Fue el azar de un chaparrón, un día de otoño, el que me hizo entrar en el Museo, por unos instantes. De hecho, debía quedarme en él una hora, dos horas, tres quizá. Varios meses me separan de esa visita accidental y, sin embargo, aún no olvido esas órbitas que os miran, más insistentes que ojos, esa feria de cráneos, esa risotada automática a todos los niveles de la zoología.
En ningún sitio está uno mejor provisto en cuanto a pasado. Lo posible parece inconcebible o grotesco. Se tiene la impresión de que la carne se ha eclipsado desde su mismo advenimiento, que ni siquiera ha existido jamás, que queda excluido que haya estado fija a estos huesos tan solemnes, tan poseídos de sí mismos. Se presenta como una impostura, como una superchería, como un disfraz que no oculta nada. ¿No era, pues, más que eso? Y si no vale más, ¿cómo logra inspirarme repulsión o terror? He sentido siempre predilección por los que han estado obsesionados por su nulidad, los que han hecho mucho caso de ella: Baudelaire, Swift, Buda... Ella, tan evidente, es empero una anomalía; cuanto más se la considera, más se aparta uno de ella con espanto y, a fuerza de sopesarla, se encamina uno hacia el mineral, se petrifica uno. Para soportar su visión o su idea, hace falta algo más que valor: cinismo. Es engañarse respecto a su naturaleza llamarla, como hizo un Padre de la Iglesia, nocturna; es hacerle también demasiado honor; no es ni extraña ni tenebrosa, sino perecedera hasta la indecencia, hasta la locura; es no sólo sede de enfermedades, sino ella misma enfermedad, nada incurable, ficción degenerada en calamidad. La visión que tengo de ella es la propia de un enterrador frotado con metafísica. Sin duda hago mal en pensar en ella sin cesar; no se puede vivir y hacer hincapié en ella: hasta un coloso perecería. La siento como no está permitido sentirla; ella se aprovecha de esto, me obliga a conferirle un estatuto desproporcionado y tanto me acapara y me domina que mi espíritu no es ya más que vísceras. Al lado de la solidez, de la seriedad del esqueleto, parece ridículamente provisional y frívola. Halaga y colma al drogado de precariedad que soy. Es por lo que me encuentro tan a gusto en este museo en que todo invita a la euforia de un universo limpio de carne, al júbilo de la post-vida.
En la entrada, el hombre en pie; todos los otros animales inclinados, abrumados, aplastados, incluso la jirafa, pese a su cuello, incluso el iguanodonte, grotesco en su deseo de erguirse. Más próximos a nosotros, ese orangután, ese gorila, ese chimpancé, vemos claramente que su empeño por ponerse derechos es completamente inútil. Como sus esfuerzos no han tenido éxito, ahí se quedan, miserables, detenidos a medio camino, contrariados en su búsqueda de la verticalidad. En resumen, jorobados. Seríamos como ellos, sin duda, sin la suerte que tuvimos de dar un decisivo paso adelante. Desde entonces nos desvivimos por borrar toda huella de nuestra baja extracción; de aquí viene ese aire provocativo tan particular del hombre. A su lado, de su postura y de los humos que tiene, incluso los dinosaurios parecen tímidos. Como sus verdaderos reveses no han hecho más que comenzar, tiempo le queda de hacerse más humilde. Todo deja prever que, volviendo a su fase inicial, se juntará con ese chimpancé, ese gorila, ese orangután, que se les parecerá de nuevo y que le será cada vez más molesto agitarse en su posición vertical. Quizá, plegándose bajo la fatiga, quedará más curvado todavía que sus compañeros de antaño. Llegado al umbral de la senilidad, se resimiará[1], pues no se ve qué otra cosa mejor podría hacer.
Mucho más que el esqueleto, es la carne, quiero decir, la carroña, lo que nos turba y nos alarma; y también lo que nos apacigua. Los monjes budistas frecuentaban gustosamente los osarios: ¿dónde estrujar el deseo con mayor seguridad y emanciparse de él? Como lo horrible es una vía de liberación, en todas las épocas de fervor y de interioridad nuestros restos han gozado de gran favor. En la Edad Media se forzaba uno a la salvación, se creía en ella con energía: el cadáver estaba de moda; la fe era vigorosa, indomable, amaba lo lívido y lo fétido, sabía el beneficio que se podía sacar de la podredumbre y de lo espeluznante. Hoy, una religión edulcorada no se apega más que a fantasmas gentiles, a la Evolución y al Progreso. No es ella la que nos proporcionará el equivalente moderno de la Danza Macabra.
«Que quien aspire al nirvana haga que nada le sea querido», se lee en un texto búdico. Basta con considerar estos espectros, con pensar en el destino de la carne que se adhería a ellos, para comprender la urgencia del desapego. No hay ascética sin la doble rumia sobre la carne y sobre el esqueleto, sobre la espantosa caducidad de la una y la inútil permanencia de la otra. A título de ejercicio, es bueno de vez en cuando separarnos de nuestro rostro, de nuestra piel, apartar este revestimiento engañoso, deponer después, aunque no sea más que por un instante, ese montón de grasas que nos impide discernir lo fundamental en nosotros. Una vez terminado el ejercicio, estamos más libres y más solos, casi invulnerables.
Para vencer los apegos y los inconvenientes que de ellos se derivan, haría falta contemplar de un ser su desnudez última, atravesar con la mirada sus entrañas y el resto, revolcarse en el horror de sus secreciones, en su fisiología de difunto inminente. Esta visión no debería ser mórbida, sino metódica, una obsesión dirigida, particularmente saludable en los sinsabores. El esqueleto nos incita a la serenidad; el cadáver, a la renuncia. En la lección de inanidad que uno y otro nos dispensan, la dicha se confunde con la destrucción de nuestros lazos. ¡Mira que no haber escamoteado ningún detalle de tal enseñanza y empero pactar aún con tales simulacros!
Bendito tiempo aquel en el que los solitarios podían sondear sus abismos sin parecer obsesos o trastornados. Su desequilibrio no estaba afectado por un coeficiente negativo, como en nuestro caso. Sacrificaban diez, veinte años, toda una vida, por un presentimiento, por un relámpago de lo absoluto. La palabra «profundidad» no tiene sentido más que aplicada a las épocas en que el monje era considerado como el ejemplar humano más noble. De que está en vías de desaparición, no disentirá nadie. Desde hace siglos se limita a sobrevivir. ¿A quién se dirigirá, en un universo que le tilda de «parásito»? En el Tíbet, último país en el que aún contaba para algo, ha sido apartado. Sin embargo, era un raro consuelo pensar que miles y miles de eremitas podían meditar, hoy, sobre los temas del Prajnaparamita. Aunque no tuviese más que aspectos odiosos, el monacato valdrá siempre más que cualquier otro ideal. Más que nunca, hoy se deberían construir monasterios... para los que creen y para los que no creen en nada. ¿Adónde huir? No existe ya ningún sitio donde se pueda execrar este mundo profesionalmente.
Para concebir la irrealidad y penetrarse de ella, es preciso tenerla constantemente presente ante el espíritu. El día que se la siente, que se la ve, todo se hace irreal, salvo esa irrealidad, que es la única que hace la existencia tolerable.
Es un signo del despertar el tener la obsesión de lo agregado, el sentimiento más y más vivo de ser tan sólo el lugar de encuentro de algunos elementos, soldados por un momento. El «yo», concebido como un dato sustancial e irreductible, desazona más que tranquiliza: ¿cómo aceptar que cese eso que parecía sostenerse tan bien? ¿Cómo separarse de lo que subsiste por sí mismo, de lo que es? Se puede abandonar una ilusión, por inveterada que sea; pero ¿qué hacer, por el contrario, ante lo consistente, lo duradero? Si no hay más que lo existente, si el ser se exhibe por doquiera, ¿por qué medio apartarse de él sin desvío? Postulemos la engañifa universal por precaución o por medida terapéutica. Al temor de que no haya nada, sucede el de que haya algo. Es mucho más sencillo acomodarse a decir adiós al no ser que al ser. No es que este mundo no exista, sino que su realidad no es tal. Todo parece existir y nada existe. Toda búsqueda tramada, incluso la del mismo nirvana, si no se es libre de apartarse de ella, es una traba como cualquier otra. El sabor que se convierte en ídolo se degrada en no saber, como ya lo enseñaba la sabiduría védica: «Están en espesas tinieblas los que se abandonan a la ignorancia; en más espesas todavía los que se complacen en el saber.» Pensar sin saberlo uno mismo, o mejor no pensar en absoluto, sino quedarse ahí y devorar el silencio, esto es a lo que debería llevar la clarividencia. Ninguna voluptuosidad podrá compararse a la de saber que no se piensa. Se objetará: pero saber que no se piensa, ¿acaso no es todavía pensar? Sin duda, pero la miseria del pensamiento es superada durante el tiempo que, en lugar de saltar de idea en idea, se permanece deliberadamente en el interior de una sola, que rechaza a todas las otras y que se anula a sí misma, desde el punto en que se da como contenido su propia ausencia. Esta ingerencia en el mecanismo normal del espíritu no es fecunda más que si podemos renovarla a voluntad: debe curarnos del servilismo al saber, de la superstición de cualquier sistema. La liberación que nos seduce, que nos obnubila, no es la liberación. Hagamos que nada sea nuestro, empezando por el deseo, ese generador de espantos. Cuando todo nos hace temblar, el único recurso es pensar que si el miedo es real, ya que es una sensación, la sensación por excelencia, el mundo que lo causa se reduce a un ensamblamiento transitorio de elementos irreales, que en suma el miedo tanto más vivo en cuanto que damos crédito al yo y al mundo, y que debe inevitablemente disminuir cuando descubrimos la impostura del uno y del otro. No es cierto más que nuestro triunfo sobre las cosas, no es cierta más que esa constatación de irrealidad, que nuestra clarividencia establece cada día, cada hora. Liberarse es alegrarse de esa irrealidad y buscarla en todo momento.
Visto desde el exterior, cada ser es un accidente, una mentira (salvo en el amor, pero el amor se coloca fuera del conocimiento y de la verdad). Quizá deberíamos mirarnos desde fuera, poco más o menos como miramos a los otros, e intentar no tener ya nada en común con nosotros mismos; si, respecto a mí, me comportase como un extranjero, no vería morir con una falta de curiosidad total; tal como mi vida, mi muerte no sería «mía». Una y otra, en tanto que me pertenecen y que las asumo, representan esfuerzos por encima de mis fuerzas. Cuando, por el contrario, me persuado de que carecen de existencia intrínseca y que no deberían concernirme, ¡qué alivio! ¿Por qué, entonces, sabiendo que todo es irreal en última instancia, dispararme por tal o cual futesa? Me disparo, claro está, pero no me apasiono, es decir, que no me tomo ningún interés real. Ese desinterés al que me aplico, que no alcanzo más que cuando troco mi antiguo yo por uno nuevo, el yo de la visión desengañada, y que triunfa aquí, en medio de estos fantasmas, donde todo me anula, donde el que yo era me parece lejano, incomprensible. Las evidencias a las que antes volvía la espalda, las distingo ahora en toda su claridad. La ventaja que saco de ello es que no siento ninguna obligación respecto a mi carne, respecto a toda carne. ¡Qué cuadro mejor para reunir las dieciocho variedades de vacío que exponen los textos mahayanistas, tan preocupados por catalogar los diversos tipos de carencia! Y es que aquí se encuentra uno de inmediato en un estado agudo de irrealidad.
Es apenas creíble hasta qué punto el miedo se adhiere a la carne; está pegado a ella, es inseparable y casi indistinta. ¡Estos esqueletos no lo sienten, dichosos ellos! Es el único lazo fraternal que nos une a los animales, aunque ellos no lo conocen más que bajo su forma natural, sana si se quiere; ignoran el otro, el que surge sin motivos, que podemos reducir, según nuestros caprichos, sea a un proceso metafísico, sea a una química demente, y que cada día, a una hora imprevisible, nos ataca y nos sumerge. Para lograr vencerlo precisaríamos el concurso de todos los dioses reunidos. Se señala en lo más bajo de nuestro desfallecimiento cotidiano, en el momento mismo en que estaríamos a punto de desvanecernos si un algo no nos lo impidiese; ese algo es el secreto de nuestra verticalidad. Permanecer erguido, en pie, implica una dignidad, una disciplina que nos han inculcado penosamente y que nos salva siempre en el último instante, en ese sobresalto en el que aprehendemos lo que puede haber de anormal en la carrera de la carne, amenazada, boicoteada por el conjunto de los elementos que la definen. La carne ha traicionado a la materia; el malestar que siente, que sufre, es su castigo. De una manera general, lo animado parece culpable respecto a lo inerte; la vida es un estado de culpabilidad, estado tanto más grave cuanto que nadie toma verdaderamente conciencia de ello. Pero una falta coextensiva con el individuo, que pesa sobre él sin que lo sepa, que es el precio que debe pagar por su promoción a la existencia separada, por la fechoría cometida contra la creación indivisa, esta falta, por ser inconsciente, no es menos real y penetra sin duda en el abrumamiento de la criatura.
Mientras deambulo entre estas osamentas, intento representarme la carga de miedo que debían arrastrar, y cuando me detengo ante los tres monos, no puedo dejar de atribuir la parada en la evolución que han sufrido a una carga análoga, que, gravitando sobre ellos; les habrá dado ese aire obsequioso y alarmado. E incluso esos reptiles, ¿acaso no fue bajo un fardo semejante como debieron aplastarse vergonzosamente y ponerse a elaborar veneno al nivel del polvo para vengarse de su ignominia? Todo lo que vive, el animal o el insecto más repelente, tiembla, no hace más que temblar; todo lo que vive, por el simple hecho de vivir, merece conmiseración. Y pienso en todos los que he conocido, todos los que ya no están, repantigados en sus ataúdes largo tiempo ha, por siempre exentos de carne —y de miedo—. Y me siento aliviado del peso de su muerte.
La ansiedad es conciencia del miedo, un miedo en segundo grado, que reflexiona sobre sí mismo. Está hecha de la imposibilidad de comulgar con el todo, de asimilarnos, de perdernos en él; detiene la corriente que pasa del mundo a nosotros, de nosotros al mundo, y no favorece nuestras reflexiones más que para mejor destruir su impulso, desembriaga sin cesar el espíritu; ahora bien, no hay especulación de cierto alcance que no proceda de una embriaguez, de una pérdida de control, de una facultad de perderse, luego de renovarse. Inspiración al revés, la ansiedad nos llama al orden al menor vuelo, a la menor divagación. Esta vigilancia es funesta para el pensamiento, a menudo paralizado, encerrado en un círculo maldito, condenado a no poder salir de sí mismo más que a tirones y a escondidas. También es verdad que si nuestras aprehensiones nos hacen buscar la liberación, son ellas, empero, las que nos impiden alcanzarla. Aunque tema al porvenir hasta el punto de convertirlo en el único objeto de sus preocupaciones, el ansioso está prisionero del pasado, incluso es el único hombre que tiene realmente un pasado. Sus males, de los que es esclavo no le hacen avanzar más que para mejor tirar de él hacia atrás. Llega a echar de menos el miedo bruto, anónimo, del que todo parte, que es comienzo, origen, principio de todo lo que vive. Por atroz que sea, es, sin embargo, soportable, puesto que todos los vivientes se resignan a él; les sacude y les arrasa, pero no les aniquila. No sucede lo mismo con ese miedo refinado, «reciente», posterior a la aparición del «yo», en el que el peligro, difuso omnipresente, no se materializa nunca, miedo replegado sobre sí y que, a falta de otro alimento, se devora a sí mismo.
Si bien no he vuelto al Museo, he estado allí en espíritu casi todos los días y no sin experimentar cierto beneficio: ¿qué hay de más calmante que rumiar esta última simplificación de los seres? Repentinamente, despejada de fiebre la imaginación, se ve uno tal como será: una lección, no; un acceso de modestia. Un buen uso del esqueleto... Deberíamos servirnos de él en los momentos difíciles, tanto más que lo tenemos tan a mano.
No necesito a Holbein ni a Baldung Grien; en lo tocante a lo macabro, me remito a mis propios medios. Si lo creo necesario o si me da la gana, no hay nadie a quien no pueda desvestir de su envoltura carnal. ¿Por qué envidiar o temer a esos huesos que llevan tal nombre, a ese cráneo que no me ama? ¿Por qué también amar a alguien o amarme a mí mismo, sufrir en todos los casos, cuando sé la imagen que debo evocar para suavizar esas miserias? La conciencia viva de lo que acecha a la carne debería destruir tanto el amor como el odio. No logra en realidad más que atenuarlos, y, en raros momentos, domarlos. En otro caso sería demasiado sencillo: bastaría representarse la muerte para ser feliz... y lo macabro, colmando nuestras aspiraciones más secretas, sería totalmente provechoso.
Dudo de que me hubiese referido tan a menudo a esos lugares si, visiblemente, no halagasen mi inaptitud para la ilusión. Aquí, donde el hombre no es nada, se advierte hasta qué punto las doctrinas de la liberación son incapaces de aprehenderlo, de interpretar su pasado y de descifrar su futuro. Es que la liberación no tiene contenido más que para cada uno de nosotros, individualmente, y no para la turba, incapaz de comprender la relación que existe entre la idea de vacío y la sensación de libertad. No hay manera de ver cómo la Humanidad podría ser salvada en bloque; hundida en lo falso, abocada a una verdad inferior, confundirá siempre la apariencia y la sustancia. Aun admitiendo, contra toda evidencia, que siga una marcha ascendente, no lograría adquirir, al término de su ascensión, el grado de clarividencia del más obtuso sanyasin hindú. En la existencia cotidiana, es imposible decir si este mundo es real o irreal; lo que podemos hacer, lo que hacemos efectivamente, es pasar sin cesar de una tesis a otra, demasiado contentos de esquivar una elección que no resolvería ninguna de nuestras dificultades en lo inmediato.
El despertar es independiente de las capacidades intelectuales: se puede tener genio y ser un necio, espiritualmente, se entiende. Por otro lado, nada se avanza con el saber como tal. «El ojo del Conocimiento» puede ser poseído por un iletrado, que se encontrará de este modo por encima de cualquier sabio. Discernir que lo que tú eres no eres tú, que lo que tienes no es tuyo, no ser cómplice de nada, ni siquiera de tu propia vida —esto es ver con precisión, esto es descender hasta la raíz nula de todo—. Cuanto más se abre uno a la vacuidad y más se impregna uno de ella, más se sustrae a la fatalidad de ser uno mismo, de ser hombre, de estar vivo. Si todo está vacío, esta triple fatalidad también lo estará. De golpe, la magia de lo trágico se ve disminuida. ¿Acaso el héroe que se hunde valdrá tan poco como el que triunfa? Nada más prestigioso que un hermoso final, si este mundo es real; si no lo es, es pura necesidad extasiarse sobre cualquier desenlace. Dignarse a tener un «destino», verse cegado o solamente tentado por lo «extraordinario», prueba que se permanece cerrado a toda verdad superior, que se está lejos de poseer el «ojo» en cuestión. Situar a alguien es determinar su grado de despertar, los progresos que ha realizado en la percepción de lo ilusorio y de lo falso en el otro y en sí mismo. Ninguna comunión es concebible con el que se engaña sobre lo que es él mismo. A medida que se ensancha el intervalo que nos separa de nuestros actos, vemos disminuir los temas de diálogo y el número de nuestros semejantes. Esta soledad no vuelve amargo, pues no deriva de nuestros talentos, sino de nuestras renuncias. Aún hay que añadir que no excluye en absoluto el peligro de orgullo espiritual, que existe indudablemente durante tanto tiempo como se inclina uno sobre los sacrificios que se han consentido y las ilusiones que se han rechazado. ¿Cómo vencerse a uno mismo sin saberlo, cuando el desapego exige una insistente toma de conciencia? De este modo, lo que la hace posible la amenaza juntamente. En el orden de los valores interiores, toda superioridad que no se hace impersonal se encamina a la perdición. ¡Mira que no poder arrancarse del mundo sin advertirlo! Se debería poder olvidar que el desapego es un mérito; si no, en lugar de liberar, envenena. Atribuir a Dios nuestros éxitos de todas clases, creer que nada emana de nosotros, que todo está dado, tal es, siguiendo a Ignacio de Loyola, el único medio eficaz de luchar contra la soberbia. La recomendación vale para los estados fulgurantes en los que la intervención de la gracia parece obligatoria, pero no para el desapego, trabajo de zapa, largo y penoso, del que el yo es la víctima: ¿cómo no sacar vanidad de esto?
Por mucho que nuestro nivel espiritual se eleva, no por ello cambiamos cualitativamente; permanecemos prisioneros de nuestros límites: la imposibilidad de extirpar el orgullo espiritual es una consecuencia de ello, la más enojosa. «Ninguna criatura —observa Santo Tomás— puede alcanzar un grado más alto de naturaleza sin cesar de existir.» Sin embargo, si el hombre intriga, es precisamente por haber querido superar su naturaleza. No lo ha logrado, y sus esfuerzos desmesurados no podían dejar de alterarle, de desnaturalizarle. Por eso no se interroga uno a su respecto sin tormento, sin pasión. Sin duda es más decente apiadarse sobre él que sobre sí mismo (es lo que ha comprendido muy bien Pascal). A la larga, esta pasión se hace tan obsesionante que ya no se piensa más que en los medios de escapar de ella. Ni la fatalidad de ser uno mismo, ni la de estar vivo podría compararse con la de ser hombre; en cuanto me espolea, para librarme de ella, rehago mentalmente mi paseo a través de esas osamentas que, últimamente, me han sido a menudo tan socorridas; las percibo, me agarro a ellas: confirmándome en mi creencia en la vacuidad, me ayudan a vislumbrar el día en que no tendré ya que soportar la obsesión de lo humano, la más terrible de todas las cadenas. Es preciso a todo precio zafarse de ella, si se quiere ser libre; pero para ser verdaderamente libre se impone un paso más: liberarse de la libertad misma, rebajarla al nivel de un prejuicio o un pretexto para no tener ya que idolatrarla... Entonces solamente se comenzará a aprender cómo actuar sin desear. La meditación de lo horrible prepara a ello: girar en torno a la carne y sus decrepitudes es iniciarse en el arte de disociar el deseo y el acto —operación nefasta para los espíritus movedizos, pero indispensable para los contemplativos—. Mientras se desea se vive en la sujeción, se está entregado al mundo; en cuanto se deja de desear se acumulan los privilegios de un objeto y de un dios; no se depende ya de nadie. Es demasiado cierto que el deseo es indesarraigable; empero ¡qué paz con sólo imaginar estar exento de él! Una paz tan insólita que un placer perverso se desliza en ella: una sensación tan sospechosa ¿acaso no revertirá en una venganza de la naturaleza contra quien se ha hecho culpable de aspirar a un estado tan poco natural?
Fuera del nirvana en la vida —hazaña rara, extremo prácticamente imposible— la supresión del deseo es una quimera; no se le suprime, se le suspende, y esta suspensión, muy extrañamente, se ve acompañada de un sentimiento de poder, de una certeza nueva, desconocida. ¿Acaso la boga del monacato, en otros siglos, no se explicaría por esta dilatación consecutiva al reflujo de los apetitos? Hace falta fuerza para luchar contra el deseo; esta fuerza aumenta cuando el deseo se retira; detenido él, el miedo se detiene igualmente. Para que, por su lado, la ansiedad se preste a una tregua semejante, se debe ir más lejos, abordar un espacio mucho más rarificado, aproximarse con una alegría abstracta, con una exaltación igualmente concertada, al ser y a la ausencia de ser.
Se dice en el Katha-Upanishad, a propósito del atman, que es «alegre y sin alegría». Ése es un estado que se alcanza tanto por la afirmación como por la negación de un principio supremo, tanto por el rodeo del Vedanta como por el del Mahayana. Por diferentes que sean, las dos vías se juntan en la experiencia final en el deslizamiento fuera de las apariencias. Lo esencial no es tanto saber en nombre de qué quiere uno liberarse como hasta dónde puede avanzarse por el camino de la liberación. Que uno se disuelva en lo absoluto o en lo vacío, en los dos casos lo que se alcanzará es una alegría neutra: alegría sin determinación alguna, tan desnuda como la ansiedad, cuyo remedio se pretende, y de la que no es más que el desenlace, la conclusión positiva. Entre ellas, la simetría es patente: se las diría «construidas», una y otra, sobre el mismo patrón; prescinden de todo estímulo exterior, se bastan a sí mismas, se corresponden y comunican en profundidad. Pues lo mismo que la alegría concreta no es más que un miedo vencido, la alegría neutra no es más que una ansiedad transfigurada. Y es de sus afinidades, de su permeabilidad, de donde derivan la posibilidad de elevarse de una y otra, y el peligro de retroceder, de volver a caer en un estado anterior, que ya se creía superado. Esto equivale a decir hasta qué punto todo progreso espiritual está amenazado en su misma base. Para el liberado incompleto, para el veleidoso del nirvana, nada es más fácil y más frecuente que retroceder hacia sus antiguos terrores. Pero cuando, de tarde en tarde, le acaece el mantenerse firme, hace suya la exhortación del Dhammapada: «Brilla para ti mismo, como tu propia luz,» y, mientras la adopta y la sigue, comprende desde dentro a los que se conforman a ella siempre.