Capítulo 10

Al cabo de una media hora, el cementerio estaba abarrotado. Agentes de paisano y policías uniformados espantaban mosquitos y se secaban el sudor de la frente cuando por fin lograban salir de la maleza que rodeaba el último descubrimiento. Eran profesionales, así que mantenían una distancia prudente mientras la forense del condado de Charleston, una chica diminuta y pelirroja llamada Regina Sparks, analizaba los restos. Nunca había conocido a alguien a quien le pegara tan bien su propio nombre. Aunque estaba inmóvil junto a la tumba, aquella mujer irradiaba una especie de energía desenfrenada que contradecía su porte aparentemente sereno y sosegado.

Preferí retirarme de la escena del crimen, hasta un lugar donde pudiera observar sin molestar. Tras consultar con algunos de sus colegas, Devlin vino a buscarme.

—¿Está bien?

—Todo lo bien que una puede estar en estas circunstancias —admití. No quería decir nada sobre los terribles pensamientos que rondaban por mi cabeza—. Esto no es una coincidencia, ¿verdad? ¿Y si hay otros cadáveres que todavía no han hallado? ¿Y si fuera el principio de algo…?

Intenté encontrar la palabra más apropiada, pero no conseguí dar con ella.

—Ya sabe a lo que me refiero.

La expresión de Devlin seguía siendo precavida, pero percibí una ansiedad que en absoluto alivió mi temor.

—No nos precipitemos, esperemos a tener todas las pruebas para llegar a una conclusión. Me gustaría hacerle algunas preguntas sobre Oak Grove. Necesito conocer cierta información sobre este lugar, y usted es la única que puede ayudarme.

Asentí. Por fin podía hacer algo útil.

—¿Qué es lo primero que hace cuando acepta un encargo como este?

La pregunta me pilló un poco por sorpresa, pero respondí sin titubeos.

—Paseo por todo el cementerio, incluso antes de empezar a tomar fotografías.

—Deduzco, entonces, que también había visitado esta parte, ¿verdad?

—Sí, había caminado por aquí. Justo el viernes pasado, cuando se desató la tormenta, empecé a tomar las primeras fotografías.

—¿Se fijó en si había algo fuera de lo habitual?

Miré de reojo los restos del esqueleto.

—Nada parecido a eso, se lo aseguro.

—Me refiero a algún detalle extraño, como la lápida mal orientada de la que me habló ayer. ¿Vio algo más?

—No que yo recuerde.

El detective arrugó la frente.

—¿No se acordaría de algo así?

—No necesariamente. Ya se lo dije ayer, una lápida colocada al revés no es tan inusual, todo depende del contexto. Las características de Oak Grove, en cambio, sí me parecieron extraordinarias.

—Como por ejemplo…

—Siete tumbas con sarcófagos desmontables y con las tapas todavía intactas. Son muy poco frecuentes, sobre todo en Carolina del Sur.

—¿Qué es un…? ¿Qué acaba de decir?

—Un sarcófago desmontable, tal y como suena. Una tumba horizontal en forma de caja. Se tallan unas ranuras en la tapa para que encajen con las piezas verticales y la pieza inferior. Solo me he topado con este tipo de tumbas en el noreste de Georgia. Y, por supuesto, no podemos olvidarnos del mausoleo Bedford.

Me di media vuelta y estudié las torres y las puntas, que apenas podían distinguirse entre la exuberante vegetación.

—Está construido sobre una ladera, de modo que, dependiendo de dónde esté uno, es invisible.

—¿Es artificial?

—¿La ladera? No hay otra explicación. Toda la estructura está cubierta de kudzu, así que no puedo decirle mucho más. Ese tipo de cosas fue lo único que me llamó la atención. No recuerdo otras lápidas mal orientadas, aunque podría haber más. Tendríamos que rastrear el cementerio para asegurarnos.

—No sería mala idea —murmuró.

Y entonces apareció Regina Sparks, con la piel reluciente por la sudoración. Se levantó la melena y se abanicó la nuca con la mano.

—Tengo un calor de mil demonios. Debe de haber una humedad del cien por cien. —Me miró de arriba abajo con una sonrisa amable—. No me puedo creer que por fin nos conozcamos. Regina Sparks.

—Amelia Gray.

—Es la experta de la que le hablé el otro día —añadió Devlin.

Regina le observó durante un instante. Por lo visto, ella tampoco era inmune al magnetismo de Devlin.

—¿A la que llaman «la Reina del cementerio»?

—Sí… ¿Cómo lo ha sabido?

El hecho de que conociera mi apodo me avergonzaba y me gustaba al mismo tiempo.

—Mi tía vive en Samara, Georgia. Me envió el vídeo de su entrevista y del «fantasma» —explicó—. Fue la noticia más comentada de los últimos cuarenta años. No dejaba de hablar de eso.

—El mundo es un pañuelo —musité.

—Hablo en serio. Espere a que se entere de esto. No tendrá un calco de una lápida o algo parecido para firmar un autógrafo, ¿verdad?

—Eh, no, lo siento. Y, por cierto, no recomiendo el uso de calcos. El proceso puede dañar la lápida.

—¿De veras? Qué lástima, se habría puesto como loca de contenta con algo así.

—¿Le importa? —interrumpió Devlin—. Si no es mucho pedir, me gustaría escuchar su evaluación inicial.

—¿De Amelia? —bromeó Regina, y me guiñó el ojo—. Una chica encantadora que hace maravillas con una cámara.

—Me refiero a los restos —puntualizó él con sequedad.

—Oh, eso. Más muerto que muerto.

Las ocurrencias de Regina no cuadraban con un tipo como Devlin. Él se centraba en su trabajo y, desde que le conocía, no había visto ni el menor atisbo de una sonrisa. Pero los acechados por fantasmas suelen tener un comportamiento triste, incluso amargado. Nadie puede culparles.

Regina dejó las bromas a un lado y adoptó un semblante más serio.

—No tenemos mucho con que trabajar, la verdad. Ni siquiera puedo asegurar que se trate de un entierro indiscreto. La mano parece estar limpia, maldita sea. Ni un músculo ni ligamentos. Tan solo hueso. Pobre desgraciado, debe de llevar años ahí.

—Desgraciada —dije. Los dos me miraron con las cejas arqueadas—. Si los huesos pertenecen al cadáver original, los restos deben de ser de una mujer.

—No me diga —susurró Regina antes de aplastar un mosquito. El brazo le quedó manchado de sangre. De forma distraída, se limpió la mano en los vaqueros—. Me pica la curiosidad. ¿Cómo ha llegado a esa conclusión? La inscripción de la lápida es ilegible.

—Si se fija en la parte superior de la piedra, verá un motivo floral…, una rosa. Siempre se utiliza para representar la femineidad. La rosa puede aparecer en forma de capullo, o de flor, lo cual indica la edad de la difunta. Un capullo, una niña menor de doce años. Si empieza a florecer, una adolescente, y así sucesivamente. Una rosa en plena floración junto a un capullo suelen representar el entierro conjunto de una madre y su hija. En esta lápida en particular solo vi una rosa en plena floración.

Regina se volvió hacia Devlin.

—Supongo que no la llaman la Reina del cementerio porque sí.

—Parece obvio —murmuró Devlin. En la sombra, sus ojos parecían tan negros como un tizón—. ¿Algo más que pueda decirnos?

—Sí, aunque teniendo en cuenta nuestra anterior charla, puede ser una coincidencia. Si se fijan aún más atentamente, distinguirán la silueta de una efigie alada. No es una calavera, sino un querubín, un símbolo bastante común en el siglo XIX.

—Me he perdido —reconoció Regina, que no dejaba de rascarse la picadura del mosquito.

Le expliqué la versión reducida.

—La calavera, la cabeza de un muerto, se utilizaba para representar los aspectos más adustos de la muerte, como la mortificación y la penitencia. Sin embargo, los querubines simbolizan una visión más esperanzadora, como el alma en vuelo o el ascenso hacia el Paraíso.

—El alma en vuelo —repitió Devlin, pensativo—. ¿Como la pluma de aquella otra tumba?

Ahí estaba: un lazo que unía el cadáver de la noche anterior y los restos descubiertos hacía menos de una hora. Nadie pronunció palabra alguna, pero estaba convencida de que todos estábamos pensando lo mismo.

Regina no dejaba de mirar a todos lados.

—¿Y bien?

Devlin no tardó en contarle los detalles de nuestra conversación. Regina le escuchaba con el ceño fruncido.

—Debo de admitir que nunca me he parado a pensar en cómo adornan las lápidas, pero, teniendo en cuenta que es un cementerio cristiano, ¿no es bastante común que aparezcan alas, plumas y querubines?

—No es extraño —coincidí—. Sobre todo en un cementerio tan antiguo como Oak Grove. Si bien cada época de la historia utiliza imaginería distinta, existen ciertos símbolos que se repiten una y otra vez. Tan solo evolucionan.

Regina se dirigió a Devlin.

—¿De veras cree que ambos crímenes están relacionados?

—No quiero precipitarme, prefiero esperar. Es demasiado temprano para creer que esos símbolos son algo más que una observación interesante.

—Sí, interesante sí que es, sí —confirmó Regina. Después me miró y preguntó—: ¿Tiene algo más para nosotros?

—Solo eso. Si los huesos son los originales, deberán notificarlo a la arqueóloga del estado. Los restos de más de cien años están bajo su jurisdicción. Se llama Temple Lee. Puedo ocuparme de contactar con ella, si quieren.

Regina se encogió de hombros.

—No estará de más. Necesitaremos a Shaw para exhumar el cuerpo. Después tendremos que buscar a un entomólogo para que nos eche una mano y determine el IPM.

—¿Qué es el IPM?

—El intervalo post mortem. El tiempo transcurrido desde la muerte.

—Creí que Shaw seguía en Haití —dijo Devlin.

Regina no tardó ni un segundo en sacar el teléfono del bolsillo.

—Solo hay un modo de averiguarlo.

Se alejó varios metros para hacer la llamada, dejándome una vez más a solas con Devlin.

—¿Está hablando con el mismísimo Ethan Shaw?

Parecía sorprendido.

—Sí. Es el antropólogo forense con quien solemos colaborar en este tipo de casos. Supongo que lo conoce, ¿no?

—Le conocí hace tiempo, a través de su padre.

—¿El cazafantasmas?

—Rupert Shaw es más que un cazafantasmas. Dirige uno de los institutos de estudios parapsicológicos más respetados de todo el estado —puntualicé.

—Menuda promoción —dijo Devlin—. No me diga que cree en esa palabrería.

—Intento tener la mente abierta. ¿Conoce al doctor Shaw?

—Nuestros caminos se han cruzado en alguna ocasión.

Algo en su voz me puso en alerta.

—¿Profesionalmente?

—Mire, es probable que yo no sea la persona más apropiada para hablar de Rupert Shaw. Creo que es un chiflado y un farsante, aunque no me sorprende que se haya labrado un nombre en esta ciudad. Los habitantes de Charleston sienten debilidad por todo lo excéntrico.

—Excepto usted.

De pronto, se le oscureció el rostro.

—No suelo apostar por algo que no puedo ver con mis propios ojos.

Algo me decía que dejara el tema pero, por lo visto, no estaba dispuesta a escuchar ninguna advertencia, lo cual parecía haberse convertido en una costumbre.

—¿Y qué hay de las emociones? Miedo, soledad, avaricia. O incluso amor. Que no puedan verse, o tocarse, no significa que no existan.

Se quedó de piedra. Y entonces observé un titubeo, una oscuridad que me hizo estremecer. Acto seguido sacudió la cabeza, como si quisiera librarse de esa sensación.

—Deje que le dé un consejo de amigo sobre Rupert Shaw: no sé qué tipo de asuntos se han traído entre manos, pero le recomiendo que se ande con mucho cuidado.

—Agradezco su preocupación, pero, a menos que pueda facilitarme datos más concretos que su menosprecio por la profesión del doctor Shaw, no veo la necesidad de cambiar mi opinión sobre él. Siempre ha sido muy amable conmigo.

—Allá usted —farfulló.

Di por sentado que, con esa frase, había cerrado el tema, pero de repente me cogió por el brazo y me apartó hacia la penumbra, donde nadie podría oírnos. Estábamos tan cerca que incluso percibía el olor a cementerio en su ropa. No era el hedor a putrefacción de la muerte, sino el aroma sensual de un jardín secreto.

Qué injusto, pensé. Se suponía que el cementerio era mi terreno. ¿Por qué era yo a quien le costaba respirar? ¿Por qué era a mí a quien se le ponía la piel de gallina?

Él debió darse cuenta de que me sentía incómoda, porque enseguida me soltó el brazo.

—Antes me ha preguntado sobre un arresto por el caso del asesinato de Afton Delacourt. No imputaron a nadie, pero interrogaron a Rupert Shaw.

—¿Por qué?

—En aquella época trabajaba como profesor en la Universidad de Emerson. Impartía clases sobre las distintas prácticas de enterramiento, rituales funerarios primitivos, y ese tipo de cosas. Tras el asesinato de Afton, algunos de sus estudiantes acudieron a Dirección y contaron que habían asistido a varias sesiones espiritistas en casa de Shaw y en un mausoleo ubicado aquí, en este cementerio. Decían que tenía una teoría sobre la muerte y que estaba obsesionado con demostrarla.

—¿Que consistía en…? —presioné.

—Según Rupert Shaw, cuando alguien muere, se abre una puerta que permite a cualquier observador vislumbrar el otro lado. Cuanto más lenta sea la muerte, más tiempo permanece abierta la puerta. Así, uno puede pasar al otro lado y regresar a tiempo.

De repente oí la voz de mi padre resonar en mi cabeza: «Una vez que abras esa puerta… no podrás cerrarla».

Asustada, le miré directamente a los ojos.

—¿Y qué tiene que ver esa teoría con Afton Delacourt?

Devlin se quedó impasible.

—Sufrió tales torturas que su muerte fue muy, pero muy lenta.

—Eso es horrible, pero no demuestra que…

—Encontraron el cadáver justo en el mausoleo donde, presuntamente, Shaw hacía sus sesiones de espiritismo.

No pude rebatir eso. De repente, se me secó la boca.

—No afirmo que sea culpable de nada —añadió Devlin—. Tan solo le digo que tenga cuidado. No se implique demasiado, y vigile ese instituto que dirige.

Hacía menos de cuarenta y ocho horas que nos conocíamos, pero era evidente que John Devlin era un tanto entrometido en relación con mis asuntos personales.

—¿Cómo es que sabe tanto sobre ese asunto? —pregunté, incómoda—. Usted mismo ha reconocido que la investigación no salió a la luz pública, y deduzco que, por aquel entonces, era demasiado joven como para formar parte del cuerpo de policía.

—Mi esposa era una de las estudiantes de Rupert Shaw —dijo en voz baja.

Después se dio media vuelta y se marchó.