Esa noche quedé con Temple en Rapture, un restaurante de cocina fusión ubicado en un precioso edificio antiguo de Meeting Street que antaño había servido como rectoría. No tenía ni idea de si el terreno sobre el que estaba construido era sagrado o no, pero era uno de los pocos lugares de Charleston, a excepción de las iglesias, donde me sentía segura y en paz. Y eso era precisamente lo que necesitaba esa noche, más que nunca.
Tras abandonar el cementerio, fui directa a casa para darme una ducha y cambiarme de ropa. Intenté no pensar en aquella cosa que me había estado observando en el bosque. Ni en Devlin ni en sus fantasmas. Quería creer que mi imaginación me había jugado una mala pasada ese día, pero, incluso horas después, seguía alterada.
Ni de niña había sentido tanto pavor. Mi padre me había inculcado cierto miedo por los fantasmas, pero también me había enseñado a protegerme de ellos. En ese justo momento, dudaba de que esas normas bastaran para mantenerlos alejados. Nunca había visto nada parecido a la criatura que se había asomado entre los arbustos.
«Son seres más fríos, más fuertes y más hambrientos que cualquier otra presencia que puedas imaginar».
La advertencia de mi padre me espantaba. Me preguntaba de qué modo podían encajar todas las piezas; los fantasmas de Devlin, la reaparición de la entidad de aquel anciano y, en ese momento, esa criatura misteriosa. Y, en el centro de todo, mi imparable atracción por un hombre acechado. Creí que no me costaría mantener una distancia prudente, pero, incluso cuando estábamos separados, no podía evitar pensar en él.
Encontré un aparcamiento a varias manzanas del restaurante. Comprobé que nadie me estuviera siguiendo y recorrí a paso ligero las calles del centro, todavía llenas de vida a esa hora. Aquella noche no solo me inquietaban los peligros del más allá. Mientras el asesino anduviera suelto en la ciudad, no podía permitirme el lujo de bajar la guardia. La agradable brisa marina dejó de soplar de repente. Se me empezó a erizar el cabello, lo que significaba que la presión barométrica había descendido, atrapando así a la ciudad en una quietud incómoda. La inquietante calma que precede a cualquier tormenta.
Cuando llegué, Temple me estaba esperando en la barra del restaurante. No me extrañé al ver que había invitado a Ethan Shaw a cenar con nosotras. Su compañía no me molestaba en absoluto. Había heredado el encanto y el carisma de su padre, así que pensé que sería muy agradable compartir la velada con él. Pero si bien Rupert tenía los rasgos de una estrella de cine, Ethan era más bien del montón.
No tardé en descubrir que Temple y Shaw se habían conocido durante sus estudios, en Emerson. Me moría por saber algo más acerca del asesinato de Afton Delacourt y los rumores que corrían sobre la Orden del Ataúd y la Zarpa, pero, dado que Rupert había estado implicado en el caso, preferí esperar a que Temple y yo estuviéramos a solas. Tras ponerles al día del descubrimiento de Oak Grove, di un sorbo a mi copa de cabernet sauvignon y dejé que charlaran.
Me había sentado frente al arco de la ventana del restaurante, de modo que podía ver el jardín desde la silla. Justo detrás de la fuente se percibía un fantasma, escondido entre las sombras. A juzgar por lo poco que podía ver, debió de morir muy joven. Deduje que todavía iba al instituto, pues llevaba una chaqueta granate con una W dorada cosida en el pecho y en la manga. Era un chico corpulento, musculoso y con ademán obstinado.
Tenía los pies separados y los brazos colocados en una postura simiesca, agresiva. Los fantasmas jóvenes, sobre todo los niños, siempre me conmovían, pero este era distinto. Había algo en él, aparte de estar muerto, que me parecía muy desagradable. Incluso aterrador. Sin importar lo que habían hecho en vida, a todos los espíritus los envolvía un aura neblinosa y etérea. En cambio, aquel chico estaba rodeado de absoluta oscuridad; la hostilidad y la rabia le habían deformado las facciones y no me gustaba mirarlo.
Con cierta indiferencia, cogí mi copa de vino y aparté la mirada del cristal. Me preguntaba si buscaba a alguien del restaurante.
Temple, tan hábil como siempre, se las había ingeniado para desviar la conversación hacia su tema preferido, su trabajo. Aquella noche estaba fantástica. Llevaba vaqueros y una túnica blanca de algodón. Lucía una serie de mostacillas ensartadas en el cuello de la camisa, lo que le otorgaba un aire bohemio que encajaba a la perfección con su carácter.
—Después de dos años todavía no he encontrado a la sustituta apropiada para Amelia —se lamentó a Ethan—. Era mi persona de confianza. Una tiquismiquis que podía ser más molesta que un grano en el culo. Una vez removimos todo un cementerio, y Amelia se empeñó en que toda réplica tenía que ocupar el mismo lugar que su original. Me volvía loca, pero ahora desearía tener a dos como ella.
—Aduladora —acusé.
—No, es cierto. Es difícil encontrar a alguien con tanta ética del trabajo.
—Supongo que es cuestión de educación.
—Supongo que sí —respondió con una sonrisa.
—Mi padre me ha dicho que te concedieron el contrato de Oak Grove. Enhorabuena —me felicitó Ethan levantando su copa de vino.
—Gracias, pero ¿cómo se enteró el doctor Shaw de ese contrato? Tenía entendido que toda la operación se mantendría en secreto hasta la inauguración del cementerio.
—Forma parte del comité que acabó dando el visto bueno.
—Ahora lo entiendo. Bien, agradezco su fe en mí, pero, a menos que realice progresos significativos en un plazo bastante corto, mucho me temo que prescindirán de mis servicios.
—El retraso no es culpa tuya —dijo Ethan—, el comité lo entenderá.
—El comité quizá. Pero de la doctora Ashby no estoy tan segura.
—¿Camille Ashby? —preguntó Temple con tono burlón.
—¿Conoces a la doctora Ashby? —pregunté.
—Camille estudió con nosotros en Emerson —respondió Ethan.
—De hecho, fuimos compañeras de habitación durante una buena temporada —añadió Temple. Después, con suma delicadeza se limpió los labios, dejando la servilleta manchada de carmín rojo—. Éramos muy amigas, hasta que intentó matarme.
—¿Intentó qué? —repetí. No daba crédito a lo que acababa de decirme.
—Lo que oyes.
Temple encogió los hombros, como si una acusación de intento de asesinato fuera algo que ocurriera todos los días.
—Una noche me desperté y la encontré junto a mi cama, con un par de tijeras en la mano. Y no eran horas de hacer manualidades.
—Eso es una locura. ¿Por qué querría matarte?
Temple no solía exagerar, y mucho menos inventarse historias, pero aquella acusación parecía un poco inverosímil. Era incapaz de imaginarme a Camille Ashby con unas tijeras en la mano para atacar a su compañera de habitación, y más aún teniendo en cuenta que aborrecía cualquier tipo de desorden.
—Es una anécdota un poco indecorosa —dijo Temple, a quien le titilaban los ojos a la luz de las velas—. ¿Queréis que os la cuente?
—Por favor —rogó Ethan, y me dedicó una sonrisa.
—Está bien. Sucedió en el penúltimo año de universidad. —Tras un gesto dramático, prosiguió—: Habíamos coincidido en varias clases el año anterior, así que ya nos conocíamos. Y entonces circunstancias externas conspiraron para arrojarnos a la misma arena. Descubrimos que teníamos mucho en común: libertad de expresión y experimentación, y también en lo relativo a lo social y sexual.
—Esta historia me empieza a gustar —intervino Ethan, entusiasmado.
—Iré al grano. Camille no era tan liberal como me hizo creer. Era una persona competitiva, celosa y una zorra vengativa. Se tomó nuestra aventura amorosa muy en serio…
—Espera, retrocede. ¿Has dicho nuestra aventura amorosa? —preguntó Ethan con mirada afligida—. ¿Por qué te has saltado los detalles más interesantes?
—Tienes imaginación; utilízala —le aconsejó Temple—. En fin, cuando, cierta noche, Camille me pilló con un tío, las cosas se pusieron muy feas. Hizo pedazos toda mi ropa y me rompió el ordenador. Empezó a contar las mentiras más hirientes sobre mí. Intenté salvar nuestra amistad, pero, después del incidente con las tijeras, me fui de allí. Hace años que no la veo pero, conociéndola, no creo que haya cambiado mucho.
—Continúa un poco pirada —apuntó Ethan.
Temple alzó su copa.
—Pasarte toda tu vida pretendiendo ser algo que no eres debe de resultar agotador. Con el tiempo, los secretos mejor guardados se convierten en cargas demasiado pesadas.
Pensé en los secretos de mi padre y en los míos propios, y me sentí un poco deprimida.
—¿Por qué se empeña en ocultar su orientación sexual? —pregunté de forma inocente—. No creo que a la gente le importe mucho su vida personal.
—No te engañes, Optimista Redomada. Aunque Emerson sea un escuela artística liberal, tanto la junta directiva como el alumnado son muy conservadores. Y la familia de Camille es aún peor, sobre todo su padre. Al viejo le explotaría la cabeza si su hija saliera del armario. Aunque no estaría mal —añadió Temple, irónica.
Horas antes, había visto a Camille y a Devlin juntos en el cementerio. Me había precipitado al creer que tenían una aventura. Al enterarme de esa noticia, me sentí aliviada.
Recordé cómo me había cogido del brazo y las caricias burlonas del fantasma, y sentí un escalofrío. El episodio en el cementerio me había afectado de muchas formas, y por distintas razones. Devlin era más inalcanzable para mí que un verdadero fantasma. Y, sin embargo, no podía dejar de pensar en él.
La mesa se quedó en silencio cuando llegó el primer plato, sopa de cangrejo para Ethan y Temple, y ensalada de remolacha y rúcula para mí. Cuando el camarero acabó de servirnos los platos, volví a ver al fantasma.
Su mirada gélida se cruzó con la mía. De inmediato, sentí frío. Pero podía controlar perfectamente la situación, lo que me resultaba imposible cuando estaba con Devlin…, hasta que escuché un cristal hacerse añicos.
Por un momento, pensé que el espíritu había roto la ventana. Pero enseguida caí en la cuenta de que el sonido venía de nuestra mesa. La copa de Temple se había caído sobre el bol de sopa. Me quedé paralizada y con la mirada fija en los dedos de Temple, manchados de un líquido carmesí.
—¡Temple, la mano!
—Tranquila, solo es vino ¿ves? —dijo mientras se limpiaba la mano con la servilleta—. No sé qué ha pasado. La copa… se desintegró.
Ethan voló hacia su lado.
—¿Estás segura? Déjame echar un vistazo.
—No me he cortado —insistió Temple, y arrastró la silla hacia atrás—. Voy al baño a lavarme las manos. Empezad a cenar.
Sin esperar a que se levantara, varios camareros vinieron a toda prisa para barrer los cristales y fregar el suelo. Lo hicieron de una forma tan discreta que tan solo los comensales de alrededor se percataron del incidente.
Colocaron otra copa de vino en la mesa y sirvieron más vino. Miré de reojo por la ventana. La ciudad estaba cubierta por un manto de neblina. La luz de las velas se reflejaba en el cristal y me pregunté dónde se habría escondido el fantasma.
De repente, un cliente se levantó de la mesa de al lado y se acercó a Ethan. Deduje que era un colega, así que no presté especial atención a lo que decían, hasta que oí mi nombre. Alcé la mirada, alarmada.
—Perdón. Estaba en Babia.
—¿Conoces a Daniel? —preguntó Ethan—. Es uno de los historiadores más importantes de Carolina del Sur.
—Dependiendo de a quién le preguntes, por supuesto —añadió el hombre, con una sonrisa nostálgica, humilde—. Daniel Meakin.
—Amelia Gray.
—Si necesitas información sobre Charleston, Daniel es tu hombre —dijo Ethan.
—Me lo apunto.
Ethan se giró hacia Meakin.
—Amelia también es historiadora. Es restauradora de cementerios.
—Oh. Vaya, qué profesión tan intrigante —comentó Meakin. Tenía las manos entrelazadas, un gesto tímido que parecía utilizar para disimular algún tipo de tic nervioso—. Me encantan los cementerios. Hay tanto que aprender de los muertos.
Justo lo mismo que Devlin había dicho antes, pero en un contexto completamente distinto.
—Te alegrará saber que el comité ha contratado a Amelia para restaurar Oak Grove —informó Ethan, que enseguida me miró con cierto pesar—. Lo siento. Sé que me he ido de la lengua, pero, teniendo en cuenta lo ocurrido, no creo que importe.
Una sombra oscureció los rasgos de Meakin.
—Un asunto espantoso. No entiendo…
—Sí, horrible —acordó Ethan.
Ambos intercambiaron una misteriosa mirada.
—¿Llevaba mucho tiempo trabajando en el cementerio cuando encontraron el cadáver? —se interesó Meakin.
—Unos días. Justo había empezado a tomar fotografías.
El tipo meneó la cabeza.
—Qué lástima. De veras espero que pueda reanudar la restauración cuando las cosas vuelvan a la normalidad, lo que sea que eso signifique —agregó con una sonrisa irónica—. Oak Grove ha sido como una piedra en el zapato para Emerson. No entiendo por qué han dejado que se deteriore tanto. Un tema de presupuesto, supongo.
—Es comprensible. El mantenimiento de un cementerio es costoso, y hay otras prioridades. Cuando un cementerio se abandona y se cierran sus puertas, todo el mundo olvida que existe.
—Y usted es la encargada de concederle una segunda vida —señaló con una sonrisa de oreja a oreja—. De hecho, Oak Grove alberga dos cementerios separados. La parte más antigua posee unas características históricas de gran importancia, como un par de lápidas talladas por los Bighams —dijo, citando a una familia de canteros muy conocida.
—El mausoleo Bedford me tiene fascinada, la verdad —confesé—. Pero no he podido encontrar mucha información al respecto.
—Oh, sí, los Bedford —murmuró, e intercambió una segunda mirada con Ethan—. Me encantaría quedarme y charlar sobre el tema, pero el pobre Ethan se está aburriendo con nuestra conversación.
—En otra ocasión, entonces.
—Sería un placer. Tengo el despacho en la Facultad de Humanidades, en el segundo piso. Pase a verme cuando quiera.
—Gracias. Le tomo la palabra.
—Eso espero. Mientras tanto… disfrutad de la cena.
Y cuando se dio media vuelta, a punto estuvo de chocarse con Temple.
—Daniel.
—Temple.
Tras unas pocas palabras, Temple regresó a la mesa.
—Es un bicho raro.
—¿Daniel? No es para tanto —dijo Ethan—. A veces sufre de visión tubular.
—Me da escalofríos. No confío en nadie que tenga la piel tan blanca. A menos que esté muerto, por supuesto —aclaró mientras se colocaba la servilleta limpia sobre el regazo—. Intentó suicidarse, no lo olvides.
—¿Qué? No, no es de esos —protestó Ethan con el ceño fruncido—. ¿Qué te hace pensar eso?
—Un día le vi salir del laboratorio de biología. Se estaba ajustando el puño de la camisa. ¿Acaso no te has fijado en que siempre lleva manga larga, incluso en verano? El caso es que vi la cicatriz —explicó alisando la servilleta—. Supongo que no debería hablar así de ese pobre hombre. De hecho, todos somos un poco raros. Camille, Daniel, tú, yo. Quizás el agua de Emerson tuviera algo extraño.
—Puede que tengas razón —añadió Ethan—. Por lo visto, la única normal en esta mesa es Amelia.
Lo que sea que eso significara.
—Y hablando de rarezas —continuó Temple—. ¿Ese no es John Devlin?
Mi sonrisa se desvaneció de inmediato cuando me di media vuelta.
—¿Dónde?
—No seas tan descarada —regañó Temple—. Justo ahí. En la esquina.
Estaba solo, sentado en una mesa apartada. Cualquier otro hubiera pasado desapercibido. Pero no Devlin. Incluso en aquel restaurante tan abarrotado, su magnetismo era evidente, casi palpable.
Le observé unos segundos.
—¿Cómo es posible que conozcas a Devlin? No, no me lo digas. Mantuviste un tórrido affaire con él en Emerson —dije medio en broma.
—Ya me hubiera gustado —respondió con una sonrisita—. Aunque ambos fuimos a la misma universidad, nos movíamos en círculos distintos. Antes, cuando me has hablado de él, no he reconocido el nombre, pero, ahora que le veo, le recuerdo claramente. Nos conocimos hace unos años aquí, en Charleston. Estaba en la ciudad para analizar unos restos humanos que habían descubierto en una obra, y Devlin y su compañero estaban a cargo de la investigación. Era muy joven y le acababan de ascender a detective. Los demás agentes se mofaban de él porque su primer homicidio se basaba en un puñado de dientes y vértebras. La verdad es que le tomaban mucho el pelo. Y entonces apareció una chica, la esposa de Devlin. Y el ambiente cambió por completo. No puedo explicarlo, pero fue como si nos hubiera hechizado a todos. Su mera presencia nos cautivó, nos dejó embobados.
Me incliné hacia delante, aunque me moría de ganas por mirar a Devlin por el rabillo del ojo. En silencio, animé a Temple a continuar con la historia, aunque era innecesario. Después de todo, ella disfrutaba como una niña relatando ese tipo de anécdotas.
—Devlin se acercó a hablar con ella, aunque todavía no me explico cómo consiguió encontrarle, y durante el tiempo que estuvieron charlando no pude dejar de mirarlos —explicó Temple, que no dejaba de juguetear con la cadena de oro que llevaba—. Era la pareja más atractiva e increíble que había visto en mi vida. Aunque estaban en medio de una discusión acalorada, Devlin la miraba de un modo primigenio y hambriento… Sus cuerpos se atraían de una forma inconsciente, como si nada, ni el tiempo, ni la distancia, ni siquiera la muerte, pudiera separarlos.
Me sentía acalorada y con la respiración acelerada. Perdí la batalla contra la tentación y me aventuré a mirarlo.
Y lo vi observándome con recelo.