Una interrogación rumiada indefinidamente te zapa tanto como un dolor sordo.
¿En qué autor antiguo he leído que la tristeza era debida a la «disminución de la velocidad» de la sangre?
Sin duda se trata de eso: sangre estancada.
Se está acabado, se es un muerto en vida, no cuando se deja de amar, sino de odiar. El odio conserva: en él, en su química, reside el «misterio» de la vida. Por algo es el mejor tónico nunca encontrado, tolerado además por cualquier organismo, por débil que sea.
Hay que pensar en Dios y no en la religión, en el éxtasis y no en la mística.
La diferencia entre el teórico de la fe y el creyente es tan grande como la que hay entre el psiquiatra y el loco.
Lo propio de un espíritu rico es no retroceder ante la necedad, ese espantajo de los delicados; de donde les viene su esterilidad a éstos.
Formar más proyectos de los que concibe un explorador o un estafador y estar, sin embargo, tocado en la raíz misma de la voluntad.
¿Qué es un «contemporáneo»? Alguien a quien se desearía matar, sin saber demasiado bien cómo.
El refinamiento es signo de vitalidad deficiente, en arte, en amor y en todo.
Tira y afloja de cada instante entre la nostalgia del diluvio y la embriaguez de la rutina.
Tener el vicio del escrúpulo, ser un autómata del remordimiento.
Felicidad aterradora. Venas en las que se dilatan miles de planetas.
La cosa más difícil del mundo es ponerse en el diapasón del ser y coger el tono.
La enfermedad da sabor a la miseria, salpimenta y realza la pobreza.
El espíritu no avanza más que si tiene la paciencia de dar vueltas sobre sí mismo, es decir, de profundizar.
Primer deber al levantarse: avergonzarse de uno mismo.
El miedo fue el inagotable alimento de su vida. Estaba inflado, henchido, obeso de miedo.
Lo que corresponde a quien se ha rebelado demasiado es no tener ya energía más que para la decepción.
No hay afirmación más falsa que la de Orígenes, según la cual cada alma tiene el cuerpo que se merece.
En todo profeta coexisten el gusto por el futuro y la aversión por la dicha.
Desear la gloria es preferir morir despreciado que olvidado.
¡Pensar de golpe que se tiene un cráneo, y no perder inmediatamente la razón!
El sufrimiento te hace vivir el tiempo detalladamente, instante tras instante. ¡Es decir, si existe para ti! Resbala sobre los otros, sobre los que no sufren; de este modo, es cierto que no viven en el tiempo, e incluso que no han vivido jamás.
El sentimiento de maldición lo conoce sólo aquel que sabe que lo experimentaría en el mismo corazón del paraíso.
Todos nuestros pensamientos están en función de nuestras miserias. Si comprendemos algunas cosas, el mérito es sólo de las lagunas de nuestra salud.
Si uno no creyese en su «buena estrella», no se podría efectuar el menor acto sin esfuerzo: beber un vaso de agua parecería una empresa gigantesca e incluso insensata.
Te piden actos, pruebas, obras y todo lo que puedes producir son llantos transformados.
El ambicioso no se resigna a la oscuridad más que después de haber agotado todas las reservas de amargura de que disponía.
Sueño con una lengua en la que las palabras, como los puños, rompiesen las mandíbulas.
No tener gusto más que por el himno, la blasfemia, la epilepsia...
Concebir un pensamiento, un solo y único pensamiento, pero que hiciese pedazos el universo.
Sólo en la medida en que no nos conocemos podemos realizarnos y producir. Es fecundo quien se engaña sobre los motivos de sus actos, aquel a quien repugna pesar sus defectos y sus méritos, quien presiente y teme el callejón sin salida al que nos conduce la visión exacta de nuestras capacidades. El creador que llega a ser transparente para sí mismo, ya no crea: conocerse es ahogar sus dones y su demonio.
No existe ningún medio de demostrar que es preferible ser que no ser.
«No dejes nunca que la melancolía te invada, pues impide todo bien», se dice en el sermón de Tauler sobre el «buen uso de cada jornada».
¡Qué mal empleo he hecho de cada uno de mis días!
He reprimido todos mis entusiasmos; pero existen, constituyen mis reservas, mi fondo inexplorado, mi futuro, quizás.
El espíritu desfondado por la lucidez.
Mis dudas no han podido acabar con mis automatismos. Continúo haciendo gestos a los que me es imposible adherirme. Superar el drama de esta insinceridad sería renegar de mí y anularme.
No se cree realmente más que mientras se ignora que se debe implorar. Una religión no está viva más que antes de la elaboración de las oraciones.
Toda forma de impotencia y de fracasos comporta un carácter positivo en el orden metafísico.
Nada podrá quitarme del espíritu que este mundo es el fruto de un dios tenebroso cuya sombra prolongo, y que me corresponde agotar las consecuencias de la maldición suspendida sobre él y su obra.
El psicoanálisis llegará a estar un día completamente desacreditado, de eso no cabe duda. Pero eso no impide que haya destruido nuestros últimos restos de ingenuidad. Después de él nunca se podrá volver a ser inocente.
La misma noche en que decreté que nuestros sueños no tenían ninguna relación con nuestra vida profunda y que pertenecían a la mala literatura, me dormí para asistir al desfile de mis terrores más antiguos y más ocultos.
Lo que se llama «fuerza de alma» es el coraje de no figurarnos de otro modo nuestro destino.
Un escritor digno de ese nombre se confina en su lengua materna y no va a husmear en tal o cual idioma. Es limitado y quiere serlo por autodefensa. Nada arruina más ciertamente un talento que una apertura demasiado grande de espíritu.
El deber primordial del moralista es despoetizar su prosa; y, sólo después, observar a los hombres.
«Señor, ¡qué mal nos ha hecho la naturaleza!», me decía una vieja en una ocasión. «Es la misma naturaleza la que está mal hecha», hubiera debido responderle si hubiese escuchado mis reflejos maniqueos.
La irresolución alcanzaba en él rango de misión. Cualquier cosa le hacía perder todos sus recursos. Era incapaz de tomar una decisión ante un rostro.
Bien mirado, es más agradable verse sorprendido por los acontecimientos que haberlos previsto. Cuando uno agota sus fuerzas en la visión de la desdicha, ¿cómo afrontar la desdicha misma? Casandra se atormenta doblemente: antes y durante el desastre, mientras que al optimista se le ahorran los tormentos de la presciencia.
Según cuenta Plutarco, en el primer siglo de nuestra era ya no se iba a Delfos más que para plantear preguntas mezquinas (bodas, compras, etc.).
La decadencia de la Iglesia imita la de los oráculos.
«Lo ingenuo es un matiz de lo bajo», ha dicho Fontenelle. Hay frases que son la clave de un país, porque nos entregan el secreto de sus límites.
Napoleón, en Santa Elena, gustaba de hojear de vez en cuando una gramática... De ese modo, al menos, probaba que era francés.
Tarde de domingo. Calles atestadas de una multitud huraña, extenuada, lamentable —abortos de todas partes, restos de los continentes, vomitona del globo—. Piensa uno en la Roma de los Césares, sumergida por la hez del Imperio. Todo centro del mundo es también su vertedero.
La desaparición de los animales es un hecho de una gravedad sin precedentes. Su verdugo ha invadido el paisaje; no hay lugar más que para él. ¡El horror de contemplar un hombre donde podía verse un caballo!
El papel del insomnio en la historia, de Calígula a Hitler. ¿La imposibilidad de dormir es causa o consecuencia de la crueldad? El tirano vela —es lo que le define más propiamente.
Frase de un mendigo: «Cuando se reza al lado de una flor, crece más deprisa.»
La ansiedad no es difícil, se acomoda con todo, pues no hay nada con lo que no concuerde. Al primer pretexto que se presenta, a un suceso eminentemente vulgar, ella lo estruja, lo cultiva, extrae de él un malestar mediocre pero seguro con el que se alimenta. Se contenta verdaderamente con poco, pues todo le es bueno. Vacilante, inacabada, le falta clase: se quisiera angustia y no es más que agobio.
¿De qué proviene que, en la vida como en la literatura, la rebelión, incluso pura, tenga algo de falso, mientras que la resignación aunque brote de la abulia, da siempre la impresión de lo verdadero?
Amontonados en las márgenes del Sena, unos cuantos millones de amargados elaboran juntos una pesadilla, que les envidia el resto del mundo.
Lo que comúnmente se llama «tener aliento» es ser prolijo.
Su esterilidad era infinita: participaba del éxtasis.
Certeza de fallar a mi deber, de no cumplir aquello para lo que he nacido, de dejar pasar las horas sin sacar algún provecho, aunque fuese negativo. Este último reproche, empero, no está justificado, pues el hastío, mi llaga, es ese paradójico provecho.
¡Ser de natural combativo, agresivo, intolerante, y no poder reclamarse de ningún dogma!
Ante ese insecto, del tamaño de un punto, que corría por mi mesa, mi primera reacción fue caritativa: aplastarle, pero después decidí abandonarle a su alocamiento. ¿Para qué liberarle de él? ¡Solamente que me hubiera gustado tanto saber adónde iba!
El ansioso construye sus terrores y después se instala en ellos: es un comodón del vértigo.
Es imposible saber por qué una idea se apodera de nosotros para no dejarnos ya. Se diría que surge del punto más débil de nuestro espíritu o, más precisamente, del punto más amenazado de nuestro cerebro.
Experto en disimular su morgue, el sabio es alguien que no se digna a esperar.
Esta súbita crispación, esta espera de que pase algo, de que la suerte del espíritu se decida...
La locura no es quizá más que un pesar que no evoluciona.
Esos momentos en que nos parece imposible desaparecer nunca, en que la vida y la muerte pierden toda realidad, en que ni una ni otra pueden aún tocarnos...
Es un error confundir abatimiento y pensamiento. Según eso, el primer venido que tuviese una depresión se convertiría automáticamente en pensador.
El colmo es que llega a serlo, efectivamente.
La experiencia de la inanidad, que se basta a sí misma, comporta además tales virtudes filosóficas que no ve uno por qué habría que buscar en otra parte. ¡Qué importa que por ella no se descubra nada, si gracias a ella se comprende todo!
Vivir es una imposibilidad de la que no he dejado de tomar conciencia, día tras día, durante, digamos, cuarenta años...
La única función de la memoria es ayudarnos a deplorar.
Me figuro distintamente el momento en que ya no habrá ni rastro de carne en ninguna parte, y continúo, empero, como si no pasase nada. ¿Cómo definir ese estado en que la conciencia no debilita el deseo, en que, por el contrario, lo estimula, a la manera, cierto es, en que el gusano despierta al fruto?
La continuidad de la reflexión se ve obstaculizada, e incluso rota, cada vez que se siente la presencia física del cerebro. Ésta es quizá la razón por la que los locos no piensan más que a relámpagos.
A veces te entran ganas de gritarles a los dioses antiguos: «¡Haced un pequeño esfuerzo, intentad volver a existir!»
Por mucho que murmuro contra lo que hay, estoy, sin embargo, apegado a ello, a juzgar por estos malestares que se parecen a los primeros síntomas del ser.
El escéptico es el hombre menos misterioso que hay, sin embargo, a partir de un cierto momento, ya no pertenece a este mundo.
Una obra no podría salir de la indiferencia ni siquiera de la serenidad, esa indiferencia decantada, acabada, victoriosa. En lo más fuerte de un sinsabor, es sorprendente encontrar tan pocas obras que puedan apaciguar y consolar. ¿Cómo iban a poder lograrlo, siendo ellas mismas fruto de la excitación y el desconsuelo?
Todo comienzo de idea corresponde a una imperceptible lesión del espíritu.
Sobre la chimenea, la imagen de un chimpancé y una estatuilla de Buda. Esta vecindad, más bien accidental que buscada, es causa de que me pregunte sin cesar dónde puede estar mi sitio entre esos dos extremos, entre la pre- y la trans-figuración del hombre.
No es tan mórbido el exceso como la ausencia de miedo. Pienso en esa amiga a la que nada asustaba jamás, ni siquiera podía representarse un peligro, fuese del orden que fuese. Tanta libertad, tanta seguridad, debían llevarla un día derecha a la camisa de fuerza.
En la certeza de ser incomprendido entra tanto orgullo como vergüenza. De aquí el carácter equívoco de cualquier fracaso. Por un lado se saca vanidad de ello, por otro se mortifica uno. ¡Qué impura es toda derrota!
Incurable: adjetivo honorífico del que no debería beneficiarse más que una sola enfermedad, la más terrible de todas: el Deseo.
Se llama injustamente imaginarios a los males que son por el contrario muy reales, puesto que proceden de nuestro espíritu, único regulador de nuestro equilibrio y de nuestra salud.
Como todo neófito es un aguafiestas, en cuanto alguien se entusiasma por lo que sea, aunque fuese por mis manías, me apresuro a romper, esperando a vengarme.
Inclinado al resentimiento, cedo a menudo a él y lo rumio, y no me detengo hasta que recuerdo que he envidiado a tal o cual sabio, que incluso he creído parecerme a él.
Esos momentos en que se desea estar absolutamente solo porque se está seguro de que, cara a cara con uno mismo, se será capaz de encontrar verdades raras, únicas, inauditas; después la decepción y pronto la amargura, cuando se descubre que de esa soledad finalmente alcanzada nada sale, nada podía salir.
A ciertas horas, en lugar del cerebro, sensación muy precisa de nada usurpadora, de estepa que ha sustituido a las ideas.
Sufrir es producir conocimiento.
El pensamiento es destrucción en su esencia. Más exactamente: en su principio. Se piensa, se comienza a pensar, para romper lazos, disociar afinidades, comprometer la armazón de lo «real». Sólo después, cuando el trabajo de zapa está ya muy avanzado, el pensamiento se apoltrona y se insurge contra su movimiento natural.
Mientras que la tristeza se justifica tanto por el razonamiento como por la observación, la alegría no reposa en nada, pertenece a la divagación. Es imposible ser feliz por el puro hecho de vivir; se está triste, por el contrario, desde que se abren los ojos. La percepción como tal vuelve sombrío, los animales son testigos. Sólo los ratones parecen estar alegres sin esfuerzo.
En el plano espiritual, todo dolor es una suerte; pero sólo en el plano espiritual.
No puedo comprender nada más que haciendo abstracción de lo que sé. En cuanto lo considero y pienso en ello, aunque no sea más que un segundo, pierdo coraje y me desahogo.
Las cosas no dejan de degradarse de generación en generación; predecir las catástrofes es una actividad normal, un deber del espíritu. La frase de Talleyrand sobre el Antiguo Régimen[3] conviene a cualquier época, salvo a la que se vive y a la que se vivirá. La «dulzura» en cuestión va disminuyendo; un día habrá desaparecido por completo. En la historia, siempre se está en el umbral de lo peor. Es lo que la hace interesante; lo que hace que se la odie, que no llegue uno a desprenderse de ella.
Se puede dar por seguro que el siglo XXI, mucho más avanzado que el nuestro, mirará a Hitler y a Stalin como a tiernos infantes.
Basilides, el gnóstico, es uno de los raros espíritus que comprendió el comienzo de nuestra era, lo que ahora constituye un lugar común, a saber: que la humanidad, si quiere salvarse, debe volver a sus límites naturales por el retorno a la ignorancia, verdadero signo de redención.
Este lugar común, apresurémonos a decirlo, permanece aún en la clandestinidad: cada cual lo murmura, pero se guarda de proclamarlo. Cuando llegue a ser un slogan se habrá dado un importante paso hacia adelante.
En la vida de todos los días, los hombres actúan por cálculo; en las opciones decisivas, obran a capricho y nada se comprende de los dramas individuales ni colectivos si se pierde de vista este comportamiento inesperado. Que nadie se interese por la historia si no percibe con qué rareza se manifiesta en ella el instinto de conservación. Todo ocurre como si el reflejo de defensa sólo funcionase ante un peligro cualquiera y cesase ante un desastre de gran talla.
Mirad la jeta de quien ha triunfado, de quien se ha esforzado, no importa en qué campo. No descubriréis en ella la menor huella de piedad. Tiene madera de enemigo.
Durante días enteros, deseos de perpetrar un atentado contra los cinco continentes, sin reflexionar ni un solo momento en los medios.
Mi energía sólo se anima fuera del tiempo y me siento un verdadero Hércules tan pronto como me trasplanto con la imaginación a un universo en el que se ven suprimidas las condiciones mismas del acto.
«El horror y el éxtasis en la vida», vividos simultáneamente, como una experiencia en el interior del mismo instante, de cada instante.
¡Qué cantidad de fatiga reposa en mi cerebro!
Tengo en común con el diablo el malhumor, estoy como él apesadumbrado por decreto divino.
Los libros que leo con mayor interés tratan de mística y dietética. ¿Habrá alguna relación entre ellas? Sin duda, en la medida en que mística implica ascética, es decir, régimen o, más precisamente, dieta.
«No comas nada que no hayas sembrado y cosechado con tu propia mano»; esta recomendación de la sabiduría védica es tan legítima y tan convincente que, por rabia de no poder conformarse a ella, quisiera uno dejarse morir de hambre.
Tumbado, cierro los ojos. De repente, se orada un abismo, como un pozo que, en busca de agua, perforase el suelo con una velocidad próxima al vértigo. Arrastrado por este frenesí, en ese vacío que se engendra indefinidamente a sí mismo, me confundo con el principio de generación del abismo y, dicha inesperada, me encuentro de este modo una ocupación e incluso una misión.
Cuando Pirrón dialogaba con alguien, si su interlocutor se iba, continuaba hablando como si no hubiese pasado nada. Sueño con esta fuerza, de indiferencia, con esta disciplina del desprecio, con una impaciencia de trastornado.
Lo que espera un amigo son miramientos, mentiras, consuelos, cosas todas ellas que implican esfuerzo, trabajo de reflexión, control de sí mismo. La permanente preocupación de delicadeza que la amistad supone es antinatural. ¡Pronto, indiferentes o enemigos, para que se pueda respirar un poco!
A fuerza de hacer hincapié sobre mis miserias pasadas o futuras, descuido las presentes: lo que me ha permitido soportarlas más fácilmente que si les hubiera consagrado mis reservas de atención.
El sueño serviría para algo si, cada vez que se duerme, se ejercitase uno en verse morir; al cabo de algunos años de entrenamiento la muerte perdería todo prestigio y ya sólo parecería un formalismo o una lata.
En la carrera de un espíritu que ha liquidado prejuicio tras prejuicio, acaba habiendo un momento en que le hubiera sido igualmente fácil convertirse en un santo o en un granuja de cualquier clase.
La crueldad, nuestro más antiguo rasgo, es rara vez calificada de adoptada, simulada o aparente, denominaciones propias, por el contrario, a la bondad, que, reciente, adquirida, carece de raíces profundas: es una invención tardía, intransmisible, que cada uno se empeña en reinventar y no lo logra más que por fogonazos, en esos momentos en que la naturaleza se eclipsa, en que uno triunfa sobre sus ancestros y sobre uno mismo.
A menudo me imagino subiendo al tejado, presa del vértigo, y después, a punto de caer, lanzando un grito. «Imaginar» no es la palabra, pues estoy obligado a imaginar eso. El pensamiento del crimen debe venir del mismo modo.
Si quiere uno no olvidar nunca a alguien, pensar en él constantemente, apegarse a él para siempre, no hay que empeñarse en amarle, sino en odiarle. Según una creencia hindú, algunos demonios son fruto de un deseo, formulado en una vida anterior, de encarnarse en un ser encarnizado contra Dios a fin de poder pensar en él mejor y tenerle sin pausa presente en el espíritu.
La muerte es el aroma de la existencia. Sólo ella presta gusto a los instantes, sólo ella combate su insipidez. Le debemos casi todo. Esta deuda de agradecimiento que de tarde en tarde consentimos en pagarle es lo más reconfortante que hay en este mundo.
Durante nuestras vigilias el dolor cumple su misión, se realiza y florece. Es entonces ilimitado como la noche, a la que imita.
No se debería experimentar ninguna clase de inquietud mientras se dispusiese de la idea de mala suerte. En cuanto se la invoca, se apacigua uno, se soporta todo, se está casi contento de sufrir injusticias y quebrantos. Como todo se hace inteligible por ella, no hay que asombrarse de que el bruto y el despierto recurran a ella del mismo modo. Es que no es una explicación cualquiera, es la explicación misma, que se refuerza con el fracaso inevitable de todas las otras.
En cuanto se husmea el menor recuerdo, se pone uno al borde de reventar de rabia.
¿De dónde viene esa visión monótona, cuando los males que la han suscitado y cultivado son de lo más diverso? Es que los ha asimilado y no ha conservado más que la esencia, que es común a todos.
Es parloteo toda conversación con alguien que no ha sufrido.
Medianoche. Tensión vecina del alto mal. Ganas de hacerlo saltar todo, esfuerzos por no estallar en pedazos. Caos inminente.
Puede uno no valer nada por sí mismo y ser alguien por lo que se siente. Pero también se puede no estar a la altura de las sensaciones.
En teoría, me importa tan poco vivir como morir; en la práctica, estoy desgarrado por todas las ansiedades que abren un abismo entre la vida y la muerte.
Los animales, los pájaros, los insectos, lo han resuelto todo desde siempre. ¿Por qué intentar hacerlo mejor? A la naturaleza le repugna la originalidad, rechaza y execra al hombre.
El tormento es para algunos una necesidad, un apetito y una realización. Se sienten disminuidos en todas partes, salvo en el infierno.
En la sangre, una inagotable gota de vinagre: ¿a qué hada se la deberé?
El envidioso no te perdona nada, y envidiará hasta tus descorazonamientos, hasta tus vergüenzas.
Mediocridad de mi pesar en los entierros. Imposible compadecer a los difuntos; inversamente, todo nacimiento me precipita en la consternación. Es incomprensible, es insensato que se pueda enseñar un bebé, que se exhiba ese desastre virtual y que se alegre uno de él.
Estás obsesionado por el desapego, la pureza, el nirvana, y empero alguien susurra en ti: «Si tuvieras el valor de formular tu deseo más secreto, dirías: "Quisiera haber inventado todos los vicios".»
De nada sirve ser un monstruo si no se es también un teórico de lo «monstruoso».
Has dejado depauperarse lo que había de mejor en ti. Más cuidadoso, no habrías traicionado tu verdadera vocación, que era la de tirano o la de eremita.
Tomarla siempre con uno mismo es dar pruebas de una gran preocupación por la verdad y la justicia; es alcanzar y golpear al verdadero culpable. Desdichadamente, es también intimidarle y paralizarle y, por eso mismo, hacerlo incapaz de mejorarse.
¡Esas cóleras que te quitan la piel, la carne, y te reducen al estado de esqueleto tembloroso!
Después de algunas noches, debería uno cambiar de nombre, porque ya no se es el mismo.
¿Quién eres? —Soy un extranjero para la policía, para Dios, para mí mismo.
Desde hace años me extasío con las virtudes de la Impasibilidad, y no pasa ni un día sin que atraviese una crisis de violencia que, de no reprimirla, justificaría que me internasen. Estas convulsiones tienen lugar por lo frecuente sin testigos, pero, a decir verdad, casi siempre a causa de alguien. Mis delirios carecen de empaque: son demasiado plebeyos, demasiado pedestres para poder emanciparse de una causa.
Me es imposible departir de nada exterior, objetivo, impersonal, a menos que se trate de males, es decir, de lo que en otro me hace pensar en mí.
La desolación que expresan los ojos de un gorila. Un mamífero fúnebre. Desciendo de su mirada.
Ya se trate del individuo o de la humanidad en su conjunto, no se debe confundir avanzar y progresar, a menos de admitir que ir hacia la muerte sea un progreso.
La tierra se remonta, según parece, a cinco billones de años, la vida a dos o tres. Estas cifras contienen todos los consuelos deseables. Habría que recordarlas en los momentos en que se toma uno en serio, en que se osa sufrir.
Cuanto más se farfulla, más se empeña uno en escribir mejor. Así se venga uno de no haber podido ser orador. El tartamudo es un estilista nato.
Lo que es difícil de comprender son las naturalezas fecundas, generosas, contentas siempre de atarearse, de producir. Su energía parece desmesurada y, sin embargo, no llega uno a envidiársela. Pueden ser cualquier cosa, porque en el fondo no son nada: fantoches dinámicos, nulidades de dotes inagotables.
Lo que me impide bajar a la arena es que veo en ella demasiados espíritus que admiro, pero no estimo, tan ingenuos me parecen. ¿Por qué provocarlos, por qué medirme con ellos en la misma pista? Mi cansancio me confiere tal superioridad que no me parece posible que me alcancen jamás.
Se puede pensar en la muerte todos los días y, sin embargo, perseverar alegremente en el ser; no sucede lo mismo si uno piensa sin cesar en la hora de su muerte; quien no tuviese más que ese instante ante su vista, cometería un atentado contra todos sus otros instantes.
Ha causado asombro que Francia, nación ligera, haya producido un Rancé, fundador de la orden más austera; quizá haya que asombrarse en mayor grado de que Italia, nación mucho más frívola, haya dado a Leopardi, el más grave de todos los poetas.
El drama de Alemania es no haber tenido un Montaigne. ¡Qué suerte tiene Francia en haber comenzado con un escéptico!
Asqueado por las naciones, me vuelvo hacia Mongolia, donde debe vivirse bien, donde hay más caballos que hombres, donde el yaju[4] no ha triunfado todavía.
Toda idea fecunda se vuelve seudo-idea, degenera en creencia. Sólo una idea estéril conserva su estatuto de idea.
Me creía más exento de vanidad que nadie: un sueño reciente debía desengañarme. Yo acababa de morir. Me trajeron un ataúd de madera blanca. «¡Habríais podido ponerle por lo menos un poco de barniz!», grité, antes de lanzarme sobre los enterradores para pegarles. Siguió una pelea. Luego llegó el despertar y la vergüenza.
Esta fiebre que no lleva a ningún descubrimiento, que no es portadora de ninguna idea, pero que te da un sentimiento de poder casi divino, el cual se desvanece en cuanto intentas definirlo, ¿a qué corresponde y qué puede valer? Quizá no suponga nada, quizá vaya más lejos que cualquier experiencia metafísica.
La dicha es estar fuera, caminar, mirar, amalgamarse con las cosas. Sentado, cae uno presa de lo peor de sí mismo. El hombre no ha sido creado para estar clavado a una silla. Pero quizá no merecía nada mejor.
Durante el insomnio me digo, a guisa de consuelo, que estas horas de las que tomo conciencia las arranco a la nada y que, si durmiese, no me habrían pertenecido nunca, ni siquiera hubiesen existido jamás.
«Perderse en Dios» —este cliché del creyente adquiere un valor de revelación para el no creyente, que discierne en él una aventura deseada e impracticable, desesperado como está por no poder él también perderse en algo o, preferentemente, en alguien.
—¿Qué es superficial? ¿Qué es profundo? —Ir hasta muy lejos en la frivolidad es dejar de ser frívolo; alcanzar un límite, aunque fuese en la farsa, es aproximarse a un punto extremo, de lo cual tal metafísico, en su sector, no es capaz en absoluto.
Hasta un elefante sucumbiría a estos accesos de abatimiento indistintos de una crueldad a punto de disolverse y que, al disolverse, se llevaría carne y médula. Todos los órganos entran en danza: calamidad visceral, sensación de barahúnda gástrica, de impotencia para digerir este mundo.
El hombre, ese exterminador, odia todo lo que vive, todo lo que se mueve: pronto se hablará del último piojo.
En la guerra de Troya había tantos dioses de un lado como de otro. Era un punto de vista elegante y justo del que los modernos, demasiado apasionados o demasiado vulgares, son incapaces, pues quieren que la razón sea a todo precio partidista. Homero, en los comienzos de nuestra civilización, se permitía el lujo de la objetividad; en sus antípodas, en una época tardía como la nuestra, ya no hay lugar más que para la actitud.
Solo, incluso inactivo, no pierde uno nunca el tiempo. En compañía se lo malgasta casi siempre. Ninguna charla con uno mismo puede ser completamente estéril: algo sale de ella necesariamente, aunque no fuese más que la esperanza de encontrarse de nuevo un día.
Mientras se envidia el éxito de otro, aunque fuese un dios, se es un vil esclavo como todo el mundo.
Cada ser es un himno destruido.
Si creemos a Tolstoi, no habrá que desear más que la muerte, pues este deseo, como se realiza infaliblemente, no es un engaño como todos los otros.
Sin embargo, ¿acaso no es la esencia del deseo tender hacia cualquier cosa, salvo la muerte? Desear es no querer morir. Así, pues, si uno se pone a desear la muerte es que el deseo se ha vuelto contra su función propia; es un deseo desviado, erguido contra los otros deseos, destinados todos a decepcionar, mientras que él mantiene siempre sus promesas. Apostarle a él es jugar sobre seguro, es ganar de todas maneras: no engaña, no puede engañar. Pero lo que esperamos de un deseo es, precisamente, que nos engañe. Que se realice o no, eso es secundario; lo importante es que nos disimule la verdad. Si nos la revela, falta a su deber, se compromete y reniega de sí, y debe, por lo tanto, ser tachado de la lista de los deseos.
Ya me atraiga el budismo o el catarismo o cualquier sistema o dogma, conservo un fondo de escepticismo que nada podrá embotar nunca y al que vuelvo siempre tras cada uno de mis entusiasmos. Sea este escepticismo congénito o adquirido, no deja por ello de parecerme una certeza, incluso una liberación, cuando cualquier otra forma de salvación se obstruye o me rechaza.
Los otros no tienen la sensación de ser charlatanes y lo son; yo... lo soy tanto como ellos, pero lo sé y sufro.
¿No es pueril preocuparme porque no ceso de sabotear mis facultades? Y, sin embargo, en lugar de halagarme, la evidencia de mi incumplimiento me descorazona, me rompe. ¡Haberse intoxicado de clarividencia para acabar así! Arrastro restos de dignidad que me deshonran.
Sólo el escritor sin público puede permitirse el lujo de ser sincero. No se dirige a nadie: todo lo más a sí mismo.
Una vida plena no es, en el mejor de los casos, más que un equilibrio de inconvenientes.
Cuando se sabe que todo problema no es más que un falso problema, se está peligrosamente cerca de la salvación.
El escepticismo es un ejercicio de desfascinación.
Todo se reduce, en suma, al deseo o a la ausencia de deseo. El resto es matiz.
Tanto he echado pestes contra la vida que, deseando por fin hacerle justicia, no doy con ninguna palabra que no suene falsa.
A veces uno piensa que más vale realizarse que dejarse ir, a veces se piensa lo contrario. Y se tiene enteramente razón en los dos casos.
Nuestras virtudes, lejos de reforzarse unas a otras, se encelan unas con otras y se excluyen. Cuando la guerra que se hace se nos presenta claramente, comenzamos a denunciarlas una a una, demasiado contentos de no tener que hacer el gasto por ninguna de ellas.
No se pide la libertad, sino apariencias de libertad. Por tales simulacros el hombre se esfuerza desde siempre. Por lo demás, dado que la libertad no es, como se ha dicho, más que una sensación, ¿qué diferencia hay entre ser y creerse libre?
Todo acto, en tanto que acto no es posible más que porque hemos roto con el Paraíso, cuyo recuerdo, que envenena nuestras horas, hace de cada uno de nosotros un ángel desmoralizado.
Nuestras oraciones reprimidas estallan en sarcasmos.
No se tiene la sensación de ser alguien más que cuando se medita alguna fechoría.
Si se hace de la duda una meta, puede ser tan consoladora como la fe. También ella es capaz de fervor, también ella, a su manera, triunfa sobre todas las perplejidades; también ella tiene respuesta para todo. ¿De dónde le viene, entonces, su mala reputación? De lo que tiene de más raro que la fe, de más inabordable y más misteriosa. No se llega a imaginar lo que pasa en casa del dubitativo...
En el mercado, un chaval, de cinco años todo lo más, se debate, se contorsiona, aúlla. Unas buenas mujeres acuden e intentan calmarlo. Él continúa más y más, exagera, rebasa todo límite. Cuanto más se le mira, más se le quisiera retorcer el cuello. Su madre, comprendiendo al fin que hay que llevárselo, suplica al furibundo: «¡Ven, tesoro mío!» Uno piensa —¡y con qué satisfacción!— en Calvino, para quien los niños son «pequeñas basuras», o en Freud, que les llama «perversos polimorfos». Uno y otro hubiesen dicho, gustosos: «¡Dejad que los monstruitos se acerquen a mí!»
En la decisión de renunciar a la salvación no entra ningún elemento diabólico, pues si así fuese; ¿de dónde vendría la serenidad que acompaña a esta decisión? Nada diabólico deja sereno. En los pagos del demonio se está por el contrario moroso. Tal es mi caso... De este modo, mi serenidad es de corta duración: justo el tiempo de decidirme a acabar con la salvación. Afortunadamente, me decido a menudo y, en cada ocasión, ¡qué paz!
Levantarse temprano, lleno de energía y ánimo, maravillosamente apto para cometer alguna insigne villanía.
«Soy insuperablemente libre.» Esta frase elevó ese día al mendigo que la pronunciaba por encima de los filósofos, de los conquistadores y de los santos, ya que ninguno de ellos, en la cumbre de su carrera, osó invocar logro semejante.
El caído es un hombre como todos nosotros, con la diferencia de que no se ha dignado a jugar el juego. Le criticamos y le huimos, le guardamos rencor por haber revelado y expuesto nuestro secreto, le consideramos a justo título como un miserable y un traidor.
Precipitado fuera del sueño por la pregunta: «¿Adónde va este instante?», mi respuesta fue: «A la muerte», y me dormí de nuevo en seguida.
No se debería conceder crédito más que a las explicaciones por la fisiología y por la teología. Lo que se sitúa entre las dos, nada importa.
El placer que se experimenta al prever una catástrofe disminuye a medida que ésta se acerca y cesa del todo en cuanto sucede.
La sabiduría disimula nuestras heridas: nos enseña a sangrar a escondidas.
El momento crítico para un profeta es aquel en que acaba por penetrarse de lo que salmodia, en que se ve conquistado por sus vaticinios. Esclavo y autómata a partir de entonces, se atareará en añorar el tiempo en que, libre, anunciaba calamidades sin creer demasiado en ellas o se fabricaba sobresaltos.
No es cómodo jugar sinceramente a Isaías o a Jeremías. Por eso la mayor parte de los profetas prefieren ser impostores.
Todo lo que nos sucede, todo lo que cuenta para nosotros, no tiene ningún interés para otro: a partir de esta evidencia tendríamos que elaborar nuestras reglas de conducta. Un espíritu reflexivo debería borrar de su vocabulario íntimo la palabra acontecimiento.
Quien no ha muerto joven, merece morir.
Nada da mejor conciencia que dormirse con la visión clara de uno de sus defectos, que uno no se atrevía a confesarse hasta entonces, que incluso se ignoraba.
Todo se embota y se estropea en las personas, salvo la mirada y la voz: sin una y otra, no se podría reconocer a nadie al cabo de algunos años.
En este mismo momento, por todas partes, millares y millares están a punto de expirar, mientras que yo, aferrado a mi estilográfica, busco en vano una palabra para comentar su agonía.
Hacer hincapié en un acto, aunque fuese incalificable, inventarse escrúpulos y atascarse en ellos; demuestra que todavía uno hace caso de sus semejantes, que gusta de torturarse a causa de ellos.
...No me tendré por liberado más que el día en que, a ejemplo de los asesinos y de los sabios, haya limpiado mi conciencia de todas las impurezas del remordimiento.
Estoy harto de ser yo y, sin embargo, rezo sin cesar a los dioses que me devuelvan a mí mismo.
Añorar o deplorar es deliberar en el pasado, es sustituir lo irreparable por lo eventual, es hacer trampas por desgarramiento.
El delirio es, sin disputa, más hermoso que la duda, pero la duda es más sólida.
El escepticismo es la fe de los espíritus ondulantes.
Ver en la calumnia de las palabras nada más que palabras es la única manera de soportarla sin sufrir. Desarticulemos cualquier opinión que tengan contra nosotros, aislemos cada vocablo, tratémosle con el desdén que merece un adjetivo, un sustantivo o un adverbio.
...Y si no, liquidemos inmediatamente al calumniador.
Nuestras pretensiones del desapego nos ayudan siempre no a parar los golpes, sino a «digerirlos». En toda humillación hay un primer y un segundo tiempo. En el segundo es cuando se revela útil nuestra coquetería con la sabiduría.
El lugar que uno ocupa en el «universo»: ¡un punto, y ni siquiera! ¿Por qué zarandearse cuando visiblemente se es tan poco? Hecha esta constatación se calma uno en seguida: en el futuro, no más preocupaciones, no más alocamientos metafísicos o de otra clase. Y, después, este punto se dilata, se hincha, sustituye al espacio. Y todo vuelve a empezar.
Conocer es discernir el alcance de la Ilusión, palabra clave tan esencial para los Vedas como para la Canción, las únicas formas de traducir la experiencia de la irrealidad.
En el British Museum, ante la momia de una cantante, cuyas uñitas se ven asomar de las vendas, recuerdo haber jurado no decir nunca más: yo...
No hay más que un signo que testimonie que se ha comprendido todo: llorar sin motivo.
En la necesidad de rezar juega un importante papel el miedo de un desmoronamiento inminente del cerebro.
Como dicha y desdicha son males casi al mismo título, el único medio de evitarlos es hacerse exterior a todo.
Cuando paso días y días entre textos en los que no se habla más que de serenidad, de contemplación y de despojamiento, me dan ganas de salir a la calle y de romperle la cara al primer transeúnte.
La prueba de que este mundo no es un éxito es que puede uno compararse sin indecencia con El que se supone que lo ha creado, pero no con Napoleón ni siquiera con un mendigo, sobre todo si este último es inigualable en su género.
«No ha logrado hacer nada mejor», esta frase de un pagano sobre la Providencia no ha habido Padre de la Iglesia lo suficientemente honrado como para aplicarla a Dios.
La palabra y el silencio. Se siente uno más seguro al lado de un loco que habla que de un loco que no puede abrir la boca.
Si una herejía cristiana, no importa cuál, hubiese triunfado, no se habría perdido en matices. Más temeraria que la Iglesia, hubiese sido también más intolerante, puesto que más convencida. No hay duda posible: victoriosos, los Cátaros hubieran sobrepujado a los Inquisidores.
Tengamos por toda víctima, por noble que sea, una piedad sin ilusiones.
Lo que perdura de un filósofo es su temperamento, lo que hace que se olvide, que se entregue a sus contradicciones, a sus caprichos, a reacciones incompatibles con las líneas fundamentales de su sistema. Si aspira a la verdad, que se emancipe de toda preocupación de coherencia. No debe expresar más que lo que piensa y no lo que le ha decidido a pensar. Cuanto más vivo esté, más se dejará ir a su grado y no sobrevivirá más que si no tiene ninguna cuenta de lo que debería creer.
Cuando se trata de meditar sobre la vacuidad, la impermanencia, el nirvana, tumbarse o acurrucarse es la mejor postura. Es la misma en la que tales temas fueron concebidos.
Sólo en Occidente se piensa en pie. Quizá viene de aquí el carácter fastidiosamente positivo de su filosofía.
No podemos soportar una afrenta más que imaginando las escenas de la revancha, del triunfo que tendremos un día sobre el miserable que nos ha pisoteado. Sin esta perspectiva, caeríamos presa de trastornos que renovarían radicalmente la locura.
Toda agonía es, en sí, curiosa; sin embargo, la más interesante sigue siendo la del cínico, la del que la desprecia en teoría.
¿Cuál es el nombre de este hueso que toco? ¿Qué puede haber de común entre él y yo? Habría que volver a comenzar la operación con otra parte del cuerpo y continuar así hasta que ya nada sea nuestro.
¡Tener juntamente el gusto de la provocación y el del ocultamiento, ser por instinto un aguafiestas y por convicción un cadáver!
Después de tantos y tantos vivientes, todos muertos, ¡qué cansancio morir a mi vez y experimentar, como ellos, ese temor inepto! ¿Cómo explicar que persista todavía, que no se haya agotado o desacreditado, que se le pueda sentir todavía igual que el primer mortal?
El ermitaño no adquiere responsabilidades más que hacia sí mismo o hacia todo el mundo; en ningún caso hacia alguien. Se refugia uno en la soledad para no tener nadie a cargo: uno mismo y el universo bastan.
Si estuviese seguro de mi indiferencia a la salvación, sería con gran diferencia el hombre más dichoso que hubiere.
Para encontrarse de nuevo, no hay nada como ser «olvidado». Nadie viene a interponerse entre nosotros y lo que cuenta. Cuanto más se apartan los otros de nosotros, más trabajan en nuestra perfección: nos salvan al abandonarnos.
Mis dudas sobre la providencia no duran nunca mucho: ¿quién, fuera de ella, estaría en disposición de distribuirnos tan puntualmente nuestra ración de derrota cotidiana?
«No hay que tomarse nada a pecho» —se repite quien se enoja consigo mismo cada vez que sufre y no pierde ninguna ocasión de sufrir.
El combate a que se entregan en cada individuo el fanático y el impostor es causa de que nunca sepamos a quién dirigirnos.
«—¿En qué trabaja usted? ¿Qué está preparando?» ¿Acaso se hubiesen atrevido a abordar así a un Pirrón o a un Lao-tsé? Las preguntas que no se hubieran podido plantear a nuestros ídolos, no concebimos que nos las planteen a nosotros.
Por naturaleza soy tan refractario a la menor empresa, que para resolverme a ejecutar una me es necesario recorrer antes alguna biografía de Alejandro o de Gengis Khan.
Lo que debe hacer soportable la vejez es el placer de ver desaparecer uno a uno a todos los que han creído en nosotros y a los que ya no podremos decepcionar más.
Me gusta glosar la caída, me complazco en vivir como parásito del pecado original.
¡Si pudiera uno hacerse inhumillable!
Contrariamente a lo que suele alegarse, los sufrimientos nos apegan, nos clavan a la vida: son nuestros sufrimientos, nos halaga poder soportarlos, testimonian de nuestra condición de seres y no de espectros. Y tan virulento es el orgullo de sufrir que no es superado más que por el de haber sufrido.
Empeñado en salvar el pasado, la nostalgia representa nuestro único recurso contra las maniobras del olvido: ¿qué es, en sustancia, más que la memoria que pasa al ataque? Resucitando muchísimos episodios y deformándolos a placer, nos ofrece todas las versiones queridas de nuestra vida, de tal suerte que es exacto afirmar que gracias a ella nos parece juntamente lamentable y colmada.
Toda fórmula teórica que surge durante el sueño interrumpe su curso. Los sueños son acontecimientos. En cuanto uno de ellos se convierte en problema o acaba en un hallazgo, nos despertamos sobresaltados. «Pensar» durmiendo es una anomalía, frecuente entre los oprimidos, entre aquellos que precisamente duermen mal, porque sus miserias culminan en definiciones, noche tras noche.
Se martiriza uno, se crea, a golpe de tormento, una «conciencia»; y después, advierte uno con horror que no puede deshacerse de ella.
El malestar consecutivo a una bajeza es el estado más propicio para la reflexión sobre uno mismo, se confunde con esa misma reflexión. ¿Qué tiene de raro que tengamos, cada vez que se apodera de nosotros, la impresión de conocernos al fin?
Sólo es subversivo el espíritu que pone en tela de juicio la obligación de existir; todos los otros empezando por el anarquista, pactan con el orden establecido.
Mis preferencias: la edad de las cavernas y el siglo de las luces.
Pero no olvido que las grutas han desembocado en la Historia y los salones en la guillotina.
Por todas partes, carne a cambio de dinero. Pero ¿qué valor puede tener una carne subvencionada? Antes se engendraba por convicción o por accidente; hoy, para cobrar subsidios. Este exceso de cálculo no puede dejar de dañar la calidad del espermatozoide.
Buscar un sentido a lo que sea es menos obra de un ingenuo que de un masoquista.
Tomar conciencia de nuestra completa, de nuestra radical destructibilidad, en eso mismo reside la salvación. Pero es ir contra nuestras tendencias más profundas sabernos a cada instante destructibles. ¿Será la salvación una hazaña contra natura?
Frívolo y disperso, aficionado en todos los campos, no habré conocido a fondo más que el inconveniente de haber nacido.
Se debería filosofar como si la «filosofía» no existiese, a la manera de un troglodita deslumbrado o espeluznado por el desfile de plagas que se desarrolla ante sus ojos.
Gozar de su dolor —el sentimiento y hasta la expresión figuran en Homero, se entiende que a título excepcional. A título general, habrá que esperar a tiempos más recientes. Hay un largo camino de la epopeya al diario íntimo.
No se interesaría uno por las personas si no se tuviese la esperanza de encontrar un día a alguien más acogotado que uno mismo.
Las ratas, confinadas en un espacio reducido y alimentadas únicamente de esos productos químicos de los que nosotros nos atracamos, se hacen, según parece, mucho más perversas y agresivas que de ordinario.
Condenados, a medida que se multiplican, a amontonarse unos sobre otros, los hombres se detestarán mucho más que antes, incluso inventarán formas insólitas de odio, se despedazarán entre sí como nunca lo hicieron y estallará una guerra civil universal, no motivada por reivindicaciones, sino por la imposibilidad en que se encontrará la humanidad de seguir asistiendo al espectáculo que se ofrece a sí misma. Ya desde ahora, si, durante un instante, vislumbrase todo el futuro, no iría más allá de ese instante.
No hay verdadera soledad más que ahí donde se piensa en la urgencia de una oración —de una oración posterior a Dios y a la misma fe.
Habría que decirse y repetirse que todo lo que nos alegra o nos aflige no corresponde a nada, que todo es perfectamente irrisorio y vano.
...Pues bien, me lo digo y me lo repito cada día y no por ello dejo de alegrarme o afligirme.
Estamos todos en el fondo de un infierno, cada instante del cual es un milagro.