No suelo reconocer a los espíritus que veo, pero a veces tengo ciertos déjà vu: me da la sensación de haberlos visto antes. Tengo la gran suerte de que, en mis veintisiete años, no he perdido a ningún ser querido. Sin embargo, recuerdo que una vez, en el instituto, me topé con el fantasma de una profesora. La señorita Compton había fallecido en un accidente de coche durante un fin de semana largo. El martes siguiente, cuando volvimos al instituto, decidí quedarme después de clase para trabajar en un proyecto y advertí su espíritu merodeando por el polvoriento pasillo donde tenía mi taquilla. Aquella aparición me pilló desprevenida porque, desde que la conocí, la señorita Compton siempre me había parecido recatada, humilde y modesta. Nunca esperé que regresara tan avariciosa, buscando desesperadamente lo que ya no podría volver a tener.
No sé cómo, pero logré mantener la compostura, recogí la mochila y cerré la taquilla. Me siguió por todo el pasillo. Sentía su aliento frío en la nuca y el tacto gélido de sus manos agarrándome la ropa. Pasó un buen rato hasta que el aire de mi alrededor se templó. Entonces supe que su espíritu había regresado al inframundo. Después de ese episodio, me aseguré de no quedarme en el instituto antes del anochecer, lo que incluía las actividades extraescolares. Nada de deportes, ni fiestas, ni bailes de final de curso. No podía arriesgarme a encontrarme con la señorita Compton de nuevo. Me asustaba que pudiera aferrarse a mí, pues, entonces, mi vida dejaría de ser mía.
Volví a centrar toda mi atención en el fantasma del restaurante. Lo conocía, pero no personalmente. Había visto una fotografía suya en la portada del Post and Courier hacía varias semanas. Se llamaba Lincoln McCoy; era un destacado hombre de negocios de Charleston que había asesinado a su mujer y a sus hijos, y que después se había suicidado pegándose un tiro en la cabeza. Prefirió morir antes que entregarse al equipo del S.W.A.T., que, para entonces, ya tenía la casa rodeada.
Apareció de un modo bastante etéreo, sin rastro de todo el daño que había hecho a su familia, y a sí mismo. A excepción de sus ojos. Eran oscuros y centelleantes, aunque su mirada transmitía una frialdad sin límites. Cuando me miró, no pude evitar fijarme en su sonrisa, apenas perceptible.
En vez de encogerme de miedo y apartar la mirada, le contemplé detenidamente. Se había desplazado hasta colocarse tras una pareja de ancianos que esperaba su turno para sentarse. Sosteniéndole la mirada, fingí que saludaba a alguien que había detrás de él. El fantasma se dio media vuelta y, justo en ese preciso instante, una camarera que me había visto levantar la mano alzó un dedo para indicarme que vendría a mi mesa al cabo de un momento. Asentí, esbocé una sonrisa y me llevé la copa de champán a los labios. Después, me giré de nuevo hacia la ventana. No volví a mirar al fantasma pero, apenas unos minutos después, sentí su presencia fría deslizándose junto a mi mesa. Seguía detrás de aquella pareja de ancianos. Me pregunté por qué se habría pegado a ellos en particular, si, de algún modo, eran conscientes de su presencia. Quería advertirlos, pero para eso tenía que delatarme. Y eso era justo lo que él quería. Lo que deseaba con desespero: que los vivos le reconocieran. Así podría sentir que volvía a formar parte de nuestro mundo.
Con pulso firme, pagué la cuenta y me fui del restaurante sin mirar atrás.
Una vez en la calle, me tranquilicé y decidí dar un paseo por los jardines White Point, sin prisa por llegar a mi santuario particular: mi casa. Todos los espíritus que habían conseguido colarse durante el crepúsculo ya estaban entre nosotros, de modo que, mientras no bajara la guardia hasta el alba, no tenía por qué huir de las corrientes de frío que acompañaban a aquellas figuras grisáceas.
La niebla era densa. Los cañones y las estatuas que conmemoraban la guerra civil apenas se distinguían desde la pasarela, y la glorieta de músicos y los imperiosos robles no eran más que siluetas casi invisibles.
Sin embargo, sí aprecié el aroma de las flores, esa exquisita combinación que llegué a identificar como la esencia de Charleston: magnolia, jacinto y jazmín. Entre la oscuridad se oyó el sonido de una sirena procedente del puerto, que anunciaba niebla, y el faro empezó a destellar avisos para los barcos de carga que debían atravesar el estrecho canal entre la isla Sullivan y Fort Sumter. Al detenerme para observar la luz parpadeante, un escalofrío incómodo me recorrió el cuerpo. Alguien me estaba siguiendo. Podía oír el sonido suave pero a la vez inconfundible de unas suelas de cuero pisando el rompeolas.
De repente, las pisadas desaparecieron. Me giré, tratando de contener el miedo. No ocurrió nada durante un buen rato, así que creí que aquel sonido había sido producto de mi imaginación. Y entonces el espíritu atravesó la cortina de neblina, y a punto estuve de sufrir un infarto.
Alto, con los hombros anchos y vestido de los pies a la cabeza de negro, parecía haber salido del mundo de ensueño de algún cuento infantil. Apenas lograba trazar sus rasgos, pero mi instinto me decía que debía de ser apuesto y con aire melancólico. Entre la bruma alcancé a distinguir una mirada llena de dolor y, de inmediato, sentí el escozor frío de varias agujas clavándose en mi espalda.
No era ningún fantasma, pero, aun así, era peligroso. No podía dejar de mirarlo, era irresistible y seductor. Al acercarse a mí, me fijé en las gotas de agua que brillaban en su cabellera azabache. Me llamó la atención una cadena de plata que relucía bajo su camisa oscura.
Tras él, difusos y apenas perceptibles por la niebla, merodeaban dos fantasmas, el de una mujer y el de una niña. Los dos espíritus me observaban, pero no desvié la mirada.
—¿Amelia Gray?
—¿Sí?
Puesto que mi blog se había hecho tan famoso, a veces se me acercaban desconocidos que me reconocían por las fotografías colgadas en Internet o por aquel maldito vídeo trucado. En el sur, en especial en la zona de Charleston, había docenas de tafofílicos ávidos, pero, por algún motivo, intuí que aquel tipo no era ningún fanático de los cementerios. Tenía una mirada fría, distante. No me buscaba para charlar sobre lápidas.
—Soy John Devlin, del Departamento de Policía de Charleston.
Mientras se presentaba, sacó la cartera para mostrarme su identificación y su placa, que no dudé en mirar, aunque el corazón me latía a mil por hora.
¡Un detective de la policía!
Aquello no podía ser bueno.
Algo horrible había ocurrido, seguro. Mis padres habían envejecido. Quizás habían sufrido un accidente, o habían enfermado…
Procurando controlar un pánico irracional, deslicé las manos en los bolsillos de mi gabardina. Si les hubiera ocurrido algo a mis padres, alguien me habría avisado por teléfono. Aquel asunto no estaba relacionado con ellos. Tenía que ver únicamente conmigo.
Esperé una explicación mientras aquellas hermosas apariciones se cernían alrededor de John Devlin, como si quisieran protegerle. A juzgar por lo que vi en sus rasgos, la mujer había sido bellísima. Las mejillas y las aletas de la nariz indicaban una herencia criolla. Llevaba un bonito vestido veraniego que se arremolinaba entre sus piernas, largas y esbeltas.
La niña parecía tener cuatro o cinco años. Unos largos tirabuzones negros le tapaban el rostro. La cría flotaba alrededor del policía y, de vez en cuando, alargaba el brazo, como si quisiera cogerse de su pierna o tocarle la rodilla.
Por lo visto, él ignoraba su presencia, pero estaba convencida de que le acechaban. Lo notaba en su rostro, en su mirada, penetrante e implacable. No pude evitar preguntarme qué relación mantenía John Devlin con esos fantasmas.
Clavé la mirada en su rostro. Él también me observaba, con un aire de sospecha y superioridad que me hacía sentir incómoda, aunque el problema fuera tan trivial como una multa de aparcamiento.
—¿Qué quiere? —pregunté. Sonó un poco descortés, aunque esa no era mi intención. No soy una persona a la que le guste la polémica. Tras tantos años viviendo rodeada de fantasmas, mi carácter se ha tornado disciplinado y reservado; no dejo lugar a la espontaneidad.
Devlin dio un paso hacia delante. Apreté los puños en el interior de los bolsillos. Sentí un escalofrío en la nuca… y el impulso de rogarle que, por favor, mantuviera cierta distancia, que no se acercara un paso más. Pero, por supuesto, no articulé palabra alguna y dejé que los fantasmas me helaran la piel con su aliento.
—Una conocida que tenemos en común me sugirió que me pusiera en contacto con usted —dijo.
—¿Y puedo saber de quién se trata?
—Camille Ashby. Pensó que quizás usted podría ayudarme.
—¿Ayudarle con qué?
—Con un asunto policial.
En aquel instante, sentí una curiosidad tremenda. Dejé a un lado mi prudencia, lo que fue una insensatez.
La doctora Camille Ashby era una de las rectoras de la Universidad de Emerson, una universidad privada y elitista por cuyas aulas han pasado como alumnos los más destacados abogados, jueces y hombres de negocios de Carolina del Sur. Hacía poco había aceptado el encargo de restaurar un viejo cementerio situado cerca de la universidad. Una de las condiciones de la doctora Ashby fue que no colgara ninguna fotografía en mi blog hasta que hubiera acabado mi trabajo.
Entendía su preocupación. El actual estado del cementerio no favorecía en nada la imagen de la universidad, en teoría tan cercana a las tradiciones y la ética del sur. Tal y como Benjamin Franklin dijo: «Uno puede intuir los valores de una cultura por el modo en que trata a sus muertos».
No podría estar más de acuerdo.
Lo que no sabía era por qué había enviado a John Devlin a buscarme.
—Por lo que tengo entendido, ha estado usted trabajando en el cementerio de Oak Grove —anunció.
Contuve un escalofrío.
Oak Grove era uno de esos extraños cementerios que me provocaban cierta ansiedad y que, literalmente, me ponían los pelos de punta. La única vez que había sentido algo parecido fue cuando visité un pequeño cementerio en Kansas, al que habían denominado como una de las siete puertas del Infierno.
Me subí el cuello de la gabardina.
—¿De qué se trata?
Él hizo caso omiso de mi pregunta y prosiguió con su interrogatorio.
—¿Cuándo fue la última vez que estuvo allí?
—Hace unos días.
—¿Podría ser más concreta?
—El viernes pasado.
—Cinco días —murmuró—. ¿Está segura?
—Sí, desde luego. Ese día hubo una tormenta y desde entonces ha estado lloviendo. Estoy esperando a que el suelo se seque para volver.
—Camille… La doctora Ashby me contó que usted había tomado varias fotografías de las tumbas. —Esperó a que asintiera antes de continuar—. Me gustaría echarles un vistazo.
Había algo en su tono de voz (de hecho, en toda la conversación) que hizo que me pusiera a la defensiva. O quizá fuese por los fantasmas.
—¿Puede decirme por qué? Y también me gustaría saber cómo me ha encontrado.
—Usted le contó sus planes a la doctora Ashby.
—Quizá mencionara el nombre del restaurante, pero, en ningún caso le dije que daría un paseo después de cenar, básicamente porque ni yo misma lo sabía.
—Llámelo una corazonada —dijo.
Una corazonada… ¿o es que me había estado siguiendo?
—La doctora Ashby tiene mi número de teléfono. ¿Por qué no me ha llamado?
—Lo intenté, pero no ha respondido a mis llamadas.
Bien, en eso llevaba razón. Esa noche había decidido apagar el teléfono. Pero, aun así, aquello no me tranquilizaba. A John Devlin le acechaban dos fantasmas, y eso le convertía en alguien peligroso en mi mundo.
Además, era persistente, y puede que intuitivo. Lo mejor sería librarse de él lo antes posible.
—¿Por qué no me llama a primera hora de la mañana? —propuse con tono despectivo—. Estoy segura de que su asunto puede esperar hasta entonces.
—No, me temo que no. Tiene que ser esta noche.
El tono de su voz me estremeció; parecía premonitorio.
—Qué siniestro suena eso. Ya que se ha tomado la molestia de seguirme el rastro hasta aquí, supongo que no le importará explicarme por qué.
Desvió la mirada hacia la oscuridad que reinaba tras de mí, y no tuve más remedio que resistir la tentación de girarme.
—La lluvia ha destapado un cadáver en una de las antiguas tumbas de Oak Grove.
No era algo inaudito que la lluvia arrastrara huesos de siglos pasados, pues las tumbas se pudrían y el suelo se erosionaba con el paso del tiempo.
—¿Se refiere a restos de esqueletos? —pregunté con delicadeza.
—No, me refiero a restos recientes. A una víctima de homicidio —respondió, sin rodeos. Me miraba fijamente, estudiando cada movimiento de mi cara para evaluar mi reacción.
Un homicidio. En el cementerio donde había estado trabajando a solas.
—Por eso quiere las fotografías, para tratar de precisar cuánto tiempo llevaba allí —apunté.
—Eso si tenemos suerte.
Lo comprendí, así que no puse más impedimentos para cooperar.
—Utilizo una cámara digital, pero imprimo la mayoría de las fotografías. Da la casualidad de que tengo algunas ampliaciones en mi maletín, así que, si no le importa, acompáñeme hasta el coche y se las daré. —Señalé con la cabeza el lugar donde lo tenía aparcado—. Puedo enviarle por correo electrónico el resto de las imágenes en cuanto llegue a casa.
—Gracias, me será muy útil.
Empecé a caminar, pero él se quedó un paso por detrás de mí.
—Otra cosa —dijo.
—¿Sí?
—Estoy seguro de que no tengo que recordarle el protocolo de cementerios; ya sabe que deben tenerse en cuenta ciertas precauciones, sobre todo si hablamos de un cementerio como el de Oak Grove. Lo último que querríamos es profanar un lugar sagrado. La doctora Ashby mencionó algo sobre tumbas sin marcar.
—Como usted ha dicho, es un cementerio muy antiguo. Una de las secciones es anterior a la guerra civil. Después de tanto tiempo, no es inusual que las lápidas se hayan cambiado de sitio, o incluso que se hayan perdido.
—Y en ese caso, ¿cómo localiza las tumbas?
—Existen varios modos, en función del dinero que se quiera invertir: radares, resistencia, conductividad, magnetometría. Los métodos que utilizan detectores de movimiento son los más solicitados porque no son invasivos. Al igual que la rabdomancia de tumbas.
—Rabdomancia de tumbas. ¿Tiene algo que ver con la rabdomancia de agua?
Me dio la impresión de que era algo escéptico al respecto.
—Sí, es el mismo principio. Se utiliza una varilla en forma de Y, o a veces un péndulo, para localizar la tumba. Los círculos científicos han tratado de desprestigiar esta técnica pero, lo crea o no, yo misma he comprobado que funciona.
—Le tomo la palabra —dijo. Y tras una pausa añadió—: La doctora Ashby aseguró que había completado el mapa preliminar, de modo que asumo que, de una forma u otra, ya ha localizado todas las tumbas.
—La doctora Ashby suele ser muy optimista. Todavía debo hacer muchas indagaciones para cerciorarme de dónde está enterrado cada ente, por decirlo de algún modo.
Ni siquiera forzó una sonrisa al oír la palabra que había empleado.
—Pero debe de tener una idea general.
Había algo en la voz de aquel policía que me inquietaba, así que me detuve para poder examinarle de cerca. Unos instantes antes, habría asegurado que aquel aspecto oscuro pero atractivo parecía el de un ángel caído. Sin embargo, en ese momento solo transmitía persistencia y dureza.
—¿Por qué tengo el presentimiento de que no quiere solo una copia del mapa?
—Su presencia nos ahorraría mucho tiempo, la verdad. Además, tener a un experto durante la exhumación nos serviría de cara a la galería. Le pagaríamos por su tiempo, por supuesto.
—Ya que se trata de un antiguo cementerio, le sugiero que contacte con una arqueóloga estatal. Se llama Temple Lee. Solía trabajar con ella. Créame, estará en buenas manos.
—Es muy difícil, por no decir imposible, que nos manden a alguien de Columbia esta misma noche, y, como he dicho, no puede esperar a mañana. La cuenta atrás comenzó en el mismo instante en que hallamos el cadáver. Cuanto antes consigamos una identificación, más posibilidades tendremos de llegar a una conclusión satisfactoria. Por lo visto, la doctora Ashby cree que sus credenciales tranquilizarán al comité.
—¿El comité?
—Conservacionistas locales, miembros de la Sociedad Histórica, los peces gordos de la universidad. Tienen la suficiente influencia como para montar un escándalo si no abordamos el tema según el procedimiento legal. Usted conoce el cementerio y las normas. Tan solo asegúrese de que no pisamos donde no debemos, por decirlo de algún modo.
Esbocé una tímida sonrisa.
—¿Y eso es todo?
—Eso es todo. —Echó un vistazo a la bahía—. Cuando escampe la niebla, es posible que vuelva a llover. Tenemos que encargarnos de esto ya.
Encargarnos de esto.
Esa frase me dio mala espina.
—Y, como ya he dicho, le pagaremos por sus servicios.
—No es eso.
La idea de adentrarme en Oak Grove después del anochecer no me apetecía en absoluto, pero no se me ocurrió ninguna excusa creíble. A pesar de la deuda civil, en ese momento, Camille Ashby controlaba los hilos de mi cuenta bancaria. Así que mi mayor interés era tenerla satisfecha.
—No voy vestida para la ocasión, pero supongo que si usted considera que puedo ser de ayuda…
—Sí, lo considero. Cojamos esas fotografías y vayamos hacia allá.
Me agarró por el codo para llevarme hacia delante antes de que pudiera cambiar de opinión.
El roce de su piel fue magnético, extraño. Me atraía y me repugnaba al mismo tiempo y, cuando me aparté, desenterré la tercera norma de mi padre. La repetí en silencio, como un mantra: «Aléjate de todos los acechados. Aléjate de todos los acechados».
—Si no le importa, preferiría conducir.
Me miró de reojo sin dejar de caminar por la pasarela del parque.
—Lo que usted prefiera.
Seguimos avanzando en silencio a través de la niebla. Con un resplandor suave y tenue, las luces de las mansiones de la bahía iluminaban a la niña que merodeaba a nuestro alrededor. Procuré no tocarla. Al notar el roce helado de mi mano en la pierna, permanecí impávida.
La mujer nos seguía por detrás. Me sorprendió que la pequeña fuera la dominante, y volví a preguntarme qué relación mantenían con aquel misterioso detective.
¿Desde cuándo le atormentaban? ¿Sospechaba que estaban ahí? ¿Había notado los escalofríos, los arrebatos eléctricos o los ruidos inexplicables en mitad de la noche? ¿Se había dado cuenta de que alguien, o algo, estaba absorbiendo poco a poco su energía?
Su cuerpo desprendía un calor muy sutil que, sin duda, debía de ser irresistible para los fantasmas. Ni siquiera yo era inmune.
En cuanto pasamos por debajo de una farola, aproveché para mirarle de reojo. Al parecer, la luz repelía a los fantasmas, pues se desvanecieron como por arte de magia. Atisbé un fugaz destello, nada, un mero vestigio, del hombre vital que John Devlin había sido en el pasado.
Ladeó la cabeza, distraído. Al igual que los espíritus, mi escrutinio le pasó desapercibido. Al principio, creí que estaba escuchando el ulular lejano de la sirena que anunciaba niebla, pero entonces descubrí que el sonido que había llamado su atención venía de más cerca. Era la alarma de un coche.
—¿Dónde lo tiene aparcado? —preguntó.
—Pues… allí —dije, y señalé en dirección a la alarma.
Atravesamos a toda prisa el aparcamiento, que estaba ligeramente mojado. En cuanto doblamos una hilera de coches, estiré el cuello, ansiosa por encontrar mi vehículo. Localicé mi todoterreno plateado tras una luz de seguridad, justo donde lo había dejado. La puerta trasera estaba entreabierta; un cristal hecho añicos brillaba sobre el pavimento mojado.
—¡Es mi coche! —exclamé.
Devlin me agarró por el brazo.
—Espere…
De pronto, alguien encendió el motor de otro vehículo.
—¡Espere aquí! —me ordenó—. Y no toque nada.
Decidí seguirle mientras serpenteaba entre los coches y tan solo me di la vuelta cuando le perdí de vista. Entonces me acerqué a la puerta trasera de mi todoterreno y me asomé. Por suerte, había dejado el portátil y la cámara de fotos en casa, y tenía el móvil y la cartera en el bolso. Lo único que echaba de menos era mi maletín.
El rugido del motor se hizo más evidente, y logré atisbar un coche oscuro derrapando al doblar una esquina. Los faros me cegaron. Durante un segundo, me quedé paralizada. Sentí una ráfaga de adrenalina y de inmediato me agaché para esconderme detrás de mi todoterreno. El coche oscuro pasó a toda velocidad junto a mí.
Devlin emergió de entre la niebla y me ayudó a ponerme en pie.
—¿Está bien? ¿Le ha hecho daño?
Parecía ansioso, pero en su mirada sombría brillaba la emoción de un cazador.
—No, estoy bien. Tan solo un poco conmocionada…
Salió disparado, zigzagueando entre las filas de coches aparcados, en un esfuerzo inútil de atrapar al culpable y evitar que huyera. Oí el quejido del motor y el chirrido de los neumáticos cuando el conductor aceleró.
Tanto mi imaginación como mis nervios habían recibido una sobredosis de estímulos. No me hubiera sorprendido oír disparos, o algo parecido; sin embargo, cuando el ruido del motor desapareció, el aparcamiento quedó sumido en un silencio absoluto.
Devlin se acercó corriendo, con el teléfono pegado al oído. Dijo unas frases rápidas, casi incomprensibles, escuchó una respuesta y después colgó.
—¿Ha podido ver al conductor? —preguntó.
—No, lo siento. Todo ha ocurrido muy rápido. ¿Y usted?
—Estaba demasiado lejos. Ni siquiera he podido leer la matrícula.
—Entonces será imposible seguirle el rastro, ¿verdad? Tendré que ser yo quien pague los daños —farfullé refiriéndome al cristal roto.
Me miró algo contrariado y después se giró hacia el coche.
—¿Le falta algo?
—El maletín.
—¿Estaba en la parte de detrás?
—Sí.
—¿A la vista?
—No exactamente. Estaba detrás del asiento trasero. Uno tenía que asomarse por la ventanilla para verlo.
—¿Alguien la vio dejarlo ahí?
Lo pensé durante unos momentos y me encogí de hombros.
—Es posible. He pasado la tarde en la biblioteca de la universidad, así que supongo que alguien podría haberme visto guardarlo.
—¿Vino directamente aquí?
—No, antes pasé por casa para ducharme y cambiarme de ropa.
—¿Se llevó el maletín?
—No, lo dejé en el coche. De hecho, no acostumbro a guardarlo en casa porque nunca llevo cosas de valor. Solo documentos y archivos de trabajo.
—¿Como fotografías del cementerio de Oak Grove?
Francamente, no se me había ocurrido.
Supongo que la soledad y la vocación que exigía mi trabajo habían atrofiado mis instintos respecto al mundo real.
—No creerá que el robo puede estar relacionado con el cadáver hallado en el cementerio, ¿verdad?
No hubo respuesta.
—¿Tiene copias de las fotografías?
—Por supuesto. Siempre almaceno las imágenes digitales en Internet. He tenido demasiados disgustos con discos duros para dejar algo al azar.
Cada vez estaba más asustada. Mi preocupación no tenía nada que ver con los fantasmas que atormentaban a John Devlin. De hecho, ni siquiera los veía. Era como si la energía negativa que rodeaba mi coche los hubiera empujado hacia las tinieblas. O quizá se estaban arrastrando tras el velo. Fuera cual fuera el motivo, sabía que, tarde o temprano, volverían. El calor de Devlin los atraería, pues no podían existir sin él.
Me rodeé la cintura con los brazos. Estaba tiritando.
—¿Qué hago?
—Avisaremos a la policía para que redacte un informe. Presente la denuncia a la compañía de seguros, lo aceptará como prueba.
—No, me refiero a que… si realmente lo que ha pasado esta noche está relacionado con el homicidio, el asesino sabe quién soy. Y si ha organizado todo esto para conseguir las fotos, no tardará en darse cuenta de que hay copias.
—En ese caso, será mejor que demos con él cuanto antes —sentenció John Devlin.