Al caer la noche, la llovizna se convirtió en un aguacero. Así pues, tuvieron que posponer la exhumación hasta que el tiempo mejorara y la tierra se secara. Para poder analizar los granos de tierra en la pantalla, tenía que estar filtrada y suelta. Puesto que no podía trabajar en el cementerio, me pasé toda la mañana en Emerson. Todavía quedaban por identificar bastantes tumbas, la mayoría situadas al norte del cementerio. Era irónico, pero no lograba ubicar el sepulcro de dos difuntos, cuyos nombres había encontrado en un antiguo libro de familia.
Crear el mapa de un cementerio tan antiguo como el de Oak Grove siempre representaba un tremendo desafío, comparable al de unir las piezas de un rompecabezas. Lápidas sin identificar, registros perdidos, caligrafías ilegibles, tumbas cubiertas de maleza… El paso del tiempo causaba estragos en el mundo de los muertos, igual que en el de los vivos.
Estaba tan absorta en lo que tenía entre manos que, al principio, no reparé en un sonido de rasguños.
Después, levanté la cabeza y me quedé como una estatua. Quizás un ratón había logrado roer alguna de las cajas de archivos.
Construida en los sótanos de la biblioteca de Emerson, la sala de archivos era un espacio repleto de rincones sin luz y pasillos oscuros que serpenteaban entre filas y filas de estanterías abarrotadas.
Por lo general, los espacios cerrados con poca luz no me angustiaban, pero el hecho de no identificar aquel sonido me produjo una sensación de aislamiento que me asustó. Estaba completamente sola ahí abajo. El escritorio donde trabajaba estaba delante de una gigantesca escalera que conducía al primer piso. No había entrado nadie en todo el tiempo que llevaba allí.
No es nada, me repetía una y otra vez. El edificio era antiguo y sobrecogedor, y estaba cargado de sonidos y olores de épocas pasadas. De hecho, no era distinto a la decena de sótanos donde había pasado largas tardes hojeando archivos, inmersa en las vidas de los difuntos.
Decidí no hacer caso al ruido y me concentré en mi trabajo.
Y entonces volví a oírlo, rasguños desesperados seguidos de un golpe seco.
Sin duda, una de las cajas había caído al suelo. No era cosa de un ratón, de eso estaba convencida.
Muerta de miedo, ladeé la cabeza y escuché con atención. Al fondo de uno de los pasillos apareció una sombra. Dejé escapar un grito ahogado y poco después me percaté de que era una persona, y no aquella espeluznante criatura que me había encontrado en el bosque de Oak Grove.
—¿Hola? —llamé.
—¡Hola! —respondió el desconocido, que parecía sorprendido—. No sabía que había alguien más aquí abajo. ¿Lleva mucho tiempo aquí?
—Un par de horas —contesté mientras intentaba distinguirle entre la oscuridad—. No le he visto bajar las escaleras.
—He utilizado la escalera trasera. Por eso no nos hemos cruzado.
El tipo se fue acercando poco a poco, pero no le reconocí hasta tenerlo de frente.
—La señorita Gray, ¿me equivoco? Daniel Meakin. Nos conocimos en Rapture.
—Sí, por supuesto. Me alegro de volverle a ver, señor Meakin.
—Llámeme Daniel, por favor.
Bajé la cabeza y respondí:
—Amelia.
Echó un vistazo a los archivos y libros de registros que tenía esparcidos por la mesa.
—¿Investigando Oak Grove?
—Sí.
Le expliqué todo el asunto de los sepulcros sin identificar y de las lápidas sin tumbas vinculadas.
—Menudo problema, ¿verdad?
—Pues sí —respondí con una sonrisa.
—¿Y no coinciden?
—Por desgracia, no. Pero quizá pueda echarme una mano. Tengo entendido que había una iglesia junto al cementerio.
—Así es. De hecho, la sección más antigua de Oak Grove pertenecía a ella. Cuando se destruyó el edificio, las autoridades municipales se aprovecharon de lo que entonces era un lugar remoto para inaugurar un cementerio nuevo. Con el tiempo, la gente se olvidó de ese lindero y ambos cementerios pasaron a llamarse Oak Grove.
—¿Sabe si algunos registros se perdieron o desaparecieron junto con la iglesia?
—Es muy probable. La mayor parte de los registros más antiguos se quemó durante y después de la guerra civil. Quizás algunos estén mal colocados o mal archivados —supuso, y miró a su alrededor con la frente arrugada—. Al igual que Oak Grove, estos archivos se han descuidado durante años, y es una pena. Este lugar necesita una reorganización completa y urgente.
—No se lo discutiré. Me he pasado demasiadas horas aquí abajo fisgoneando entre esas cajas viejas.
—Mi afición favorita —murmuró con una sonrisita.
—Y la mía.
—¿No le angustia la soledad de este lugar? —preguntó—. A mucha gente le resulta deprimente.
—Nunca me ha importado trabajar sola. —La soledad era una vieja amiga—. Aunque me encantaría encontrar lo que necesito.
—¿Sabe qué? Creo que tengo algunos libros en mi despacho que hacen referencia a Oak Grove. Les echaré una ojeada, a ver si contienen algo que pueda serle útil en su investigación.
—Gracias. Me haría un gran favor.
Durante todo el tiempo que estuvo allí, no dejó de sujetarse la muñeca izquierda. Recordé lo que Temple había dicho sobre la cicatriz y su intento de suicidio. Me debió de leer la mente, porque, de repente, se retiró hacia las sombras del pasillo.
—No la entretengo más. Supongo que todavía le queda trabajo por hacer.
—Una cosa antes de que se vaya…
En vez de inventarse cualquier excusa, se quedó a escuchar lo que quería decirle.
—Anoche estuve cenando con Temple y Ethan, y me comentaron que usted había sido compañero suyo en Emerson. Por lo visto, lleva mucho tiempo ligado a esta universidad.
—A veces creo que demasiado —puntualizó. Y volvió a esbozar esa sonrisa de menosprecio.
—He consultado miles de archivos y artículos, y he advertido que algunos contienen referencias a una sociedad secreta. Se llamaba la Orden del Ataúd y la Zarpa. ¿Sabe algo de eso?
No parecía muy dispuesto a responder. De hecho, se mostró indeciso.
—Algo he oído, pero no creo que esa información le ayude a resolver su problema con las tumbas y las lápidas.
—Ya lo sé, pero en los cementerios hay un sinfín de símbolos e imágenes pertenecientes a sociedades secretas. Pensé que esa organización podría estar relacionada con Oak Grove.
—No puedo ayudarla con el tema de los símbolos. Por algo se considera una sociedad secreta. Lo que sí puedo decirle es que, en el siglo XX, la orden se transformó en una organización muy distinta de la fundada en 1800. La evolución, a mi modo de ver, no fue buena.
—En algún sitio he leído que en los ochenta se reformaron los estatutos para incluir mujeres.
—Fue una de sus etapas más tolerantes; aunque «tolerante» no es el término más apropiado para describir a una organización que, por naturaleza, es excluyente.
—Deduzco que no siente mucho aprecio por ese tipo de sociedades.
Daniel se encogió de hombros.
—Tengo un problema con el elitismo en general. Soy más de los de «tomar la Bastilla».
Tuve que contener la risa. No me imaginaba a Daniel Meakin con un machete, y menos todavía blandiendo una espada o un mosquete.
—La exclusividad de pertenecer a una sociedad secreta es el único motivo, el único —dijo— que los empuja a proteger el statu quo… a toda costa.
—¿Qué quiere decir con «a toda costa»?
—Justamente eso.
—¿Cree que la Orden tuvo algo que ver con el asesinato de Afton Delacourt?
Al parecer, la pregunta le incomodó, pues empezó a mirar hacia las escaleras.
—Es un tema muy delicado. Creo que lo más sensato sería dejar que esa pobre chica descanse en paz.
—Pero, ahora que se ha producido otro asesinato, es lógico que se planteen ciertas preguntas al respecto —insistí.
—Esas preguntas son asunto de la policía.
—Desde luego, pero…
—Tendrá que perdonarme, pero llego tarde a una reunión.
Se marchó tan rápido que no pude ni despedirme.
Aquel modo de huir me recordó cómo Temple había hecho oídos sordos a mis preguntas sobre el asesinato de Afton Delacourt. Habían pasado más de quince años, pero aparentemente todos se negaban a hablar del tema.
Vi que Meakin se escabullía por uno de los pasillos y fue entonces cuando me di cuenta de que no estábamos solos. No sabía cuánto tiempo llevaba Camille Ashby en el sótano, ni por qué no nos había saludado al entrar. Estaba agazapada en la sombra del hueco de la escalera. Lo bastante cerca como para haber oído toda nuestra conversación. Entreví su silueta y, de pronto, retrocedió varios pasos. Acto seguido, percibí el sonido de una puerta al cerrarse.
No quería pasar ni un minuto más sola entre los archivos. El sótano estaba demasiado aislado del resto del edificio, así que recogí todas mis cosas y me fui.
Ese día no volví a Emerson. A media tarde, cuando por fin dejó de llover, me monté en el coche, camino del condado de Beaufort, y tomé la carretera que bordeaba la costa.
Desde que salí de la sala de archivos, no había dejado de luchar contra un deseo algo morboso; ansiaba ver con mis propios ojos el lugar donde Mariama y Anyika habían fallecido.
No tenía sentido ir hasta allí, pero tampoco lo tenían el corazón que había aparecido dibujado en el vaho del cristal ni la oscura criatura que me había vigilado oculta tras los arbustos del bosque de Oak Grove. Era una chica que veía fantasmas. De hecho, desde que había cumplido los nueve años, nada en mi vida había sido lógico ni había tenido mucho sentido.
Si hubiera hecho caso a mi sentido común, habría regresado a casa para desenterrar el anillo escondido en el jardín, tal y como mi padre me había aconsejado, pero no lo hice. Mantener una conexión con el fantasma de aquella niña no era, de ningún modo, lógico, pero, en ese momento, cuando sabía quién era, no me sentía capaz de arrojar el anillo al río donde la pequeña se había ahogado. Me parecía demasiado frío, incluso un insulto, tanto para ella como para Devlin.
Cuando salí de la US 17, la ruta se volvió enrevesada. Si no hubiera sido por el sistema de navegación del coche, me habría perdido entre aquel embrollo de carreteras de asfalto y tierra que se entrecruzaban en la zona rural. Sin embargo, había sido precavida y había programado la ruta antes de salir de Charleston. Aquella voz, tan eficiente e informatizada, me guio directamente a mi destino.
Tras aparcar el coche a un lado de la carretera, me apeé y me dirigí hacia el muro del puente.
Durante el tiempo que estuve allí, tan solo vi pasar un coche. El conductor bajó la ventanilla para preguntarme si necesitaba ayuda. Le di las gracias y con un gesto le indiqué que estaba bien. Después, continué contemplando el río.
El nivel del agua apenas alcanzaba el puente. Si el río hubiera bajado lleno el día en que Mariama se estrelló contra el guardarraíl, el agua podría haber amortiguado el impacto, aunque el resultado habría sido el mismo.
¿Qué le hizo perder el control ese día? Las carreteras eran angostas. Quizá tuvo que esquivar un coche que avanzaba en dirección contraria. O puede que quisiera sortear un animal que apareció en mitad del asfalto. Tal vez el puente había estado resbaladizo, y por ello había derrapado hasta chocar con el quitamiedos. Toda aquella especulación era absurda. Nadie sabría nunca qué había ocurrido aquel día.
El cielo estaba gris. Respiraba un aire cargado de humedad y de la esencia salobre de los estuarios. Todo a mi alrededor estaba quieto y en silencio.
Me quedé allí de pie durante un buen rato, pero no percibí su presencia.
Al final, volví al coche, programé el navegador y me fui de allí sin mirar atrás.
El cementerio de Chedanthy era mi siguiente parada. Estaba a varios kilómetros al noreste de Hammond. El camino de gravilla que me condujo hasta allí era de una sola dirección y a ambos lados se alzaban majestuosos robles.
Los obituarios mencionaban el cementerio donde habían enterrado a Mariama y a Anyika, pero todavía no lograba entender esa necesidad casi obsesiva de visitar sus tumbas, ni el impulso de ver el túnel con mis propios ojos. Lo único que sabía era que no podría descansar hasta visitar ambos lugares.
Un arco metálico y oxidado marcaba la entrada del cementerio, pero el arcén era tan estrecho que no pude dejar el coche allí, así que di media vuelta y lo aparqué junto a una zanja llena de agua negra.
Las tumbas de aquel cementerio eran antiguas y estaban decoradas según la tradición gullah: relojes que marcaban la hora de la muerte, lámparas maltrechas que iluminaban el camino hacia la otra vida, cerámica hecha añicos, cántaros, jarras, tazas, soperas para romper la cadena de la muerte. El suelo del cementerio estaba cubierto de arena blanca para protegerlo de los bakulu, espíritus incansables que deambulaban por nuestro mundo para entrometerse en los asuntos de los vivos.
Estaba en territorio de supersticiones, en la tierra de Boo Hag. Según las viejas leyendas que relataba mi padre, era una mujer que practicaba brujería y magia negra. Cuando caía la noche, la hechicera abandonaba su cuerpo y deambulaba a sus anchas por los campos de cultivo para alimentarse de la fuerza vital de sus víctimas. Nadie podía verla, pero todos la sentían. Mi padre solía decir que su piel tenía la misma textura que la carne cruda.
—Entonces no es un fantasma —señalé, siguiendo mi lógica particular—. Su tacto es frío y húmedo. Como el interior de una tumba.
—Chis —siseó mi padre—. No quiero que tu madre te oiga hablar de esas cosas.
Cerré el pico como la hija obediente que era, pero me molestaba no poder compartir esa parte de mi vida con mi madre. Tras mi primer encuentro con un fantasma, anhelé su cálido abrazo, que me sujetara con fuerza, que me protegiera de todos los peligros que merodeaban tras nuestras ventanas al anochecer.
A partir de la primera vez que vi un fantasma, la relación con mi padre cambió. Las normas crearon un abismo entre mi madre y yo. Jamás podríamos tener la relación que tanto ansiaba, pues tenía que ocultarle demasiadas cosas.
Mi padre tampoco era sincero con ella, así que nuestros secretos se convirtieron en una carga muy pesada.
Las tumbas de Mariama y Anyika estaban en la sección más nueva del cementerio, cerca de la entrada. Estaban juntas, bajo la sombra de las nudosas ramas de un gigantesco roble.
La de Mariama contenía una decoración similar al resto, pero el diminuto sepulcro de Anyika apenas tenía adornos. Una lápida sencilla y varios buccinos y erizos de mar esparcidos por la tumba.
Me quedé perpleja al leer la fecha de nacimiento en la lápida. Aquel día habría sido su cumpleaños. Me arrodillé y, con suma cautela, aparté varias hojas secas, dejando al descubierto un corazón que alguien había formado con unas conchas.
Repasé su contorno con la yema de los dedos, sin dejar de pensar en el corazón que quien fuera había dibujado en mi ventana empañada. De repente, oí el crujir de la gravilla. Esperé a que el coche pasara de largo, pero se detuvo y, un segundo más tarde, oí un portazo.
Me levanté enseguida y empecé a correr. No puedo explicarlo, pero no quería que me encontraran junto a esas tumbas. Como no tenía tiempo de llegar hasta el coche, me escondí detrás de un árbol, con la esperanza de que nadie me descubriera.
Agachada tras el gigantesco tronco, observé al visitante cruzar la entrada arqueada. Caminaba con los hombros caídos y la cabeza ligeramente gacha. Lo reconocí al instante.
Devlin.