Capítulo 16

Devlin se detuvo justo en el umbral. Levantó la cabeza para escudriñar el cementerio, como si hubiera presentido mi presencia.

Tras tantos años trabajando en el cuerpo de policía era normal que se mostrara cauteloso al entrar en cualquier lugar aislado. Como pude, pegué el cuerpo al tronco del árbol. Al no percibir pisadas aproximándose, me arriesgué a echar un segundo vistazo. Le localicé enseguida, entre las tumbas de Mariama y Anyika. Estaba de espaldas a mí, así que no pude ver su expresión, de lo cual me alegré. Me despreciaba por estar espiándolo en un momento tan privado, pero era incapaz de apartar la mirada. O simplemente no quería. Me convencí de que ese era el verdadero motivo dada la conexión que me unía con la niña fantasma, con él, y creí haberme ganado el derecho de estar ahí. Contempló la lápida de Mariama durante un buen rato y después se arrodilló para dejar algo sobre la tumba de Anyika.

El cementerio estaba sumido en un silencio sepulcral. Soñaba con oír su voz.

Tras unos minutos, se puso en pie y abandonó el cementerio.

Oí que cerraba la puerta de su coche y esperé a que el ruido del motor desapareciera. Fue entonces cuando salí de mi escondrijo. En vez de huir del cementerio, decidí acercarme a las tumbas para comprobar qué había dejado Devlin. Me avergonzaba, pero me dio lo mismo. Más tarde descubriría que había cometido un gran error.

En el centro del corazón de conchas había colocado una muñeca antigua en miniatura, pintada a mano. Tenía la tez negruzca y lucía varios adornos, una sombrilla de lazos, un traje de seda y unos zapatos con cordones. Era el objeto más delicado que jamás había visto.

Aquella ofrenda me revolvió las entrañas. De repente, se me humedecieron los ojos de lágrimas. Y entonces percibí una voz tan suave como el susurro de los árboles. Un nombre…

—Shani…

Por un momento, creí habérmelo imaginado, pero al levantar la mirada advertí que no estaba sola en el cementerio. Una anciana y una niña de diez años me vigilaban escondidas tras las ramas de los árboles.

Asustada, me puse en pie.

—Hola…

La anciana alzó la mano y yo me callé. Vestía una falda roja un tanto descolorida que le llegaba hasta los tobillos y una camisa verde abotonada hasta la garganta. Tenía el pelo gris y áspero, y lo llevaba recogido en un moño, a la altura de la nuca.

La niña era la personificación de la juventud; iba vestida con unos vaqueros cortos y una blusa de color amarillo limón que resaltaba su hermoso tono de piel. La cabellera salvaje y rizada contrastaba con su rostro angelical, donde brillaban unos ojos verde claro espectaculares.

El contraste no podía ser más sorprendente, aunque me costaba decidir quién era más hermosa o elegante.

Las dos iban descalzas, pero las ramillas y las piñas que había esparcidas por el suelo no parecían ser ningún obstáculo para llegar a las tumbas.

La anciana avanzó hasta colocarse entre las lápidas y murmuró algo que no logré entender. Después sacó un paquete del bolsillo, echó algo sobre la palma y sopló. Vislumbré un fugaz destello de luz azul antes de que la brisa se llevara las partículas titilantes.

Después clavó su mirada en mí, pero no articuló palabra.

—Soy… Amelia —susurré cuando no pude soportar más ese silencio.

La niña alcanzó a la mujer y la cogió del brazo.

—Me llamo Rhapsody, y ella es mi abuela.

—Rhapsody, qué nombre tan bonito —dije.

—Significa entusiasmo excesivo. Un estado de felicidad exaltada.

Presumió como un pavo real y después se agachó para rascarse la parte trasera de la rodilla.

—¿Has venido para el cumpleaños de Shani?

—¿Quién es Shani?

La niña me señaló la tumba más pequeña.

—¿Por qué la llamas Shani? Según la lápida se llama Anyika.

—Shani es su nombre de cesta.

Había leído acerca de la tradición gullah de poner dos nombres. Cada niño recibía, al nacer, un nombre formal y un apodo más íntimo que solo utilizaba el círculo familiar, un nombre secreto que se les asignaba cuando todavía eran lo bastante pequeños como para caber en una cesta de arroz. Rhapsody jugueteaba con uno de sus rizos.

—Mi nombre de cesta es Sia, por ser la primogénita.

—¿Qué significa Shani?

Dibujó un símbolo con los dedos.

—Mi corazón.

De inmediato me empezaron a temblar las rodillas. Sentí que el cuerpo entero se me paralizaba: recordé el corazón que había aparecido en el cristal de mi ventana. Shani quería que supiera quién era, y había usado su nombre de cesta para comunicarse conmigo…

El sol brillaba con fuerza, así que todavía faltaban varias horas para que el velo se estrechara. Pero en ese momento notaba la presencia de aquella niña como si estuviera a mi lado.

Ajena a las emociones que me asaltaban, Rhapsody continuó parloteando sobre los distintos nombres de cesta que había en su familia. Tras unos minutos, su abuela le pellizcó el brazo.

—¡Auch! ¡Qué diablos…!

La anciana le hizo un gesto para que cerrara el pico.

—Ja. Te hajbías pensao que era un mojquitoh, ¿o qué?

Rhapsody no respondió, pero puso unos morros que hablaban por sí solos.

—Y no me pongá esój morroj, ¿eh?

—Sí, señora.

Y entonces se giró hacia mí y, con un tono imperioso, exclamó:

—¡Eh, tú! ¡Amó!

—¿Perdón?

La pequeña, a quien ya se le había pasado el enfado, se acercó y me cogió de la mano.

—La abuela quiere que vengas con nosotras.

—¿Ir con vosotras… adónde? —No estaba segura de que fuera una buena idea.

—A su casa —dijo, y señaló el caminito de grava—. Está justo ahí.

La mujer farfulló algo, pero no entendí ni una sola palabra. De modo que la niña, muy amablemente, me lo tradujo.

—Dice que si quieres saber más sobre Shani, es mejor que nos acompañes. Yo, en tu lugar, le haría caso —añadió mirándola de reojo—. La abuela dice que sin su ayuda Shani jamás te dejará en paz.

No pude declinar aquella invitación tan irresistible.

Las tres caminamos por la carretera de grava juntas. Rhapsody danzaba entre nosotras, con movimientos tan ágiles y ligeros que parecía flotar.

Se pasó todo el camino parloteando sin parar sobre su padre, que estaba en una especie de viaje por África y acerca de su casa en Atlanta, que era un millón de veces más grande que la de su abuelita. Tenían piscina propia, así que Rhapsody podía invitar a sus amigas siempre que quisiera. En cambio, su abuela no tenía ni televisión, y mucho menos conexión a Internet. Si quería chatear con sus amigas del colegio, no tenía más remedio que ir a Hammond y utilizar el único ordenador de la biblioteca.

A pesar de las quejas, parecía una niña feliz. Deduje que mantenía una gran relación con su abuela, Essie. Al final de la carretera se alzaba una pequeña aldea de casas de tablillas rodeada de pilas de neumáticos, coches abandonados y un batiburrillo de aparatos electrónicos oxidados. Todas las casas eran de una sola planta y se habían construido sobre pilares de madera.

Al pasar por delante de la primera casa, me fijé en una chica de catorce años que nos observaba desde la sombra del porche hundido. Cuando Rhapsody la saludó, la joven se levantó y se escabulló hacia el interior de su casa.

—Es Tay-Tay —explicó Rhapsody—. No le gusta que la mire.

—¿Por qué no?

—Porque le doy miedo.

—¿Y por qué le das miedo?

—Mi abuela es experta en medicina naturista, y soy la única niña viva de la familia —dijo con aire misterioso.

Essie murmuró algo entre dientes, imaginé que una advertencia, que Rhapsody ignoró por completo.

Tay-Tay va diciendo por ahí que puse algo en su Pepsi para que se le cayera el pelo, pero no es verdad. Aunque podría hacerlo si quisiera —apuntó. Deslizó su hermosa melena hacia atrás con toda la arrogancia que una niña de diez años podía exhibir.

—Sé de una niña que se vaj a ij a dormíj sin cená ejta noche —avisó Essie.

—Lo siento, abuela —se disculpó Rhapsody. Pero, cuando la miré, estaba sonriendo con malicia. Después pateó una piedra y la lanzó directamente hacia la casa de Tay-Tay.

Seguimos caminando. En la segunda casa había un chucho atado en el jardín; al vernos pasar, dejó escapar un aullido que helaba la sangre. Essie levantó la mano y el perro enmudeció, igual que había hecho yo en el cementerio.

—Esa casa de allí es la de mi abuelita —dijo Rhapsody refiriéndose a una diminuta casita blanca que se alzaba al final de la calle. Era, sin lugar a dudas, la más bonita del vecindario, con un jardín arreglado; la ropa recién lavada ondeaba en el tendedero.

Subimos unas escaleras de cemento y atravesamos el hermoso porche con suelo de tablones de madera y el techo azul, el mismo color añil que, según la tradición gullah, alejaba tanto a las avispas como a los fantasmas. Después me guiaron hacia un estrecho recibidor que olía a salvia y a hierbaluisa. De inmediato reparé en tres detalles: un espejo colgado al revés, una escoba de paja escondida tras la puerta y varias caracolas que servían como adorno de un pequeño banco.

Essie se escabulló a la cocina, y dejó que fuera Rhapsody la encargada de enseñarme el resto de la acogedora salita. Me fascinó el espacio que ocupaba la mesa, pues estaba ornamentado con unas cestas de mimbre preciosas. Al decirle lo bonita que me parecía esa decoración, Rhapsody encogió los hombros con indiferencia y soltó:

—¿Esas cosas viejas? La abuelita se pasa el día haciéndolas.

Por lo visto, no le impresionaban tanto como a mí.

Después señaló con la mano una pared llena de retratos.

—Todos son parientes míos, pero no me preguntes cómo se llaman. Murieron hace mucho tiempo. Mi abuela dice que nosotros, los Goodwines, tenemos la costumbre de morir jóvenes. Menos ella, digo yo. Seguramente estemos malditos, o algo así.

Entonces me confesó que su abuela era, en realidad, su bisabuela. Su padre y Mariama eran primos hermanos, pero al haberse criado juntos se querían como hermanos.

—Antes has dicho que tu abuela es experta en medicina naturista. ¿Qué has querido decir con eso?

—Es una bruja —respondió la pequeña con la misma sonrisa maliciosa que había visto antes—. Y como soy la única niña que queda en la familia, voy a ser su ayudante. Por eso he venido aquí a pasar el verano, para aprender a ser una hechicera de verdad.

—¡Sia! ¡Chitón, home!

No la habíamos oído llegar, así que, al oír los gritos de Essie, Rhapsody y yo nos sobresaltamos. Llevaba una bandejita con una jarra de té dulce, tres vasos y un plato a rebosar de galletas de semillas de sésamo. Antes de que pudiéramos ofrecernos a ayudarla, la anciana se dio media vuelta y desapareció por el angosto pasillo. Un segundo más tarde, oí el chirrido de la puerta del porche.

La seguimos hasta allí. Essie se acomodó en una vieja mecedora de mimbre y nos sirvió a cada una un vaso de té. Cuando su nieta alargó la mano para coger una galleta, le asestó un manotazo tremendo.

Acto seguido me ofreció el plato. No pude negarme; si lo hacía, se lo tomaría como un insulto imperdonable. Además, me gustaban las obleas, y se solía decir que traían buena suerte.

Me senté en el último peldaño de la escalera. La pequeña se apoyó sobre la endeble barandilla que rodeaba la terraza. El té sabía a miel y limón, aunque también percibí un matiz de naranja. Era un sabor dulce y delicioso, igual que el té que solía preparar mi madre.

Mientras nosotras saboreábamos las galletas y el té, Essie contemplaba el cielo. Por fin se había despejado. A medida que la brisa se calmaba, el calor empezó a hacerse insoportable. Me acerqué el vaso frío a la cara y me pregunté cómo abordar el tema de Shani.

Tras unos minutos, estaba tan acalorada que me sentía un poco ida. Me arrastré por el suelo y dejé el vaso vacío sobre la bandeja que Essie había colocado junto a su balancín. Al incorporarme, el mundo empezó a girar a mi alrededor. Me quedé sin respiración y me apoyé en el poste más cercano para no caerme.

Rhapsody bajó de un brinco de la barandilla y vino como un rayo hacia mí.

—¿Qué te pasa?

—Estoy mareada…

Colocó una mano sobre mi frente.

—No parece que esté bien, abuelita. Quizá deberías darle una dosis de vida eterna.

De repente, sentí la imperiosa necesidad de marcharme de allí. Intenté ponerme en pie, pero todo me daba vueltas.

Rhapsody me cogió por los hombros y me reclinó hacia los tablones de madera.