—Se llamaba Mariama —susurró Ethan.
Temple y yo nos miramos extrañadas.
—Qué nombre tan poco común. Y no creas que no me he dado cuenta de que te has referido a ella en pasado —puntualizó Temple.
Ethan asintió, pero no aclaró nada.
—Mi padre conocía a su familia y ayudó a Mariama a entrar en Emerson. Era una jovencita muy brillante, pero solía mezclar sus creencias personales con la ciencia.
—¿Y cuáles eran sus creencias personales? —preguntó Temple.
—El resultado de unir superstición y religión. Un poco de religión metodista por aquí, un poco de brujería por allá, y una pizca de vudú. Su familia descendía de los gullahs —añadió—. Criollos del Atlántico.
—Eso explica por qué era tan seductora —murmuró Temple.
Conocía un poco la historia de los gullahs que habitaron en las islas del Mar. Durante los años de esclavitud, trabajaron en las plantaciones costeras de arroz. Hasta hace algunas décadas, varias aldeas habían estado tan aisladas de la sociedad que ciertas palabras, nombres o incluso canciones de su lengua procedían de Sierra Leona. Sus creencias en joso, brujería, también tenían raíces africanas.
—Cuando menos, es peculiar que se enamorara de un detective de policía —apuntó Temple—. Sin duda debió de ser un choque cultural.
—Sobre todo si tenemos en cuenta la procedencia de Devlin. Nació en la misma Charleston que Camille Ashby. La gente de su pedigrí no acepta amantes lesbianas o esposas criollas. Pero John nunca ha sido tan tradicional. Ya se le consideraba una oveja descarriada mucho antes de conocer a Mariama.
—No me digas —exclamó Temple, que tenía la barbilla apoyada en la mano.
—No te emociones —dijo Ethan—. No es tan decadente como tu historia.
—Qué pena.
Ethan sonrió.
—John renunció a un puesto en el bufete de abogados de su familia para entrar en el cuerpo de policía. Puede que parezca poca cosa, pero su decisión iba en contra de un legado milenario y de toda una vida de expectativas. No creo que haya cruzado más de dos palabras con su abuelo desde el día en que se graduó.
Temple se recostó en su silla.
—¿Cómo es que sabes tanto sobre él? ¿Sois amigos íntimos?
—Pues la verdad es que sí —respondió Ethan con una sonrisita—. De todas formas, estamos en Charleston, cielo. Todo el mundo se conoce.
Yo no dije nada. De hecho, me resultaba un poco descortés e irrespetuoso chismorrear sobre la vida personal de Devlin, con detalles tan privados. A pesar de que sabía que no podía oír nuestra conversación porque su mesa estaba en la otra punta y había mucho alboroto en el restaurante, no me sentía cómoda cuchicheando sobre eso. Pero, por lo visto, Temple y Ethan no sentían el mismo reparo. Eran como un par de cotorras parlanchinas.
—¿Y qué le pasó a su esposa? —preguntó Temple.
A Ethan se le nublaron los ojos.
—Falleció en un terrible accidente. El coche se salió de la carretera, atravesó la barrera metálica y se hundió en el río. Mariama quedó atrapada dentro del automóvil y se ahogó.
De repente pensé en los fantasmas que acechaban a Devlin.
—¿Iba sola? —pregunté sin pensar.
—No. Por desgracia, su hija de cuatro años iba con ella. Su muerte casi destrozó a John. Pidió al departamento de policía una excedencia de seis meses y desapareció de la ciudad. Nadie sabía adónde había ido, pero corrían rumores que aseguraban que se encontraba en un manicomio privado.
—No creas todo lo que oyes —avisó Temple—, aunque así la historia es más jugosa.
De pronto, sus voces se desvanecieron y el aire se tornó eléctrico. Quería creer que era producto de mi imaginación, pero sabía que no era así. Los fantasmas de Devlin andaban cerca. No podía verlos, pero percibía su presencia. Tal vez estaban en el jardín, con el otro fantasma, esperando a que alguien los reconociera y cruzara la extraña línea que los separaba.
A lo mejor estaban esperando a que perdiera el control. Me recogí el cabello y me levanté de la silla.
—¿Me perdonáis? Voy al baño.
Serpenteé entre las mesas del restaurante sin mirarle. Una vez en el baño, me refresqué la cara y observé mi reflejo en el espejo.
No podía permitir que esa fascinación por Devlin llegara más lejos. Estaba en una situación peligrosa, y todo por culpa de mi atracción por él, pero no era demasiado tarde. Todavía podía frenarla. Podía encerrarme en mi santuario hasta que él y sus fantasmas se olvidaran de mí. Lo único que necesitaba era un poco de sentido común y mucha, pero mucha, voluntad. Siempre me había caracterizado por un exceso de ambas cualidades.
Me sequé la cara y salí con la barbilla bien alta.
Devlin me estaba esperando en una esquina. Si quería volver a mi mesa, tendría que pasar delante de él. Vacilé unos instantes, pero seguí caminando hacia delante.
Tenía un hombro apoyado en la pared y los brazos cruzados. Me vigilaba con los ojos más oscuros que jamás había visto. Ojos de hechicero, pensé. Espirituales e hipnotizadores.
Entonces me percaté de que, hiciese lo que hiciese, Devlin y yo estábamos condenados a entendernos, dadas las circunstancias. Si las pistas que señalaban al asesino estaban escondidas entre los símbolos lapidarios, yo era de las pocas personas que sabría interpretarlos. Me necesitaba, y eso me entusiasmaba más de lo que debiera.
El pasillo era bastante estrecho, así que cuando alguien me empujó, no pude impedir pegarme a él. Durante ese breve momento de contacto, distinguí el aroma masculino de su colonia y un olorcillo a whisky. Y algo más. Un ligero aroma a almizcle que solo podía pertenecer a Devlin.
Apenas unos milímetros separaban nuestros labios. Por un instante, creí que me besaría y me puse a pensar en cómo sería mi reacción. De solo pensarlo se me cortó la respiración. Cerré los ojos e imaginé el tacto de su boca. Noté que me acariciaba el cuello y me rozaba el pulgar por mis labios. Me estremecí. Pero cuando abrí los ojos, Devlin no se había movido ni un milímetro. Me lo había imaginado todo. Sentía un torbellino de emociones, pero no sabía si era de alivio o de arrepentimiento.
Aturdida, me aparté de él, de mi fantasía. Aquellos ojos magnéticos no dejaron de mirarme. Me daba la sensación de que, allá adonde fuera, la mirada de Devlin siempre me perseguía.
—Pensé que apenas conocía a Ethan Shaw —dijo.
Al salir de mi ensoñación, su voz fría y distante me pilló por sorpresa.
—¿Qué?
—Le conoció hace tiempo, a través de su padre. ¿No es eso lo que me dijo?
—Sí…
—Y, sin embargo, aquí están, cenando juntos.
Su voz sonaba desdeñosa, lo cual me sirvió para sacarme de aquel ensimismamiento absurdo y peligroso.
—¿Hay algún motivo por el que no debería cenar con Ethan Shaw? —le solté, con el ceño fruncido—. Y, no es que importe, pero ha sido Temple quien le ha invitado. Son amigos de toda la vida.
—Me alegra saberlo. No hace falta que discutamos por esto.
—No, tiene razón.
Qué encuentro tan extraño. Qué conversación más embarazosa. No quería volver a dar rienda suelta a mi imaginación, pero parecía celoso, lo que significaba que… Me obligué a volver a poner los pies en el suelo. No podía regresar ahí. No después del día que había tenido. No después de todas las advertencias de mi padre. Había abierto una puerta, y algo terrible había entrado en mi vida. Tenía que alejarme de Devlin y de sus fantasmas. No podía permitir que esa puerta siguiera abierta.
Pero, aun así, su presencia tenía un efecto tan poderoso e hipnótico en mí que me resultaba imposible separarme de él.
La música del restaurante se colaba por el pasillo donde estábamos. La melodía era triste, oscura, y algo primitivo se movía en mi interior. Algo que nunca había sentido antes.
Observé los rasgos de Devlin, buscando una respuesta. No tenía la menor idea de la guerra que se estaba librando en mi interior. Y ni por asomo se imaginaba el caos que él mismo había desatado en mi vida.
Tenía su mirada, tan oscura, clavada en mí. Me estremecí, pero logré reunir fuerzas para apartarme de él.
—Debería volver.
Se hizo a un lado para dejarme pasar, pero me quedé inmóvil, presa de mi propia debilidad.
De repente, Temple se acercó a nosotros y puso una mano sobre mi brazo.
—Aquí estás. Empezábamos a pensar que nos habías abandonado —dijo, y estudió mi expresión con curiosidad. Después se giró hacia Devlin y extendió la mano—. Temple Lee. Nos conocimos hace años, pero supongo que no me recuerda.
Sin embargo, su tono dio a entender que esperaba lo contrario. Era Temple Lee.
Devlin esbozó una sonrisa evasiva. Por lo visto, todavía no la ubicaba y, no sé por qué, eso me divertía.
—Me alegra volver a verla. Recibí su mensaje —añadió—. Todavía no se ha establecido una fecha para la exhumación. La mantendré informada.
—Gracias —respondió, y me cogió del brazo—. Deberíamos volver. El pobre Ethan pensará que lo hemos abandonado.
No sabía qué decir. En cierto modo, agradecí que Temple se encargara de aquella situación.
—No he podido evitar fijarme en que está cenando solo —le dijo a Devlin—. ¿Le gustaría unirse a nosotros?
El corazón me dio un brinco. Le miré con la esperanza de que rechazara la propuesta. No me veía capaz de soportar una charla con él.
—Gracias, pero esta noche no —contestó al fin—. No sería muy buena compañía. Tengo muchas cosas en la cabeza.
Y entonces bajó la mirada. Aquel gesto apaciguó el torbellino de emociones que me habían revuelto las tripas. Y me vinieron a la mente las palabras de Temple: «Devlin la miraba de un modo primitivo y hambriento… Sus cuerpos se atraían de una forma inconsciente, como si nada, ni el tiempo, ni la distancia, ni siquiera la muerte, pudiera separarlos».
Cuando Ethan se marchó a casa, Temple y yo nos quedamos fuera del restaurante, charlando. Seguía lloviznando, pero no nos importó a ninguna de los dos. Nos apoyamos en la fachada para observar el cielo.
—Me encanta el olor a lluvia —dijo con un suspiro—. Es vigorizante, limpio. Y aquí arrastra un aroma floral que me tiene enamorada. En mi opinión, es la ciudad más bonita del sur. Si bien Nueva Orleans encarna la medianoche, Charleston es el crepúsculo. Es un lugar precioso, envuelto en bruma y dulzura.
—Eres una romántica empedernida —bromeé.
—Solo en momentos de debilidad. O cuando he bebido demasiado vino.
—Temple…, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Ajá… —respondió, como si estuviera soñando.
—¿Estabas estudiando en Emerson cuando asesinaron a Afton Delacourt?
De repente, abrió los ojos de par en par.
—¿Conoces la historia de Afton Delacourt?
—Encontraron su cadáver en Oak Grove, ¿verdad?
—¿Quién te lo ha dicho? ¿Quién te ha hablado de Afton Delacourt?
Nunca hubiera pensado que fuera a reaccionar así, con aquella brusquedad.
—Antes de empezar la restauración, estuve haciendo averiguaciones, ¿recuerdas?
No parecía convencida.
—¿Qué quieres saber?
—Me he enterado de que la policía interrogó a Rupert Shaw. ¿Crees que estuvo involucrado en el crimen?
—Por supuesto que no. Había alguien que se la tenía jurada al doctor Shaw, así que se inventó toda esta situación para arruinar su reputación. A punto estuvieron de lograrlo. Le pidieron que abandonara Emerson.
—Supongo que debió de ser una época muy difícil para él, y para Ethan.
—Fue una época difícil para todos nosotros. El campus al completo tenía los nervios a flor de piel. Creíamos que había un asesino en la universidad —explicó. Después miró el reloj y frunció el ceño.
—¿Conociste a alguien que perteneciera a la Orden del Ataúd y la Zarpa?
—¿Qué es esto? ¿La Santa Inquisición? ¿A qué vienen tantas preguntas sobre algo que ocurrió hace siglos?
—Fue hace quince años, y han descubierto dos cadáveres más en el mismo cementerio. Podría llegar a creer que dos son coincidencia, pero tres es un patrón.
—Dios, Amelia. ¿Quieres que tenga pesadillas esta noche? ¿Te importa que hablemos de algo más agradable antes de que me meta sola en la cama?
—¿De qué preferirías hablar?
—Oh, no sé. ¿Del detective Devlin, por ejemplo?
Con tan solo mencionar su nombre, se me aceleró el pulso.
—¿Qué quieres saber de él?
Temple me lanzó una mirada pícara.
—Oh, vamos. No te hagas la tonta. He visto cómo te mira. Y cómo le miras. ¿Qué hay entre vosotros?
—Nada. Apenas le conozco.
—Pues deberías poner remedio a eso. Un hombre como Devlin te iría la mar de bien.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Pasas demasiado tiempo sola en compañía de los muertos.
—Mira quién fue a hablar.
Temple se encogió de hombros.
—Sí, pero al menos sé pasármelo bien. Tú, en cambio, siempre vas sobre seguro. Sal de tus cementerios y suéltate. Vive al límite de vez en cuando.
—¿Crees que Devlin es peligroso?
—¿Acaso tú no?
—No sé nada sobre él —murmuré.
—No es cierto. Esta noche te has enterado de muchas cosas que ignorabas. Nació y se crio en la alta sociedad de Charleston, aunque ahora no se habla con su familia. Se casó con una mujer exótica que murió en un trágico accidente, y es probable que tuviera que ingresar en una institución mental durante un tiempo —resumió—. Me atrevería a decir que todo eso convierte a John Devlin en un hombre peligroso. Deliciosamente peligroso, para ser más concreta. Recuerda que le he visto en acción.
—¿Te refieres a aquel incidente con su esposa?
—Una escena como aquella no se olvida, Amelia.
Nunca me he considerado una voyeur, pero fue como colarme en la habitación de Mariama. Dominante, explosivo…, fuera de control.
El corazón me latía a toda prisa.
—No sé si la idea me convence.
—No es de extrañar, después de conocer a todos los pusilánimes con quien has salido.
No quería enfadarme.
—Me gusta la tranquilidad.
—No, te gusta la seguridad, pero ha llegado el momento de ampliar horizontes.
Procuré mostrarme indiferente, pero no podía negar que las palabras de Temple me habían llevado a imaginar escenas provocadoras y excitantes.
Inclinó la cabeza, pensativa.
—Mariama. Tan solo su nombre me provoca escalofríos. Todavía veo a Devlin dirigiéndose hacia su esposa con paso amenazador, tan oscuro, tan furioso. Y a Mariama lanzándole una respuesta desafiante y lujuriosa. —Temple cerró los ojos y dejó escapar un suspiro—. Aquella noche soplaba una suave brisa que le levantó la falda. Por un momento admiré su silueta, el contorno de sus muslos, de sus…
—¡Ya lo he pillado!
De repente me pregunté dónde estaría Devlin en ese momento. ¿Se habría ido a casa o tendría otros planes?
—¿Imaginas cuánta intensidad ha acumulado durante todos estos años de celibato?
Miré de reojo a Temple.
—¿Qué te hace pensar que se ha mantenido célibe? Dudo mucho que no haya estado con otra mujer desde la muerte de su esposa.
—No seas aguafiestas. No arruines mi fantasía sexual.
—¿Perdón?
—Deja que adapte la historia para satisfacer mis necesidades personales.
—De acuerdo, pero no me incluyas, por favor.
—No te preocupes. No eres mi tipo. Demasiado blanda y seria. Aunque… —de repente, su voz se tornó sedosa, ladina— siempre he presentido que bajo esa capa de vainilla se esconde algo picante. En las manos apropiadas…
—Para, por favor.
—Tienes razón. No me hagas caso. Es el vino, me atonta y me hace hablar de amor. O lujuria. Dejemos el tema, pero antes prométeme algo.
—Lo dudo mucho. A diferencia de ti, estoy sobria.
Pero hablaba en serio. Frunció el ceño y dejó caer una mano sobre mi brazo.
—Cuidado con Devlin. Coquetea con él, acuéstate con él si quieres…, pero ten cuidado.
—¿Qué quieres decir?
—Hay algo en él… No sé cómo explicarlo. He conocido hombres como él. Parecen controladores, protectores, pero dependiendo de las circunstancias… y de la mujer… —Se quedó callada y me miró a los ojos—. ¿Sabes a qué me estoy refiriendo?
—En realidad, no.
—Mariama era una mujer que sabía cómo provocarle. Hacía todo lo que estaba en su mano para hacerle perder el control, porque así se sentía poderosa. Pero tú…
—¿Qué pasa conmigo?
—Tú misma lo has dicho. Te gusta la seguridad. Y Devlin puede ofrecerte cualquier cosa menos eso. No es un hombre para ti.
—Hace un minuto has dicho que era justo lo que necesitaba.
—Para una aventura sexual, sí. Pero como compañero de vida, de ningún modo. Un chico como Ethan concuerda más contigo.
—¿Ethan? ¿De dónde has sacado esa idea?
—Tan solo es un ejemplo. Necesitas a un hombre que…
—¿Que me cuide? Por favor, eso es lo último que quiero.
—Alguien que priorice tus intereses a los suyos —insistió—. Y ese hombre no es John Devlin.
—¿Cómo lo sabes?
Sonrió.
—Soy una frívola, pero conozco a los hombres. Confía en mí. Te estoy ahorrando meses de pena y desamor.