Esa noche, al llegar a casa, me encerré en el despacho. Encendí el portátil y me acomodé en el diván para empezar una búsqueda de sabueso por la Red. La investigación era un aspecto fundamental en mi trabajo y, si disponía del tiempo suficiente, solía averiguar todo lo que necesitaba. Pero esa noche, a pesar de que estuve un buen rato, no encontré nada nuevo sobre Afton Delacourt. No hallé nada en absoluto sobre ella, ni de antes ni de después de su muerte. Por lo visto, Devlin había dado en el clavo al hablar de esa especie de bloqueo mediático. Era como si cualquier huella de la vida de aquella chica se hubiera esfumado tras el asesinato.
Sin embargo, Rupert Shaw no fue un hueso tan duro de roer. La búsqueda en Google me facilitó un sinfín de enlaces, la mayoría de ellos relacionados con su trabajo en el Instituto de Estudios Parapsicológicos de Charleston. Casi todos los artículos le dejaban en una posición bastante favorable; le definían como un erudito, un caballero algo excéntrico que tenía una evidente pasión por lo paranormal, lo cual cuadraba bastante con mi opinión sobre él.
Rebusqué y encontré una entrevista que había concedido a una página local dedicada a los cazafantasmas. Al doctor Shaw le preguntaron sobre casas encantadas y experiencias cercanas a la muerte, pero la parte de la grabación que llamó más mi atención fue la pequeña charla espontánea del final.
El entrevistador había elogiado un anillo que llevaba en el meñique derecho. Yo misma me había fijado en él cuando conocí al doctor Shaw. Era de plata y ónice, y lucía un símbolo engastado en la gema. Me dijo que era una reliquia familiar; en cambio, en el vídeo aseguraba que había sido un regalo de un colega. Era perfectamente posible que se tratara de dos anillos distintos, pero sospechaba que no era así. De todos modos, no lo consideré más que un detalle curioso.
Seguí con mi búsqueda…
Y averigüé que la infame Sociedad de la Calavera y Huesos de la Universidad de Yale, así como la Orden del Ataúd y de la Zarpa, se habían fundado a principios del siglo XIX, y que entre sus miembros figuraba parte de la élite más poderosa de Carolina del Sur. En 1986, se modificó la política machista de ambas universidades, de modo que, a partir de entonces, cada año aceptaban a dos chicas de tercer curso.
Encontré varias referencias a símbolos ocultos, numerología, retiros secretos y ceremonias de iniciación clandestinas; pero ningún enlace mencionaba el asesinato de Afton Delacourt. Tampoco se había escrito sobre la desaparición de la organización.
Después, tecleé el nombre de Hannah Fischer y, aunque el buscador mostró al menos una docena de resultados, tan solo uno me condujo hacia una mujer que vivía en los alrededores de Charleston y que hacía poco había celebrado su noventa y nueve cumpleaños.
Cuando le mencioné el nombre de Tom Gerrity a John Devlin, percibí algo de rencor, de resentimiento. Pero estaba tan ansiosa por marcharme del cementerio que había preferido no seguir hablando del tema. En ese momento, en cambio, me arrepentía de no haber obtenido más respuestas.
Con la mirada fija en la pantalla, deslicé los dedos por el teclado. Solo me quedaba una búsqueda.
Mariama Devlin.
Escribir su nombre me hizo sentir culpable, porque, por mucho que intentara justificar mi interés, estaba fisgoneando en la vida personal de Devlin. No era mejor que Ethan ni Temple, que habían disfrutado como enanos diseccionando la vida de Devlin durante la cena, como buitres devorando una res muerta.
Que esa tarea me repugnara no bastó para frenarme. El primer enlace me llevó a un artículo de periódico que relataba el accidente. La versión encajaba bastante con la de Ethan. El coche se había estampado contra el guardarraíl, se había deslizado por un puente de piedra y había acabado en el río. Lo único que Ethan no había contado era la llamada desesperada al 911 que Mariama había realizado instantes antes de su muerte, justo cuando el auto empezó a hundirse. Era evidente que ella sabía que el equipo de rescate jamás llegaría a tiempo para salvarla. Atrapada por el cinturón de seguridad, no pudo salvarse, ni tampoco a su hija de cuatro años.
Apoyé la cabeza en el diván y cerré los ojos. No tuve que esforzarme demasiado para imaginarme aquella escena tan espeluznante. El golpe seco de la colisión inicial. El fango del río colándose por el parabrisas. El ruido del coche mientras se sumergía. En el interior, Mariama tirando del cinturón de seguridad mientras observaba que el automóvil se iba cubriendo de agua; ella procurando calmar a su hija, aterrorizada.
Y oscuridad cuando el coche se posó en el fondo del río.
«No me dejes aquí… Mami, por favor…»
Los llantos eran tan reales que abrí los ojos y miré a mi alrededor.
Estaba sola, pero el corazón me iba a mil.
Me llevé una mano al pecho y respiré hondo. ¿Cuántas veces habría aparecido esa escena en las pesadillas de Devlin? ¿Cuántas veces los terribles gritos de su hija le habrían despertado?
No era de extrañar que necesitara estar un tiempo alejado de la ciudad para asumir lo que había pasado. Soportar el peso de la culpa y los eternos «¿y si?» debió de conllevar una agonía indescriptible.
Aunque no pudiera verlos, sus fantasmas se encargaban de mantener ese tormento. Mientras siguieran acechándole, jamás podría curar las heridas.
Tardé un rato en ordenar las ideas, y después continué leyendo.
El accidente se había producido en una zona remota del condado de Beaufort, cerca de un pueblo llamado Hammond. Mariama y su hija iban a visitar a unos parientes.
El artículo contenía dos fotografías; un primer plano del guardarraíl y una instantánea de los curiosos, que se habían amontonado en la orilla del río esperando ver a los buzos de rescate salir a la superficie.
No quise fijarme en las caras de aquella multitud porque no quería encontrar allí a Devlin. No me apetecía ver sus ojos en aquel momento tan horrible.
Cerré la ventana del artículo y abrí el siguiente enlace, que me llevó a la sección de obituarios. No había fotografías, pero ya sabía qué aspecto tenían, tanto Mariama como Anyika, su hija de cuatro años.
Anyika.
Ese nombre no encajaba con la niña fantasma que había visto aferrada al pantalón de Devlin y merodeando por mi jardín.
Empecé a decir el nombre en voz alta, y de inmediato cerré la boca.
Regla número cuatro: nunca tientes al destino.
No tardé en apagar el ordenador y dejarlo a un lado. Había hecho suficientes averiguaciones por una noche.
Me tumbé de lado y apoyé la mejilla sobre una mano. Cerré los ojos, pero mi mente no podía descansar. Demasiadas ideas e imágenes se me agolpaban en la cabeza. Demasiadas preguntas aún sin responder…
Continuaba viendo a Mariama y a Anyika atrapadas en aquel coche, intentando respirar y con el agua hasta el cuello…
Imaginé cómo se debió de sentir Devlin al enterarse de la noticia… y cómo habría acudido a toda prisa al río, rezando pero temiendo lo peor. Y después el largo viaje de vuelta a casa, a sabiendas de que seguiría vacía cuando llegara, consciente de que jamás volvería a abrazar a su hija…
Pensé en el cadáver desfigurado de Afton Delacourt en el mausoleo, en el mismo lugar donde se suponía que Rupert Shaw llevaba a cabo sus sesiones de espiritismo. Reflexioné sobre su teoría. Él sostenía que, justo al morir, se abría una puerta que permitía que alguien cruzara al otro lado. ¿Y si alguien había atravesado esa puerta cuando Hannah Fischer había fallecido? ¿Y si esa persona, al volver a deslizarse por el velo, había traído algo consigo? Algo tan oscuro, fétido y frío como la criatura que merodeaba por el bosque…
Recordé lo que Temple había contado esa noche. Camille Ashby había querido asesinarla con unas tijeras en la universidad, y Daniel Meakin había intentado suicidarse, o eso dedujo Temple al ver una cicatriz en su muñeca. Me acordé de la charla que habíamos mantenido fuera del restaurante. No parecía dispuesta a hablar del asesinato de Afton ni de la Orden del Ataúd y la Zarpa. ¿Era posible que estuviera relacionada con esa sociedad? ¿Y Ethan?
Todas esas preguntas me bailaban por la cabeza junto con un carrusel incesante de caras distintas. Camille Ashby. Ethan y Rupert Shaw. Temple. Tom Gerrity. Daniel Meakin. Los cadáveres maltratados de Afton Delacourt y Hannah Fischer. Los rostros etéreos de Mariama y Anyika. Y Devlin. Siempre Devlin.
Por fin me había entrado el sueño, pero me daba pereza levantarme y andar hasta la habitación.
Una suave brisa agitaba las hojas de los palmitos, provocando un murmullo reconfortante. Noté que los músculos empezaban a dar ligeras sacudidas. Durante un buen rato, floté en ese agradable y borroso vacío del duermevela, antes de caer dormida en un sueño profundo. Pero entonces todos esos pensamientos caóticos se trasladaron a mis sueños, creando así unas imágenes inconexas y extrañas.
Estaba en el cementerio de Oak Grove, sobre el primer escalón del mausoleo Bedford. Temple también estaba allí. Desde el último escalón alargaba el cuello para mirar a través de una puerta medio abierta.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.
Llevaba la misma túnica blanca que se había puesto esa noche para cenar, pero los adornos eran mucho más exóticos. Distinguí el destello de varias piezas de bisutería cosidas alrededor del cuello.
—Nunca me he considerado una voyeur, pero no puedo dejar de mirarlos —dijo.
—¿Mirar a quiénes?
Su sonrisa era astuta y sugerente.
—Ven a verlo con tus propios ojos. Te irá la mar de bien.
Poco a poco, subí los peldaños y me coloqué a su lado. Por la rendija vi que la habitación estaba iluminada por la luz de unas velas. Era como mirar a través de un velo.
Y entonces los vi…
Devlin y Mariama…
Bajo aquella luz tan tenue y cálida, sus cuerpos, con tonos de piel tan opuestos, se veían hermosos. La larga cabellera de Mariama se balanceaba de forma erótica sobre su espalda desnuda. Devlin le acariciaba los pechos mientras ambos se movían a un ritmo primitivo.
Seguimos ahí de pie mirando boquiabiertas. Entonces, de repente, Mariama se giró hacia mí con los ojos caídos y humedeciéndose los labios. Una invitación tentadora que me desconcertó.
—No deberíamos estar aquí —farfullé, y retrocedí varios pasos.
—No seas tan pacata. Es evidente que disfrutas mirándolos.
Mientras bajaba las escaleras oí la carcajada burlona de Mariama.
Noté un escalofrío en la espalda y eché un vistazo por el rabillo del ojo. Una sombra pasó como un rayo, pero, cuando me giré, el fantasma de la niña me había cerrado el paso.
Una fragancia de jazmín me embriagó. La pequeña levantó la mano e hizo una señal para que la siguiera. Procuré aferrarme a las reglas de mi padre, pero no las recordaba. Y no pude resistirme a aceptar su invitación.
Me alejó del mausoleo y me llevó a una zona del cementerio donde no había estado. Había un grupo de gente que se había reunido alrededor de una lápida. Todos se giraron al oírme llegar. Los reconocí a todos: Camille, Temple, Ethan, Daniel Meakin. Incluso el doctor Shaw estaba allí. Con una sonrisa enigmática, se hizo a un lado para que pudiera unirme al círculo.
Me acerqué lentamente y miré al suelo, buscando aquello que, por lo visto, había captado su atención.
Solo vi una tumba vacía.
De pronto, noté una presión en la espalda. Alguien me había empujado, así que me caí en ese hoyo oscuro e infinito.
Mi propia tumba…
Casi sin aliento, me incorporé en el diván.
Tardé unos momentos en ubicarme, y otros tantos en tranquilizarme.
Mientras dormía, el despacho se había enfriado. Había dejado en marcha el aire acondicionado cuando salí a cenar porque la casa estaba demasiado caldeada. No había reparado en ajustar el termostato al llegar, así que hacía tal frío en la habitación que los cristales de las ventanas se habían empañado.
Alargué el brazo para coger la manta que siempre tenía doblada a los pies del diván y, de pronto, me quedé quieta, con la mano suspendida en el aire, pendiente solo de mi olfato. La esencia a jazmín flotaba en el ambiente, tan débil y delicada que quizá fuera fruto de mi sueño.
Pero sabía que era real. Estaba ahí.
Me tapé con la manta y me quedé temblando en la oscuridad. No podía ver el jardín a través de la ventana, pero sabía que estaba ahí.
Contuve la respiración y esperé…
Un dedo invisible trazó una imagen sobre el vaho.
Un corazón.
Idéntico al que yo había dibujado en el jardín con guijarros y caracolas.
La imagen tan solo permaneció unos segundos. Después, se fundió con las gotas de condensación. El olor a jazmín desapareció.
La pequeña también se había desvanecido entre la niebla, pero sabía que volvería. No me dejaría en paz hasta que yo averiguara qué quería.