La ira de Devlin fue como un puñetazo en pleno estómago. Nunca había sabido manejar los reproches, ni había aprendido a asumir las críticas. A veces me preguntaba si el ser adoptada tenía algo que ver con mi necesidad casi obsesiva de complacer a los demás. O quizá fuera por las normas de mi padre y la melancolía de mi madre.
Fuera por lo que fuera, sabía que si me marchaba en ese momento a casa, me pasaría el resto del día de mal humor, así que esa misma tarde llamé a Temple y quedamos para tomar unas copas.
Escogimos un bar con vistas al mar. Cuando llegué, Temple ya se había sentado en la terraza del local y observaba entretenida los veleros.
—Aquí estás —dijo, y me senté en la silla de delante.
—¿Llego tarde?
—No, es que he venido demasiado pronto.
Alzó la copa helada, que contenía un brebaje de aspecto fuerte y potente, y le dio un buen sorbo.
—Después de diez días haciendo de niñera de esos universitarios, necesitaba esto más que tú. Aunque… —añadió ladeando la cabeza— estás un poco colorada.
—Es verano y estamos en el sur. ¿Qué esperas?
—Hmm, sí, pero no estás sudando.
—El sol es tan fuerte que me quema la piel.
Hizo un gesto al camarero sin dejar de mirarme.
—¿Qué? —pregunté.
Temple se encogió de hombros.
—Hay algo distinto en ti, pero no sé qué es. —Esperó a que le pidiera mi bebida al camarero y después se inclinó hacia mí—. ¿Te estás acostando con Devlin?
—¡Apenas le conozco! Y después de hoy —agregué con abatimiento— la posibilidad de que eso ocurra es más que remota.
—¿Qué ha ocurrido?
—Una tontería —admití. Me froté la frente con la mano—. Me da vergüenza contártelo.
Apoyó un codo sobre la mesa y, con curiosidad, esperó a que prosiguiera.
—Ayer fui hasta el condado de Beaufort para visitar las tumbas de su esposa y su hija.
La miré para comprobar su reacción, pero Temple se limitó a alzar una ceja.
—¿Y por qué lo hiciste?
—No sé. Por curiosidad, supongo. En el cementerio conocí a la abuela de Mariama, que, por cierto es experta en medicina naturista, y a una niña que se llama Rhapsody, la prima segunda de Mariama. En fin, una de las dos debió de contarle a Devlin que había estado fisgando por allí, y ahora está furioso porque siente que me he entrometido en su vida personal. Casi me muero de vergüenza.
—Si eso es lo peor que le has hecho a un hombre, es evidente que nunca has estado enamorada —murmuró Temple—. Pero, aun así, no entiendo por qué fuiste hasta allí. ¿Qué esperabas conseguir?
—Nada. Tan solo quería ver dónde estaban enterradas.
—Así que Devlin está enfadado contigo —musitó, y se quedó cavilando un buen rato—. ¿Y qué piensas hacer al respecto?
—Esperar a que se le pase, supongo.
—El enfoque fatalista de siempre. Lo odio.
Suspiré.
—¿Qué harías tú?
—Me estrujaría los sesos para conseguir que se olvidara de Mariama, al menos por una noche. Hablo de mí, por supuesto. En tu caso, me temo que será un verdadero desafío.
Reflexioné sobre lo que acababa de decir.
—Lo que quiero no es que se olvide de ella. ¿Para qué? —respondí. Pensé en mi encuentro con el fantasma de Mariama y me estremecí.
Temple dio un sorbo sin dejar de mirarme.
—Solo una noche.
El camarero me sirvió la copa y aproveché para cambiar de tema.
—Por cierto, ¿cómo has llegado tan rápido? Supongo que estabas por aquí, ¿no?
—Sí. Hemos terminado el trabajo antes de lo previsto, así que no tengo nada que hacer durante los dos próximos días, tan solo tomar el sol en la piscina, a ver si así cojo un poco de color. Bueno, además tengo que redactar un informe y clasificar una montaña de papeles —añadió.
Parecía relajada y, con aquella blusa de color mostaza y con estampado de flores, incluso exótica. A su lado, cualquiera podría haberme confundido con una adolescente; llevaba vaqueros ajustados y una camiseta de tirantes.
—¿Cuándo regresas a Columbia?
—Antes tengo que examinar el esqueleto que encontrasteis. Y hablando de Devlin, me ha llamado. Ha programado la exhumación para mañana.
—Sí, lo sé. Ethan Shaw me ha dejado un mensaje en el contestador.
—¿Piensas presentarte?
¿Fue desaprobación lo que oí en su voz? ¿O estaba demasiado susceptible tras la censura de Devlin?
—No sé por qué no. Me he implicado en este caso desde el primer día. Precisamente por eso quería que quedáramos hoy. He intentado investigar el asesinato de Afton Delacourt, pero no hay nada en Internet ni en los archivos del periódico.
De repente, el sosiego del que había presumido hasta entonces se desvaneció. Se recostó en la silla y desvió la mirada hacia la bahía. La brisa, que también agitaba las hojas de helecho que decoraban la barandilla, le había despeinado un poco su larga melena rizada.
—¿Por qué estás tan obsesionada con ese asesinato?
—Yo no diría obsesionada, la verdad —dije a la defensiva—, pero me pica la curiosidad. Han hallado dos cadáveres, puede que incluso tres, en el cementerio donde paso muchas horas sola. Creo que es comprensible que me sienta algo preocupada.
—Quizá, pero las dos sabemos lo que está pasando, ¿verdad? Te estás excediendo. Por fin te ha pasado algo emocionante en tu pequeño mundo y te estás aferrando a ello como a un clavo ardiendo.
—¡No es cierto! —exclamé. Temple me había dado donde más me dolía, quizá por eso había respondido de un modo tan vehemente—. Y, de todas formas, fuiste tú quien dijo que necesitaba poner algo de emoción en mi vida.
—No me refería a que te involucraras en una investigación por asesinato.
La miré fijamente y, tras unos segundos de silencio, le pregunté:
—¿Por qué te molesta tanto hablar de Afton Dela-court?
—No me molesta. Sucedió hace mucho tiempo. No tiene sentido remover el pasado.
—¿Qué tipo de arqueóloga eres?
Me sonrió con ironía, aparentemente más tranquila.
—Buena pregunta. Sé que suena raro, pero es como si me metiera donde no me llaman. Creo que deberíamos dejar en paz a esa pobre chica.
—Me sorprende que digas eso. Daniel Meakin hizo el mismo comentario el otro día.
—¿Meakin? —preguntó con ostensible tono despectivo—. ¿Dónde le viste?
—En la sala de archivos de la universidad.
—Menudo personaje. Apostaría a que se pasa la mayor parte del tiempo ahí abajo. Es como un topo.
—También me encontré a Camille. Creo que nos estaba espiando.
—Es muy típico de ella. Siempre ha tenido tendencia a meter las narices donde no la llaman. Recuerdo que solía husmear entre mis cosas cuando yo no estaba. No lo soportaba.
—¿De veras llegasteis a las manos o tan solo le estabas tomando el pelo a Ethan?
—Camille y yo tuvimos nuestros momentos, por supuesto. Pero hay algo oscuro en ella, algo que la empuja a actuar por impulsos y a hacer comentarios hirientes. Es esa misma oscuridad que llevó a Meakin a tratar de suicidarse.
—¿De veras crees que intentó quitarse la vida?
Dio un capirotazo a una mota casi invisible que se había deslizado sobre su blusa.
—Voy a decirlo de otra manera. La cicatriz que le vi en la muñeca no era precisamente un arañazo. Era reciente, profunda y no tenía muy buena pinta. Como cuando te cortas con un cuchillo. Procura ocultarla, y la verdad es que no le culpo.
—Estudiasteis en la misma universidad. ¿Le conocías?
—No mucho. Fuimos a varias clases juntos, pero nunca charlamos —explicó. Noté que volvía a perder la paciencia—. ¿A qué vienen tantas preguntas sobre Daniel Meakin? Creí que querías hablar de Afton.
—Y así es. Cuéntame todo lo que sepas.
Temple encogió los hombros.
—Siempre que recuerdo aquella época de mi vida, me acuerdo de lo mucho que nos asustamos cuando hallaron el cadáver.
—¿Quiénes?
—Mi grupo de amigas. Todo el mundo solía acudir a las fiestas que se celebraban en el cementerio. Se convirtió en un rito de iniciación en Emerson. Saber que una chica había sido asesinada allí nos dejó destrozadas.
—¿Conocías a Afton?
—Solo de oídas. Era una niña rica y consentida que no se perdía ninguna fiesta. Hasta el día en que la asesinaron, llevaba una vida más que afortunada.
No estaba segura de si la ironía era intencionada o no.
—¿Dónde la conociste? No era alumna de Emerson, ¿verdad?
—Todos los donjuanes del campus salieron con ella. O eso decían.
—Después del asesinato supongo que se habló mucho de su escarceo con un miembro de la Orden del Ataúd y la Zarpa, ¿no?
—Se habló bastante.
—¿Conocías a algún zarpa?
—Quizá, pero no lo habría sabido.
—¿A nadie se le escapó nunca nada?
—¿Sobre los zarpas? Jamás.
—Pero Emerson es una universidad bastante pequeña. Estoy segura de que tenías tus sospechas.
—Siempre corrían rumores. Pero, créeme, si alguna de mis amigas se hubiera acostado con un zarpa, la orden le habría expulsado ipso facto.
—¿Alguna vez te llegaron rumores sobre actividades ocultas?
—Nadie hacía caso de esas tonterías.
Empezaba a animarme.
—Así que había habladurías sobre el tema.
—Todas esas iniciaciones secretas, orgías de medianoche, rituales dionisiacos…, no eran más que un puñado de sueños húmedos de los chicos de la fraternidad.
—¿Nunca acudiste?
Arrugó la frente.
—¿Por qué me da la sensación de que estás tramando algo?
Titubeé y, de repente, apareció el camarero con otra copa para Temple.
—Creí que quizá supieras algo sobre el funcionamiento de los zarpas.
—Ya te he dicho que no.
—Lo sé, pero la otra noche, durante la cena, comentaste que compartiste habitación con Camille durante unos meses en el penúltimo año de universidad. Y hace poco leí que modificaron los estatutos de la orden para poder incluir a mujeres. Solo dos de penúltimo año. Así que pensé…
—¿Que soy una zarpa? —preguntó, y tras un chasquido prosiguió—: Supongo que eso daría un giro inesperado a la historia, ¿verdad? Sobre todo si dijera que, en aquella época, salía con Afton.
Eso me dejó de piedra. No se me había ocurrido que Temple pudiera mantener una relación amorosa con Afton Delacourt.
—Antes de que lo preguntes: no —dijo con rotundidad.
—No iba a preguntártelo. Pero la idea de que tú seas una zarpa no es tan disparatada. Imagino que cumplías todos los requisitos que podían exigir a los nuevos reclutas: eres lista, ambiciosa y atractiva.
—Y pobre. Tuve que pedir una beca para cursar mis estudios en Emerson. Eso era como una mancha negra —replicó. Revolvió la bebida—. Pero no me importó. Nunca llegué a formar parte de un grupo en la universidad, y detesto las ceremonias y los rituales. Por eso no soy católica practicante.
Aquella respuesta no era una negativa rotunda.
—Hablando de ceremonias y rituales, ¿alguna vez has oído hablar de un egregor?
—¿Un qué?
—Un egregor. Una forma de pensamiento. Una manifestación física del pensamiento colectivo. Algunas sociedades secretas invocan a esas entidades a través de ceremonias y rituales.
Temple frunció el ceño.
—¿De dónde has sacado todo eso?
—He estado con Rupert Shaw esta mañana.
—¡Ajá! Ahora todo encaja.
—¿El qué?
—Tú y esa retahíla de preguntas.
Encogí los hombros.
—Mira, hace años que conozco a Rupert. Era mi profesor favorito cuando estudiaba en Emerson y le considero uno de los últimos caballeros del sur. Pero, aceptémoslo, está perdiendo facultades.
—Pues a mí me parece que está igual que siempre.
Mi amiga dibujó una tierna sonrisa.
—Ese es uno de sus talentos. Es un hombre dulce que aparenta tener los pies en el suelo. Su discurso suena tan razonable que cuando te quieres dar cuenta estás mirando por el rabillo del ojo a ver si te persigue el Hombre del Saco.
No necesitaba a Rupert Shaw para vigilar si el Hombre del Saco venía a por mí.
—Ya hace muchos años que se ha convertido en un tipo inestable —prosiguió—. No me cabe la menor duda de que por eso le invitaron a marcharse de Emerson.
—Pero el otro día dijiste que le despidieron por unos rumores infundados.
—Es posible que fueran infundados, aunque intuyo que alguien hizo correr la voz de forma deliberada para arruinar su reputación; pero nadie habría dado crédito a esos rumores si no fuera por su comportamiento anterior.
—Cuando dices su comportamiento anterior, ¿te refieres a las sesiones de espiritismo que realizaba con algunos estudiantes?
—No solo a eso —contestó un tanto afligida—. Le obsesionaba el tema de la muerte. Siempre he querido saber si tenía algo que ver con el fallecimiento de su esposa. Estuvo mucho tiempo enferma. Años, creo recordar. Puede que la agonía de verla sufrir y la culpabilidad de esperar a que muriera le afectaran demasiado. Le desquiciaron. No sé. Ya te lo he dicho, era uno de mis profesores preferidos, pero no me sorprende que se haya mudado de forma permanente a su poblado de chiflados. Es decir, a su ridículo instituto.
—He pasado muchas horas charlando con el doctor Shaw y, salvo por un lapsus de memoria ocasional, siempre me ha parecido un hombre lúcido —rebatí—. No le considero en absoluto un desquiciado.
—Pero es así. Incluso alguien trastornado y enfermo puede disimularlo durante mucho tiempo —murmuró. Y entonces endureció la sonrisa—. Y entonces te despiertas una noche y le encuentras junto a tu cama con unas tijeras en la mano.
Esa noche guardé el amuleto de Essie debajo de la almohada. No sabía si aquella bolsita contenía algo más que tierra y canela, el placebo de una médica naturista, pero tenerla cerca me calmaba.
Recosté la espalda sobre el cabezal y encendí el portátil para iniciar una nueva búsqueda. Leí por encima varios artículos relacionados con seres de sombra y egregores. Todavía seguía molesta por las palabras de Temple, lo que empezaba a ser habitual después de nuestras conversaciones. No reaccionaba hasta pasadas unas horas. «Estuvo mucho tiempo enferma. Años, creo recordar. Puede que la agonía de verla sufrir y la culpabilidad de esperar a que muriera le afectaran demasiado. Le desquiciaron por completo».
Me costó, pero al final me di cuenta de por qué las especulaciones de Temple me habían incomodado tanto. Tenía que ver con la teoría del doctor Shaw acerca de la muerte y con la advertencia de mi padre sobre los otros. Cuando alguien fallecía, se abría una puerta que permitía a cualquier espectador asomarse al otro lado. Cuanto más lenta era la muerte, más tiempo se quedaba la puerta entreabierta, hasta tal punto que cualquiera podía pasar al otro lado, echar un vistazo y regresar.
¿Era posible que el doctor Shaw hubiera intentado abrir una puerta al otro lado asesinando a Afton Delacourt? ¿Estaba tan desesperado por contactar con su difunta esposa? Traté de apartar esa idea tan despreciable e infundada de mi cabeza, pero había plantado una semilla y en ese momento sentía el frío de algo oscuro arrastrándose a mi alrededor.
«Escúchame, Amelia: existen entes que nunca has visto. Fuerzas de las que ni siquiera me atrevo a hablar. Son seres más fríos, más fuertes y más hambrientos que cualquier otra presencia que puedas imaginar».
Me incorporé y registré cada rincón de mi cuarto. Estaba sola, por supuesto. Tan solo me acompañaban los sonidos de la medianoche. El crujido de las tablas de madera del suelo. El ruido del ventilador. Las pisadas de mi vecino de arriba.
Miré hacia el techo.
Macon Dawes casi nunca estaba en casa, así que me sorprendió oírle. En cierto modo, me aliviaba saber que había alguien de carne y hueso tan cerca.
Aparté las sábanas y salté de la cama para echar una ojeada por la ventana. Los arbustos que rodeaban el jardín me impedían ver la calle, pero también me ofrecían cierta privacidad. Así no tenía que preocuparme de bajar las persianas. Pero esa noche decidí bajarlas antes de volver a la cama.
Me abrigué con la colcha y volví a pensar en el doctor Shaw.
Al preguntarme si había vivido una experiencia cercana a la muerte, su voz sonó más afilada. Cerré los ojos e intenté visualizar su expresión: los ojos le brillaban con… ¿curiosidad?, ¿obsesión?
Lo mismo de lo que me había acusado Temple.
«¿Ves lo fácil que es distorsionar las intenciones de alguien?».
Me estaba preocupando por nada, por meras habladurías. El doctor Shaw era alguien introvertido e inofensivo que desempeñaba una profesión interesante. Se podría decir lo mismo de mí.
Había llegado el momento de pasar página.
Me apetecía airear mi mente con pensamientos más agradables antes de dormirme. Y, por esta vez, no pensé en Devlin.
Cavando tumbas siempre me había parecido un pasatiempo entretenido, aunque el blog se había convertido en un negocio bastante lucrativo. Redactar contenidos llamativos de forma regular era todo un desafío, pero también requería mucho tiempo. Sin embargo, la mayoría de las noches no tenía nada mejor que hacer.
Ya había moderado los comentarios de la última entrada, titulada: «Envenenado por su esposa y el doctor Cream: epitafios originales», así que tras filtrar varias de las respuestas, por fin empecé a relajarme. Ahí me sentía como pez en el agua, compartiendo mis pasiones y experiencias con tafofílicos y usuarios de todo el planeta. En el ciberespacio no tenía que mirar atrás para comprobar si me perseguía un fantasma.
A media página, leí un post anónimo que me llamó la atención, y no porque el usuario no hubiera querido revelar su identidad, algo bastante frecuente, sino porque, de inmediato, reconocí el epitafio.
Sobre su tumba silenciosa
las estrellas de medianoche quieren llorar.
Sin vida, pero entre sueños,
a esta niña no pudimos salvar.
Era la inscripción de la lápida donde estaba enterrado el cuerpo sin vida de Hannah Fischer. Qué raro. Y bastante inquietante, la verdad.
Aparté la mirada de la pantalla de mi portátil para escudriñar mi habitación una vez más. Seguía sola. Sin embargo, en ese momento la casa estaba en un silencio absoluto. El ventilador se había apagado y, justo en ese instante, los pasos de mi vecino dejaron de oírse. Por fin Macon Dawes se había acostado.
Volví a centrarme en el epitafio.
El comentario se había publicado hacía varias horas, justo después de la última vez que me había conectado. Quería creer que se trataba de algo casual, una de esas extrañas coincidencias de la vida, pero eso era pedir demasiado.
¿Quién más podía conocer ese epitafio?
Devlin, desde luego…
Y el asesino…
Sin pensármelo dos veces, cogí el teléfono de la mesilla de noche, busqué el número de Devlin entre mis contactos y pulsé el botón de llamada. Saltó directamente el buzón de voz, así que le dejé un mensaje rápido.
En cuanto colgué, me arrepentí. ¿Y si aquel post era tan solo una casualidad?
Y, de todas formas, ¿qué podía hacer Devlin al respecto a esas horas?
Cualquiera con conocimientos básicos de Internet sabría utilizar un servidor proxy. Así que todo aquel que tuviera algo que esconder, como, por ejemplo, un asesinato, no sería tan estúpido como para usar su propio ordenador, sino que acudiría a la biblioteca pública o a un locutorio.
Además, había varias personas que podían haberse fijado en ese epitafio. Regina Sparks. Camille Ashby. Y todos los agentes de policía y técnicos que habían estado en la escena del crimen, ya fuera la noche en que se exhumó el cadáver o durante la investigación.
La opinión de Tom Gerrity seguía rondándome por la cabeza. Estaba convencido de que la clave de todo era lo mucho que yo sabía sobre cementerios. Así pues, ¿el epitafio era un mensaje?
Mientras esperaba a que Devlin me devolviera la llamada, abrí la carpeta que contenía las imágenes de Oak Grove e inicié una meticulosa búsqueda por todas las fotografías que había tomado el último día en que la madre de Hannah Fischer había visto a su hija con vida. No tenía ni idea de lo que estaba buscando, así que, además de tediosa, aquella tarea se me hizo muy dificultosa.
Media hora después seguía sin haber encontrado nada.
Y Devlin no me había llamado.
Eché un vistazo al reloj. Las once y veinte. Todavía era temprano.
Quizás estuviera liado con otro caso. Charleston era una ciudad pequeña, con un cuerpo de policía falto de personal y un índice de asesinatos alarmante, así que un detective de Homicidios siempre tenía que estar localizable.
Abrí la carpeta con toda la documentación del cementerio y empecé a releer mis notas.
Las doce menos cinco. Y sin noticias de Devlin. Y sin ninguna pista. Me levanté y fui hasta la cocina a por un vaso de agua. De pie frente al fregadero, eché un vistazo al reloj que había sobre los fogones. Me parecía muy sospechoso que Devlin no me hubiera devuelto la llamada.
Después decidí subir al despacho; había evitado ir allí desde la noche en que un dedo invisible había dibujado un corazón sobre la ventana. La luz de la luna llena se colaba entre las ramas de los árboles e iluminaba el jardín con un resplandor perlado. Pensé en el anillo que había enterrado y en la muñeca que Devlin había dejado sobre la diminuta tumba de su hija. ¿Cuánto tiempo debió de invertir para encontrar un regalo tan exquisito?
De repente, en la esquina más lejana del jardín, algo se movió.
Se me aceleró el corazón y me aparté del cristal al instante. No era ella. No era nada. Tan solo luces y sombras. Una pareidolia.
Volví a la cama para reanudar mi búsqueda. Pasada la una de la madrugada, por fin sonó el teléfono.
—¿Hola?
—¿Amelia?
Devlin pronunció mi nombre con excesiva formalidad. Típico del sur. Sin perder el control.
Me metí debajo de la colcha.
—Sí.
Oí una voz de fondo, una voz suave y femenina seguida de la respuesta contenida de Devlin.
Pero enseguida volvió a nuestra conversación.
—Lo siento. ¿Sigue ahí?
El corazón me latía con tal fuerza que incluso me dolía el pecho. No estaba solo. Estaba con una mujer.
—Sí.
—¿Qué sucede? El mensaje del contestador no era muy explícito.
—Lo sé… —murmuré. Me aferré a la colcha. Qué situación tan embarazosa—. Creí haber encontrado algo…, pero quizás haya exagerado. Puede esperar a mañana.
—¿Está segura?
—Sí, sí. Le llamo mañana.
Y colgué. Una parte de mí deseaba que volviera a llamarme, pero no. El silencio del teléfono fue atronador.
Me dejé caer sobre la almohada y cerré los ojos. Por muy ridículo que sonara, estaba molesta con Devlin. Apenas le conocía. No significaba nada para mí. Y, sin embargo, no podía dejar de darle vueltas a la voz sugerente que había oído de fondo.
Y había algo más que tampoco lograba quitarme de la cabeza: si Essie estaba en lo cierto, un día no muy lejano, Devlin se vería obligado a elegir.