Capítulo 19

Devlin rodeó el coche, acompañado de sus fantasmas. No me sorprendió que estuvieran con él. Acababa de anochecer y estábamos en mitad de la nada, lejos de cualquier campo sagrado.

No le había visto desde nuestro encuentro en el restaurante, y las cosas que había averiguado sobre él desde aquella noche no dejaban de atormentarme. De hecho, el detective era uno de los famosos Devlin, que se había distanciado de su padre porque había escogido la profesión equivocada y se había casado con la mujer más inapropiada. Eso decía mucho de él, del hombre que había sido antes de que la tragedia y el dolor le convirtieran en una persona tan reservada.

Era extraño, pero cuanto más sabía de él, más inalcanzable me parecía. Pensándolo bien, eso era algo positivo. Me habían sucedido demasiadas cosas desde el día en que Devlin entró en mi vida. Su hija fantasma había merodeado por mi jardín, su difunta mujer se había mofado de mí en el cementerio, y el espíritu del anciano había reaparecido después de muchísimos años, quizás a modo de advertencia. Y por si todo eso fuera poco, se había abierto una puerta por la que se había colado una presencia fría y aterradora que me seguía el rastro.

Por suerte, logré controlar mis impulsos cuando lo vi aparecer. Hubiera deseado lanzarme a sus brazos, tal y como hice en Oak Grove, pero ver a sus fantasmas me contuvo. A medida que Devlin se aproximaba, noté ese frío incontenible que desprendían.

—¿Qué ha pasado? —preguntó entrecerrando los ojos.

—Un pinchazo. Gracias a Dios que está aquí. No imagina cuánto me alegro de verle —respondí. Estaba orgullosa de mí misma; mi voz sonaba aliviada, pero nada más.

Miró a su alrededor.

—¿Y qué está haciendo aquí?

¿Era sospecha lo que percibí en su voz?

—He venido a ver un cementerio —contesté. No era ninguna mentira, aunque dejé que asumiera que no le estaba diciendo toda la verdad—. ¿Y usted?

—Asuntos personales —dijo con voz tan desinflada como mi rueda.

—¿Tiene rueda de recambio?

—Está en el coche. Es el segundo pinchazo de hoy. Qué suerte la mía. Me ha debido de mirar un tuerto, o algo así.

Quizá fueran imaginaciones mías, pero tenía los ángulos del rostro más marcados, y las ojeras más oscuras de lo habitual. Entonces me acordé de su visita al sepulcro familiar y de la fecha que marcaba la diminuta tumba de su hija.

Aparté la vista, pues no soportaba mirarle a los ojos. La predicción de Essie me vino a la mente. Me era imposible concebir una situación lo bastante apropiada como para sacar el tema del fantasma de su hija.

—Dos pinchazos, ¿eh?

—Sí. He llamado al servicio de carreteras, pero apenas tengo cobertura. Ni siquiera sé si la operadora ha entendido la dirección. Si no hubiera venido…

Esta vez el temblor de mi voz me traicionó. Devlin se giró y me preguntó:

—¿Qué?

—Seguramente no era nada, pero había un coche aparcado en la cuneta. No oí el motor ni vi los faros. Estaba… ahí. Y justo cuando usted apareció, el conductor salió escopeteado. Por un momento pensé que iba a arrollarme.

—Esta zona del condado es bastante rural y pobre. Por aquí se mueve mucha droga y se cometen muchos crímenes.

—¿Cree que me he topado con un traficante?

—No me sorprendería —murmuró. Echó un vistazo a la llave que tenía en la mano—. ¿Tiene un gato?

—Sí, por supuesto.

—Entonces arreglemos la rueda. Conozco a un tipo en Hammond que tiene un taller mecánico. Quizá podamos convencerlo para que repare el pinchazo.

—Gracias.

Se arrodilló para aflojar las tuercas.

—Ningún problema. No la dejaría aquí tirada.

—Lo sé, pero… —vacilé. Contemplé el bosque y me estremecí—. De veras, no se imagina cómo me alegro de verle.

El mecánico de Hammond se dejó persuadir, pero fijando un precio. Sesenta dólares y dos neumáticos reparados después, por fin pude conducir por el puente Ravenel hacia Charleston.

Devlin me acompañó con su coche durante todo el trayecto y esperó sobre el bordillo hasta cerciorarse de que había entrado en casa. Corrí a toda prisa por el pasillo, encendí varias luces y después salí a la terraza para comunicarle que todo estaba en orden. Si fuera más hábil en las relaciones sociales, le habría invitado a tomar un café. Quizá no quería pasar esa noche solo, pero tantos años de soledad y prudencia habían hecho mi carácter antisocial, así que me quedé allí de pie, mirando cómo se alejaba su coche.

Y, para ser sincera, me daba un poco de miedo estar con Devlin a solas en mi casa. Lo que hacía que me sintiera incómoda en su compañía no era lo que había pasado el día que se había quedado dormido en mi diván, cuando se había nutrido de mi energía, sino algo que Temple había comentado durante la cena: «Hay algo en él… No sé cómo explicarlo. He conocido hombres como él. Parecen controladores, protectores, pero dependiendo de las circunstancias… y de la mujer…».

¿Qué era lo que más me preocupaba? Que perdiera el control de la situación… ¿o que no lo hiciera? Aquello era una locura. Tenía asuntos mucho más importantes de los que ocuparme.

Así pues, cerré la puerta principal con llave, me duché en un santiamén y me preparé para acostarme. Estaba tan agotada después de la espantosa experiencia de ese día, que no había nada que me apeteciera más que un sueño largo y reparador.

Sin embargo, era incapaz de desconectar el cerebro. En cuanto apoyé la cabeza en la almohada, me invadieron un sinfín de ideas.

No había querido revelarle a Devlin lo que había visto en el bosque porque no tenía la menor idea de cómo explicárselo. ¿Qué le diría? «Por culpa de la relación que tengo con usted y con sus fantasmas, algo oscuro ha cruzado el velo y no sé si las normas de mi padre pueden protegerme».

Sin embargo, había algo más que también me asustaba: el sedán que había huido a toda velocidad al advertir los faros del coche de Devlin. Quería creer que me había topado con un pequeño delincuente, que había sido algo casual. Eso explicaría el extraño comportamiento del conductor, pero aquella teoría no acababa de convencerme.

El coche que había estado a punto de pasarme por encima también era un sedán de color negro, como el del día de mi primer encuentro con Devlin.

Me repetí hasta la saciedad que el asesino no tenía motivos para andar tras de mí por haberle enviado las fotografías a Devlin, pero me sentía intranquila…

¿Y si se me había escapado algo?

¿Y si había algo en aquellas imágenes, un símbolo escondido, que solo yo sabría interpretar?

¿Y si yo era la clave para resolver el misterioso asesinato de Hannah Fischer?

Se había levantado viento. Oía el murmullo de las hojas y el lejano tintineo de los carillones en el jardín. Aunque la noche era agradable y cálida, no dejaba de tiritar entre las sábanas.

Cogí el amuleto de Essie de la mesita de noche. La bolsa desprendía un aroma que no había apreciado antes. Me lo pensé dos veces, pero al final decidí dejarla bajo la almohada.

Me había asegurado que alejaba a los malos espíritus. Esperaba que tuviera razón.

Cerré los ojos y por fin relajé los músculos.

Me sumergí en un sueño tan profundo que no oí ni el chirrido de la puerta del jardín ni el aullido del perro de mi vecino. E igualmente desapercibidos me pasaron los ojos que brillaban enloquecidos al otro lado del cristal de mi habitación.