Capítulo 21

Cuando salí del instituto, tomé una ruta distinta de la habitual para volver a casa, con tan mala suerte que quedé atrapada en un terrible atasco cerca del mercado del centro histórico. Además de una verdadera pesadilla para los motoristas, también era el paraíso de cualquier turista, pues estaba abarrotado de puestecitos donde te podías llevar todo recuerdo imaginable de la zona, desde camisetas y cestas de mimbre hasta un peinado de trenzas africanas.

Aprisionada entre una bicicleta-taxi y un Toyota oxidado, recorrí con suma lentitud la calle Church y disfruté de las vistas del patio de la iglesia de Saint Philip, que albergaba las puertas de hierro forjado más antiguas y ornamentadas de la ciudad. En su interior descansaba el cadáver de John C. Calhoun, que habían exhumado en dos ocasiones. Las piedras sepulcrales estaban en perfectas condiciones y el mantenimiento era impecable. Sin embargo, lo que me parecía más fascinante de Saint Philip era la disposición, tan poco habitual: tenía dos cementerios separados, que llamaban «Familiar» y «Desconocido». El primero era para parroquianos nacidos en Charleston; el segundo, para forasteros.

Se rumoreaba que el fantasma de una muchacha merodeaba por el jardín, llorando por su hijo, que había muerto al nacer. Desde hacía varios años, tanto turistas como vecinos afirmaban haber visto su espíritu, e incluso un fotógrafo profesional había capturado su imagen.

Sin embargo, yo, en todas mis visitas a la iglesia, jamás la había visto.

El taxi-bicicleta aminoró el paso para que los pasajeros, emocionados, pudieran tomar fotografías con el teléfono móvil. Se me estaba agotando la paciencia; quería llegar a casa y pasar el resto del día a solas con Google.

Egregores, seres de sombra, pareidolia… El doctor Shaw me había dejado sobre la mesa un plato a rebosar de comida exótica y estaba deseando hacer algunas averiguaciones.

Su explicación de la ilusión óptica y sus teorías sobre caminar dormida no me habían convencido, pues nadie mejor que yo sabía que, a veces, la lógica no explicaba todos los enigmas. Sin embargo, los argumentos de Shaw resultaban más tranquilizadores que la idea de tener una entidad oscura que me estuviera pisando los talones.

Todas estas preguntas daban vueltas en mi cabeza como un torbellino. Estaba tan nerviosa esperando mi turno que no podía dejar de tamborilear con los dedos sobre el volante. Mientras avanzábamos tan poco a poco por la calle, miré por el espejo retrovisor. Me quedé de piedra al ver a Devlin apeándose del coche frente a una marisquería. El local tenía un porche sombreado y una decoración de estilo tropical.

Hasta hacía unos días, nunca me lo había cruzado por la calle, y ahora lo veía por todas partes. Me resultaba curioso, excitante e inquietante al mismo tiempo.

Desde niña había aprendido a no reaccionar ante ningún estímulo y, sobre todo, a no actuar por impulso. Así que no fue muy propio de mí girar hacia la izquierda, lo cual estaba prohibido, dar una vuelta a la manzana y entrar en el aparcamiento del restaurante. El suelo estaba cubierto de gravilla, así que fue como anunciar mi llegada a bombo y platillo.

Para entonces, Devlin ya se había sentado en el porche y estaba echando un vistazo a la carta. Cuando me acerqué, levantó la mirada.

—Espero que no le importe —dije con la misma tranquilidad y confianza que muestra un adolescente cuando se topa con su primer amor platónico—. Le he visto aparcar, y la verdad es que quería comentarle cuatro cosas.

—Siéntese.

Tenía aquella expresión de siempre, neutra e impasible. No sabía si mi aparición le había molestado, le había complacido o le era totalmente indiferente.

La camarera se acercó para preguntarme si quería picar algo.

—Oh, solo un té con hielo, gracias.

Devlin alzó una ceja.

—¿No piensa comer nada?

—No quiero arruinarle el almuerzo. Pensé que podríamos charlar mientras espera.

—Allá usted.

Y entonces recitó los platos que quería mientras la camarera tomaba nota: gambas, burritos y una cerveza Palmetto Amber. Aproveché que estaba hablando con la camarera para estudiar su perfil: la nariz, la barbilla, la mandíbula…, ese hoyuelo bajo el labio. Todo me parecía familiar. Incluso me había acostumbrado a la cicatriz. Ya no consideraba ese profundo corte como una imperfección, sino más bien como un secreto intrigante.

Al tener la tez tan bronceada, la camisa parecía más blanca de lo que era. En ese instante me acordé del sueño en que, por la rendija de una puerta, vi a Devlin y Mariama haciendo el amor. Me pregunté qué pensaba cada vez que me miraba.

¿Intuía qué se escondía detrás de mi cautela, tras mi disfraz de niña prudente?

¿Percibía la agitación que sentía ante una pasión oscura, desconocida y prohibida?

Devlin había murmurado algo, pero como me había dejado llevar por mi pequeña fantasía, no le oí. Me sonrojé.

—Lo siento. Estaba distraída.

—Parece un poco… angustiada. ¿Va todo bien?

Aunque me había acostumbrado a su cicatriz, el sosiego de su voz seguía teniendo un efecto desconcertante en mí.

—Tan solo quería darle las gracias de nuevo…, por venir a rescatarme anoche.

—No tiene que agradecérmelo; usted habría hecho lo mismo.

—Sí, lo sé. Pero si no hubiera venido, quizá me habría quedado ahí tirada varias horas —insistí. Acudieron a mi mente una serie de imágenes que se llevaron consigo la alegría que había fingido hasta entonces. A pesar del calor de media tarde, empecé a tiritar—. Podría haber pasado cualquier cosa.

—Al final habría llegado la grúa.

—Seguramente. Pero habría sido demasiado tarde.

El ventilador del techo le alborotaba el cabello.

No alteró su expresión, pero en su mirada advertí un destello que no supe descifrar.

—¿Se refiere a aquel coche?

—Sí. El sedán negro que estaba parado en la cuneta, justo detrás de mí, y que salió disparado como una bala cuando el conductor le vio llegar. En fin, el coche que estuvo a punto de atropellarme la noche en que me robaron el maletín también era un sedán negro.

—¿Sabe cuántos sedanes negros hay en el sur de California?

—Cientos, miles… —murmuré, y encogí los hombros—. Pero sigo pensando que es raro.

Iba a decir algo, pero, al ver que la camarera nos servía las bebidas, prefirió esperar. Le sirvió la cerveza en una jarra helada. Desvié la mirada hacia las manos de Devlin, tan ágiles y firmes.

Nuestra mesa estaba junto a la barandilla, pero una espesa hilera de lilas del sur amortiguaban el estruendo del tráfico. La brisa agitaba las flores, dejando tras de sí un rastro de pétalos rosas que se deslizaban por la mesa y mi regazo. Al bajar la cabeza para apartarlos, Devlin alargó el brazo y me quitó una flor del pelo.

Fue como si el tiempo se hubiera detenido; inmóvil, contuve la respiración y clavé la mirada en mis rodillas.

Después, todo volvió a la normalidad.

Se recostó en la silla y cogió la jarra de cerveza; por lo visto, no era consciente de la tormenta de fuego que su gesto había desatado.

—¿Qué estaba diciendo? —preguntó como si tal cosa. Sin embargo, había un resplandor en su mirada, un brillo fundido que traicionaba su apatía. Cerró los ojos, como si intentara mantener la guardia en alto.

No sabía qué pensar de todo aquello, pero la idea de que podía perder el control me parecía excitante. También aterradora, pero sobre todo excitante.

Tragué saliva y continué:

—El sedán negro.

De forma distraída, empecé a dar vueltas a la pajita de mi vaso mientras intentaba reagrupar las ideas.

—Empiezo a creer que vi algo en el cementerio, algo que no sé qué es… O puede que hubiera algo en aquellas fotografías de Oak Grove, algo que todavía no hemos descubierto.

Me quedé callada. La brisa arrastraba una oscuridad que anunciaba una tormenta.

—¿Y si Tom Gerrity estaba en lo cierto? ¿Y si mis conocimientos sobre cementerios son la clave para encontrar al asesino?

Devlin, que tenía la jarra casi en los labios, la dejó con fuerza sobre la mesa. Se le endureció la mirada. Entonces me acordé de lo que me había dicho sobre aquel detective privado. Por culpa de Gerrity, un agente de policía había sido asesinado.

Por eso se había molestado tanto.

—El día en que se tome las palabras de Tom Gerrity en serio será el día en que empiece a tener problemas —dijo.

—Pero ¿tenía razón sobre Hannah Fischer?

Devlin miró hacia otro lado, furioso.

—La tenía, ¿verdad? —insistí.

—Sí, tenía razón. La señora Fischer ha identificado el cadáver esta mañana.

Era obvio que no le gustaba admitirlo.

—Pobre mujer. Habrá sido un golpe muy duro. No puedo ni imaginarme el horror de ver a tu hija muerta… —susurré. Me estaba muriendo de frío.

La ira de Devlin se esfumó en un santiamén; tenía la mirada apagada, sin brillo, como si hubiera visto algo trágico, algo demasiado triste. El rostro se le transformó. Pensé que si permanecíamos un buen rato ahí sentados, se quedaría sin una gota de vida.

En un abrir y cerrar de ojos se le ennegrecieron las ojeras y se le acentuaron los pómulos. Podría haberle confundido con un fantasma. Pálido, demacrado, sin vida.

Conmovida, aparté la mirada.

Los dos tardamos unos momentos en recuperar la compostura.

—La señora Fischer vino a la comisaría a prestar declaración —respondió al fin, con voz cansada.

Asentí.

—¿Pudo hablar con ella?

—Sí.

Cogió la jarra de cerveza sin dejar de mirarme. Me costó una barbaridad, pero conseguí no agachar la mirada.

—¿Corroboró la historia de Gerrity?

—La mayor parte, sí. Es cierto que le contrató para encontrar a Hannah. Según la versión de la señora Fischer, llevaba bastante tiempo sospechando que su hija mantenía una relación con alguien que la maltrataba. No era nada nuevo. Al parecer su padre también abusó de ella.

—Entonces tenemos un sospechoso, ¿no? ¿Le dijo cómo se llamaba?

—No lo sabía. Hannah nunca lo llevó a casa, ni siquiera le habló de él. Sabía que su madre «intentaría salvarla», palabras textuales.

—En fin, con eso no hacemos nada, ¿no cree?

—Ha sido suficiente. A través de unos amigos de Hannah, he logrado averiguar quién es. Tiene una coartada perfecta.

—¿Cómo de perfecta?

—Estuvo en la cárcel durante esos días. Es un tío detestable; apostaría a que Hannah estaba tan asustada que intentó huir de él en más de una ocasión. Pero no es quien la asesinó.

—Estamos en las mismas. Por otro lado, ahora que hemos comprobado que lo que decía acerca de Hannah era cierto —dije muy despacio—, ¿no deberíamos dar crédito a lo que dijo sobre mí?

Devlin dejó escapar un suspiro.

—No me gustaría involucrarla todavía más en este caso. Además, no son más que suposiciones. Gerrity no es vidente ni nada parecido. Ni siquiera era un policía especialmente perspicaz.

—Él no opina lo mismo. De hecho, me dijo que su abuela cree que tiene un don. Por eso hay quien le llama «el Profeta»…

De repente, Devlin se levantó de la silla y me cogió de la mano. Me quedé boquiabierta y aturdida. Después se inclinó sobre la mesa y me preguntó:

—¿Le dijo que me lo contara?

Me lanzó una mirada asesina y su expresión cambió por completo. Jamás le había visto así.

—¿Qué? No. No exactamente. Asumí que todo formaba parte del mismo mensaje.

—No comentó nada al respecto la otra noche, en Oak Grove.

—Se me pasó —justifiqué, y aparté la mano—. ¿Cuál es el problema? Tan solo es un apodo, ¿no?

—Es un apodo, pero no el suyo. Lo utilizó porque me la tiene jurada.

—¿Se la tiene jurada?

—No importa.

Le costaba dominar sus emociones. Otra parte de él que desconocía: su lado descontrolado.

Cada vez tenía más frío.

—Siempre se enfada cuando hablo de Gerrity. ¿Qué hizo?

—Eso queda entre él y yo —me respondió observando el tráfico—. No quiero hablar del tema. ¿Quiere que comentemos algo más?

—Sí. ¿Le importa que volvamos al tema de Hannah? Sé que es información confidencial y que no puede desvelarla, pero si el asesino conduce un sedán negro, podría correr un grave peligro. Hay algunas cosas que me gustaría saber.

—¿Por ejemplo?

—¿Cómo murió?

Vaciló unos instantes. Supuse que estaría meditando qué parte de la historia contarme.

—Exsanguinación. ¿Sabe lo que significa?

—En pocas palabras, se desangró hasta morir.

—En pocas palabras, sí.

—¿Cómo?

—No pienso darle los detalles. No necesita saberlos.

Iba a protestar, pero me interrumpió y murmuró:

—No quiere saberlos.

Temblé de miedo.

—¿Cuál fue la causa de la muerte en el caso Delacourt?

—No lo sé.

—Pero usted aseguró que sufrió una muerte lenta y dolorosa.

—Eso es lo que oí. En aquel entonces todavía no formaba parte del cuerpo. Me creí los rumores, al igual que todo el mundo.

—Pero ahora es detective, ¿no puede consultar los archivos sobre el caso?

—Ese caso está cerrado. Nadie puede acceder a los archivos sin una orden judicial.

—¿Y eso es normal?

—Suele ocurrir cuando hay un menor implicado.

—¿Cree que por eso se cerró el caso? ¿O fue porque alguien con influencia y poder no quiso que pudiera reabrirse en un futuro? Si no me falla la memoria, fue usted quien comentó que varias personalidades destacadas estaban invirtiendo esfuerzos para mantener la investigación en secreto. Si aquella organización de la que me habló, la Orden del Ataúd y la Zarpa, fue la responsable de la muerte de Afton, es posible que los miembros implicados en aquel asesinato ahora ocupen puestos de poder. Es un círculo vicioso que no acaba nunca.

—Por esa razón grupos como este son tan eficaces. Los miembros deben protegerse entre sí, pues si uno cae, caen todos.

—Entonces, ¿cómo podrá demostrar algo? Es como si hubieran trucado la baraja en una partida de póquer.

Miró a su alrededor, incómodo.

—Nos estamos desviando del tema principal. No sabemos a ciencia cierta si alguien de la orden cometió un crimen de tal magnitud. Corren muchos rumores sobre aquel asesinato, y en la mayoría de ellos se alude a Rupert Shaw.

—Hablando del doctor Shaw… —murmuré mientras apartaba otro pétalo que había volado hasta la mesa—. Permítame decir que sigo pensando que no hizo nada malo. Es imposible que estuviera implicado en el asesinato de aquella chica. Y punto. Pero… —añadí, y le miré— hay algo que…, en fin, no es que me inquiete, pero me desconcierta.

—La escucho.

—Lleva un anillo curioso. Es de plata y ónice, o eso creo, con una especie de emblema tallado sobre la piedra. Me resulta muy familiar, pero no consigo saber qué significa ese símbolo. Lo he visto antes en alguna parte. Pero lo más extraño es que siempre explica una historia distinta sobre cómo lo consiguió. La primera vez que me fijé en el anillo me dijo que era una reliquia familiar. A otra persona le contó que se lo regaló un colega, y esta misma mañana me ha dicho que lo adquirió en un mercadillo. Me siento un poco ridícula por sacar este tema, es posible que no tenga más importancia, pero, para evitar malentendidos…, necesitaba desahogarme.

—¿Algo más de lo que necesite desahogarse? —preguntó con voz amable pero fría.

—Eh, no. Eso es todo.

Dejó la jarra a un lado y se cruzó de brazos sobre la mesa.

—¿Y qué me dice de su encuentro con Essie? Para evitar malentendidos, ¿por qué no me dijo que ayer la había visto?

De repente, me quedé sin aire en los pulmones. Me sentía paralizada; se me pusieron los ojos como platos. Los dos nos quedamos en silencio. Tras unos segundos, me apresuré a inventar una justificación embarazosa.

—No entraba en mis planes. No fui hasta allí para verla, de hecho ni la conocía. Nos encontramos en el cementerio… —Me quedé muda al ver su expresión—. Lo siento. Debería habérselo contado.

Su mirada se había tornado oscura, fría y despiadada.

—La próxima vez que quiera saber algo sobre mi vida privada, le sugiero que me lo pregunte a mí directamente, en lugar de indagar a mis espaldas.