llevar guantes.
Arrastrándome hacia la abertura, encendí la linterna e iluminé un mar iridiscente. Nunca había visto tantas telarañas. Me habría gustado saber cuánto tiempo llevaban allí.
Me apoyé sobre una mano y asomé la cabeza por el agujero. Con la otra mano agarré la linterna e iluminé todas las paredes de ladrillo. Intuí que tras unas espesas columnas de telarañas se escondían las esquinas.
—¿Ve algo? —preguntó Devlin.
Al girarme para responderle, advertí el destello de algo metálico por el rabillo del ojo. Intenté alumbrar en esa dirección, pero el suelo estaba sosteniendo demasiado peso. En cuanto la argamasa empezó a desintegrarse, los ladrillos se desplomaron y me caí de bruces. Me di un buen golpe en la barbilla.
Solté la linterna y oí que el cristal se hacía añicos al topar con el suelo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Devlin, alarmado.
Antes de que pudiera responderle, los ladrillos sobre los que me apoyaba se derrumbaron y caí rodando.