La primera vez que vi un fantasma tenía nueve años.
Estaba ayudando a mi padre a recoger y amontonar las hojas secas del cementerio donde trabajó durante muchos años como vigilante. Fue a principios de otoño, en esa época del año en que todavía no hace suficiente frío como para ponerse un jersey. Sin embargo, aquel día, cuando el sol desapareció tras la línea del horizonte, el aire se volvió helado. Pasó una suave brisa que desprendía un delicioso aroma a madera y hojas de pino y, cuando se levantó algo de viento, una bandada de pájaros alzó el vuelo de las copas de los árboles y se deslizó como una nube de tormenta hacia el cielo añil.
Observé que las aves desaparecían entre las nubes. Cuando por fin bajé la mirada, le vi a lo lejos. Estaba detrás de las ramas colgantes de un roble. Debajo del musgo negro se advertía un brillo verde y dorado que envolvía a aquella figura en un resplandor sobrenatural. Pero estaba escondido entre tantas sombras que, por un momento, pensé que era un espejismo.
Cuando la luz empezó a atenuarse, pude ver con más claridad su silueta e incluso intuí sus rasgos. Era un hombre mayor que mi padre. El cabello blanco le llegaba al cuello del abrigo y tenía unos ojos en cuyo interior parecía arder una llama eterna.
Mi padre seguía agachado, concentrado en su trabajo. De repente, mientras apartaba las hojas de las lápidas con el rastrillo, dijo en voz baja:
—No lo mires.
Me giré, sorprendida.
—¿También puedes verlo?
—Sí. Ahora vuelve al trabajo.
—Pero ¿quién es?
—¡Te he dicho que no lo mires!
La severidad de su tono me dejó de piedra. Podía contar con los dedos de una mano las veces que me había alzado la voz. Acababa de gritarme, y la verdad es que no le había dado motivos para ello. No pude contener las lágrimas. Lo único que nunca había sido capaz de soportar era la desaprobación de mi padre.
—Amelia.
Su voz destilaba arrepentimiento. En el azul de sus ojos pude ver algo de lástima. Pero no lo entendí hasta mucho más tarde.
—Siento haberte hablado así, pero debes obedecerme. No lo mires —dijo con un tono más suave—. A ninguno.
—¿Es un…?
—Sí.
Noté un escalofrío en la espalda y clavé la mirada en el suelo.
—Padre —susurré.
Siempre le había llamado así. No sé por qué me acostumbré a ese apelativo tan anticuado pero, en cierto modo, me parecía apropiado para él. Desde muy pequeña siempre me había parecido un hombre muy mayor, aunque, por aquel entonces, todavía no había cumplido los cincuenta. Hasta donde alcanzaba mi memoria, mi padre siempre había tenido el rostro arrugado y envejecido, como el barro seco y agrietado de un arroyo, y los hombros caídos, después de tantos años encorvado sobre las tumbas.
Sin embargo, a pesar de esa postura tan humilde, tenía un porte digno, y su mirada y su sonrisa transmitían una bondad sin límites. A mis nueve años, le adoraba. Él y mi madre eran mi vida, mi mundo. O lo fueron, hasta ese momento.
Noté que algo cambiaba en el rostro de mi padre, que, resignado, cerró los ojos. Dejó a un lado el rastrillo y apoyó una mano sobre mi hombro.
—Descansemos un rato —dijo.
Nos sentamos en el suelo, de espaldas al fantasma, y contemplamos el anochecer. Aunque todavía sentía el calor del sol en la piel, no podía dejar de tiritar.
—¿Quién es? —murmuré al fin. No pude soportar ese silencio ni un segundo más.
—No lo sé.
—¿Por qué no puedo mirarlo?
Y entonces caí en la cuenta de que estaba más asustada por lo que mi padre me iba a contar que por la presencia del fantasma.
—Créeme, no quieras que sepa que puedes verlo.
—¿Por qué no?
Al ver que no respondía, cogí una ramita del suelo, clavé una hoja seca y empecé a juguetear con ella, como si fuera un molino.
—¿Por qué no, padre? —insistí.
—Porque si hay algo que desean los muertos es volver a formar parte de nuestro mundo. Son como parásitos; nuestra energía los atrae y se nutren de nuestro calor. Si descubren que puedes verlos, se aferrarán a ti como una plaga de pulgas. Nunca podrás librarte de ellos. Y tu vida jamás volverá a ser igual.
Todavía ahora no sé si comprendí las palabras de mi padre, pero la idea de ser perseguida y atormentada por espíritus del más allá me aterrorizaba.
—No todo el mundo puede verlos —continuó—, pero los que sí podemos debemos tomar ciertas precauciones para proteger a los que nos rodean. La primera y más importante es la siguiente: jamás admitas que has visto un fantasma. No los mires, no les hables, no permitas que huelan tu miedo. No reacciones ni siquiera cuando te toquen.
Me quedé paralizada.
—Ellos… ¿te tocan?
—A veces.
—¿Y lo puedes notar?
Tomó aliento.
—Sí, lo puedes notar.
Lancé la ramita y me abracé las rodillas con los brazos. Todavía hoy no logro explicármelo, pero, a pesar de no ser más que una niña, mantuve la calma, aunque por dentro estaba muerta de miedo.
—Lo segundo que debes recordar es esto —continuó—: Nunca te alejes demasiado del campo sagrado.
—¿Qué es el campo sagrado?
—La parte más antigua de este cementerio, por ejemplo, es campo sagrado. Existen más lugares donde también estarás a salvo. Son sitios naturales. Pasado un tiempo, tu instinto te guiará hacia ellos. Sabrás dónde y cuándo buscarlos.
Intenté comprender una respuesta tan enigmática, pero no llegué a entender el concepto de campo sagrado, aunque siempre había sabido que la parte vieja del cementerio tenía algo especial. Situada junto a la ladera de una colina y protegida por las inmensas ramas de los robles, Rosehill era un rincón sombreado y hermoso, el lugar más sereno y tranquilo que uno pudiera imaginar. Llevaba cerrado al público muchos años. A veces, cuando me paseaba por los exuberantes lechos de culantrillos y merodeaba entre las cortinas de musgo plateado, me inventaba que los ángeles desmoronados eran ninfas y hadas del bosque, y que yo era su líder, reina de mi propio cementerio.
La voz de mi padre me devolvió a la realidad.
—Regla número tres —anunció—: Aléjate de todos los acechados. Si tratan de localizarte, ignóralos y dales la espalda, pues son una terrible amenaza y no merecen tu confianza.
—¿Hay más normas? —pregunté, porque no sabía qué más se suponía que tenía que decir.
—Sí, pero ya hablaremos de eso luego. Se está haciendo tarde. Deberíamos irnos a casa, o tu madre empezará a preocuparse.
—¿Ella puede verlos?
—No. Y no le cuentes lo que has descubierto hoy.
—¿Por qué no?
—Porque cree que los fantasmas no existen, así que pensaría que te lo estás inventando o imaginando.
—¡Nunca mentiría a mamá!
—Ya lo sé. Pero este será nuestro secreto. Cuando seas mayor, lo entenderás. Por ahora, intenta seguir todas las normas, y todo irá bien. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Sí, padre.
Sin embargo, mientras articulaba mi promesa, me moría de ganas por echar un vistazo atrás.
De repente, se levantó una brisa y sentí un escalofrío más profundo. Aún no sé cómo, pero aguanté la tentación de darme la vuelta. Sabía que el fantasma se había acercado. Mi padre también se había dado cuenta. Estaba muy tenso, nervioso.
—Basta de cháchara. Recuerda lo que te he dicho.
—Lo haré, padre.
El aliento gélido del fantasma, que hasta entonces había notado en la nuca, se fue desvaneciendo poco a poco. Entonces empecé a tiritar. No pude evitarlo.
—¿Tienes frío? —preguntó mi padre con su tono habitual—. Bueno, es normal. El verano no puede durar para siempre.
No fui capaz de responder. Noté las manos del fantasma acariciándome el cabello. Deslizaba los dedos entre mis mechones dorados, que todavía estaban calientes por los últimos rayos de sol.
Mi padre se puso en pie y me ayudó a levantarme. El fantasma se escabulló de inmediato, pero no tardó en regresar.
—Será mejor que volvamos a casa. Tu madre está preparando gambas para cenar.
Recogió las herramientas del suelo y las cargó sobre el hombro.
—¿Y gachas de maíz? —pregunté en voz baja.
—Eso espero. Vamos. Tomemos un atajo y vayamos por el viejo cementerio. Quiero enseñarte el trabajo que he hecho en algunas lápidas. Sé lo mucho que te gustan los ángeles.
Me cogió de la mano y la apretó con fuerza. Después, nos dirigimos hacia el viejo cementerio, con el fantasma siguiéndonos.
Al llegar a la parte más antigua del cementerio, mi padre ya había sacado la llave del bolsillo. La introdujo en la cerradura y la pesada puerta de hierro se abrió sin producir chirrido alguno. Sin duda, él mismo se había encargado de engrasar las bisagras.
Entramos en aquel oscuro santuario y, como por arte de magia, dejé de sentir miedo. Aquella valentía desconocida me alentó. Fingí un resbalón y, cuando me agaché para atarme los cordones, eché la vista atrás. El fantasma se había quedado vagando tras la valla. Era obvio que no podía traspasar el umbral, y no pude evitar dedicarle una sonrisa infantil. Cuando me levanté, me fijé en que mi padre me estaba mirando fijamente.
—Regla número cuatro —dijo con tono serio—: Nunca tientes al destino.
Mi recuerdo de infancia se esfumó cuando la camarera se acercó con el primer plato: sopa de tomates verdes asados. Me lo habían recomendado porque era la especialidad de la casa, junto con el pastel de pacanas que había pedido de postre. Hacía ya seis meses que me había trasladado de Columbia a Charleston, donde decidí establecer mi hogar, pero nunca había salido a cenar a un restaurante tan exclusivo. No es que me lo pudiera permitir…, pero, bueno, aquella noche era especial.
Mientras la camarera me servía una copa de champán, advertí que me miraba de reojo, curiosa, pero no dejé que eso me estropeara la cena.
El hecho de estar sola no me impedía celebrarlo.
Un par de horas antes, me había dado el capricho de pasear tranquilamente por Battery, para disfrutar de una magnífica puesta de sol. A mis espaldas, un manto carmesí cubría toda la ciudad; ante mis ojos, un cielo roto alternaba los colores como un caleidoscopio, pasando de rosa, a lavanda y, finalmente, a dorado. Los atardeceres de Carolina nunca me decepcionaban, pero con el crepúsculo todo el paisaje se tiñó de gris. La neblina que se arrastraba desde el mar se deslizaba entre los árboles como una alfombra plateada. En cuanto percibí un extraño movimiento sobre una mesa, mi júbilo desapareció.
El anochecer es un momento peligroso para gente como yo. Es un instante intermedio, del mismo modo que la orilla del mar y el límite de un bosque son lugares intermedios. Los celtas tenían una palabra para referirse a estos paisajes: caol’ ait. Lugares muy concretos donde la frontera entre nuestro mundo y el más allá no es más que un velo tan fino como una telaraña.
Aparté la vista de la ventana y tomé un sorbo de champán. No estaba dispuesta a permitir que el mundo de los espíritus arruinara mi velada. Después de todo, que me cayera dinero del cielo por apenas levantar un dedo no era algo que ocurriera todos los días. Mi profesión consiste en invertir muchas horas de trabajo manual y meticuloso a cambio de un sueldo modesto. Soy restauradora de cementerios. Viajo por todo el sur del país limpiando lápidas olvidadas y abandonadas, reparando tumbas rotas y desgastadas. Es un trabajo muy laborioso, en ocasiones agotador, y pueden tardarse años en restaurar por completo un cementerio, así que la gratificación inmediata es algo que, por decirlo de alguna manera, no existe en mi profesión.
Pero me encanta lo que hago. Los que hemos nacido en el sur veneramos a nuestros ancestros, y me siento satisfecha porque creo que mis esfuerzos, en cierto modo, permiten que la gente del presente aprecie más a sus antepasados.
En mi tiempo libre, escribo en mi blog, Cavando tumbas, donde tafofílicos, amantes de los cementerios y otra gente con ideas afines pueden intercambiar fotografías, técnicas de restauración y, sí, también historias de fantasmas. Empecé el blog para distraerme, pero, en los últimos meses, el número de lectores se ha disparado.
Todo empezó con la restauración de un viejo cementerio situado en Samara, un diminuto pueblo al noreste de Georgia. La tumba más reciente tenía al menos un siglo, y las más antiguas pertenecían a la época anterior a la guerra civil de Estados Unidos.
El cementerio estaba abandonado, pues, en los sesenta, la sociedad histórica del lugar se había quedado sin fondos. Las sepulturas enterradas estaban completamente descuidadas, cubiertas de maleza y hojas secas; las lápidas, casi lisas por la erosión. Los vándalos tampoco habían perdido el tiempo, así que lo primero que tuve que hacer fue deshacerme de cuarenta años de basura.
Se había corrido el rumor de que los muertos acechaban el cementerio, y muchos de los vecinos se negaban a poner un pie dentro. Me costaba encontrar ayuda, aunque estaba convencida de que no había fantasmas que rondaran por el cementerio de Samara.
Acabé por hacer el trabajo sola, pero, una vez finalizadas las tareas de limpieza, la actitud de la gente de la localidad cambió de forma radical. Según ellos, era como si alguien hubiera apartado un nubarrón que ensombrecía el pueblo, y algunos incluso aseguraron que la restauración había sido tanto física como espiritual.
Un equipo de televisión de un canal de Atenas se desplazó hasta el pueblo para entrevistarme; cuando el vídeo apareció en Internet, alguien se fijó en un reflejo del fondo que parecía tener forma humana. A primera vista, la silueta flotaba sobre el cementerio, como si tratara de alcanzar el cielo.
No había nada de sobrenatural en aquel reflejo; tan solo era un efecto de la luz, pero docenas de páginas dedicadas a asuntos paranormales colgaron el vídeo en YouTube. Y fue entonces cuando miles de usuarios de todo el mundo empezaron a consultar Cavando tumbas, donde se me conocía con el apelativo de «la Reina del cementerio». Las visitas aumentaron hasta tal punto que los productores de un programa de televisión sobre fantasmas presentaron una oferta para promocionarse en el blog.
Y fue así como llegué a tomar una copa de champán y a saborear un pastel de pecanas en el glamuroso restaurante Pavilion, junto a la bahía.
La vida me estaba tratando bien, pensé con cierta suficiencia. Y entonces vi al fantasma.
Peor aún, él me vio a mí.