Por Fernando Savater
Voy a revelarles un secreto: como tantas otras cosas buenas de las que disfrutan en la actualidad, los españoles le deben las traducciones de E. M. Cioran a... a Franco. Por lo menos las mías, que a falta de otro mérito tienen el de ser las primeras que pudieron comprarse en nuestras librerías. Si la dictadura franquista no se hubiera molestado en expulsarme de la Universidad Autónoma de Madrid, cegando mi modesta fuente de ingresos, yo no hubiera necesitado hacer traducciones para vivir y ustedes hubiesen tenido que esperar bastantes años para leer a Cioran, salvo que lo leyeran en francés. Pero en fin, gracias al Caudillo fascista y curil cuyo centenario se conmemoró en 1992, Cioran entró en mi vida laboral y en la cultura española de los años setenta. Sigue presente: seguimos...
Le mauvais démiurge fue el primer libro de Cioran que leí en mi vida; quizá sea por eso pero sigue pareciéndome de los mejores y sobre todo de los más completamente cioranianos que ha escrito. En él están todos sus temas fundamentales: la reflexión teológica (una verdadera teología negativa, más bien), el apunte histórico sobre la transición del paganismo al cristianismo (y la sugerencia implícita de que quizá estemos a punto de un nuevo tránsito, pero esta vez de signo opuesto), la consideración a fondo de la vinculación entre caducidad y carne, entre ser y pasar (contenida en el ensayo «Paleontología», mi preferido dentro de este libro y uno de los mejores a mi juicio escritos por Cioran), los aforismos sobre el tema del suicidio (esencial en la obra del pensador rumano, como tentación permanente y a la par alivio del peso de la vida que —paradójicamente— ayuda a vivir), etc... Pero no sólo se encuentra todo un recital de los principales temas, sino también un muestrario de los estilos del escritor, de los recursos de un prosista al que todo un Saint-John Perse proclamó como el mejor entre sus contemporáneos franceses. En Le mauvais démiurge Cioran exhibe su talento para el ensayo breve (el más digno de heredar ese nombre —ensayo— del de los del padre fundador, Montaigne), para el fragmento y el aforismo, hasta para la parábola máximamente condensada y densa de significados... Se reúne así en este puñado de páginas lo más relevante de las obsesiones del autor y la mejor de la destreza literaria con que sabe acuñarlas, convirtiéndolas en literalmente inolvidables para muchos de sus lectores.
Quizá pueda resultar curioso contar cómo entré por primera vez en contacto con este libro y a través de él con la obra entera de E. M. Cioran. En aquellos días (final de los años sesenta) yo era un subscriptor devoto de Le Monde, biblia indisputada por entonces del periodismo europeo más sensatamente progresista. Sus páginas culturales me brindaban semana tras semana descubrimientos inapreciables en el terreno del ensayo filosófico y también de la literatura. Yo acataba todos sus dictámenes y me doblegaba a sus consejos con docilidad islámica. Cierto día tropecé con un titular escandaloso: «¿Acaso es Cioran el diablo?». Era un comentario escrito por el filósofo existencialista cristiano Gabriel Marcel (luego supe que era amigo, aunque intelectualmente muy opuesto, de Cioran) sobre Le mauvais démiurge, que acababa de aparecer en librerías. No recuerdo ya la conclusión a la que llegaba Gabriel Marcel: supongo que absolvía a Cioran de una identificación tan comprometedora. Pero a mí me pareció motivo suficiente de interés que alguien pudiera ser «confundido» con el diablo, aunque fuese por un momento. Cuando alrededor de un mes más tarde encontré un ejemplar de Le mauvais démiurge en una librería internacional de Madrid, lo compré de inmediato y con un cierto escalofrío de placer anticipado... No me defraudó: poco tiempo después, tras diversas gestiones febriles con libreros franceses y amigos afortunados que podían viajar (a mí me habían retirado el pasaporte las autoridades del régimen, siempre involuntariamente solícitas para favorecer mi futuro literario) me había hecho ya con todos los libros publicados en Francia de Cioran. Los tengo medio deshechos a fuerza de leerlos, releerlos y subrayarlos. Después inicié mi tímida correspondencia con Cioran y así nació una amistad que ya dura más de veinte años y que no cambiaría por ninguna otra.
Le mauvais démiurge no fue sin embargo el primer libro que traduje de Cioran: empecé, como es debido, por el primero, titulado en mi versión «Breviario de podredumbre» y después opté por «La tentación de existir», cuyo título me resultaba particularmente sugestivo. Por cierto que precisamente el título de Le mauvais démiurge me presentó bastantes dificultades a la hora de traducirlo. ¿Lo vertiría como «El demiurgo malvado»? Me sonaba un poco truculento, como a comic de ciencia-ficción o algo así... «El demiurgo malo», «El mal demiurgo», «El demiurgo fatal, pésimo, desastroso...». Nada, que no terminaba de convencerme ninguna de esas variantes. Me parecían ñoñas, equívocas... inconvincentes. Cualquiera que se haya visto en esa extraña tarea que es traducir comprenderá muy bien estas perplejidades que tan agobiantes pueden llegar a ser. Por fin se me ocurrió lo de «El aciago demiurgo». ¡Bingo! ¡Lo encontré! Como le había ido haciendo a Cioran en mis cartas la crónica de mis vacilaciones, me apresuré a comunicarle este hallazgo que me parecía elegante y definitivo. Pero ahora fue él quien demostró hallarse dudoso. Cioran lee y entiende bastante bien el castellano, pero no tiene la suficiente familiaridad con él como para decidir si una palabra es habitual o extraña. ¿No sería lo de «aciago» una palabra demasiado inusual, demasiado... rebuscada? Como Montaigne, como Voltaire, como Nietzsche, como Borges, como todas las personas literariamente inteligentes que he conocido Cioran detesta los vocablos empingorotados, las palabras con smoking o con boina y zuecos, los cultismos, los aldeanismos, los tecnicismos, los neologismos enigmáticos... En fin, que todo el que de verdad sabe escribir odia la pedantería. ¿No sería lo de «aciago» una pedantería? Cioran es demasiado encantadoramente cortés para preguntarme semejante cosa directamente, pero noté que le rondaba la duda. Así que decidió hacer una prueba. En el inmueble de la rue de l'Odeon en la que vive se cruzaba frecuentemente en la escalera con una criada española. Aprovechando uno de esos encuentros de paso, Cioran le preguntó si conocía la palabra «aciago» y si le parecía de uso más o menos normal. La doméstica le repuso: «¡Claro que sí, señor! ¡Suele decirse por ejemplo: he tenido un día aciago!». Le debo un ramo de flores a esa chica, porque salvó mi traducción: en cuanto oyó que había días «aciagos», Cioran comprendió que su demiurgo debía serlo también y me escribió dándome luz verde.
El ensayo que da título al libro (y que a mí me produjo los ya citados dolores de cabeza), así como el segundo del volumen y muchos otros aspectos de éste y de los restantes libros del rumano, apuntan hacia un cierto gnosticismo (aunque sea un gnosticismo irónico) de Cioran. Como siempre he sentido fascinación por las sectas gnósticas (y en los fervorosos años juveniles mucho más) supongo que este aspecto de su obra me apasionó especialmente desde aquella lectura inicial: ¡tropecé de entrada con el libro más gnóstico del último gnóstico de nuestra cambiante civilización!
La variedad de las ideas gnósticas a través de los siglos ha sido extraordinaria: los nombres de esos sempiternos herejes (pero que tanto contribuyeron a modificar la forma de pensar de los ortodoxos) forman un extraño bestiario, un tarot de la más enigmática pasión por regenerar la caducidad de la vida a través del poderío siempre comprometedor de la mente. Los expertos que los estudian (H. Puesch, Jacques Lacarriére, Steven Runciman, etc...) mezclan los detalles dignos de asombro con lo que provoca repulsión, lo más intrigante y propicio para estimular la mente con fastidiosos batiburrillos de supersticiones. Uno de los ensayistas que se ha ocupado de ellos, Sege Hutin, no vacila en enumerar entre los gnósticos contemporáneos a André Breton o H. P. Lovecraft. ¿Por qué no entonces también Cioran?
Dentro de la variedad de sus sistemas (o del florilegio de sus mitologías racionalizadas) todos los gnósticos coinciden en algunos puntos esenciales: el mundo de frenesí y dolor en el que vivimos no puede ser invento de ninguna divinidad espiritualmente superior, sino que habrá sido fabricado por algún demiurgo perturbado y maligno, en el mejor de los casos distraído o dotado de un aciago sentido del humor (Lovecraft habla en una carta a Jacques Bergier de que este universo fue creado «by joke or by mistake», por broma o por error). El principio espiritual no puede consistir más que en desenmascarar al mundo y contradecirlo, sobre todo en sus pompas esenciales: el sexo, la ambición, la fe en el progreso, la legitimación de las rutinas vigentes. Las vías de tal desenmascaramiento son diversas: hay gnósticos libertinos y gnósticos castísimos, gnósticos dicharacheros y gnósticos silenciosos, gnósticos que renuncian a cuanto poseen y otros que no renuncian a nada que pueda ser poseído. Pero todos coinciden en la denuncia de la materia, de la realidad, de cuanto además de formarnos quiere conformarnos...
¿No debemos en tal caso incluir a Cioran en la nómina de los gnósticos? Creo que sí, pero tongue in cheek, como dicen los americanos: con su granito de sal y sin tomarnos esa clasificación del todo en serio. Porque este gnóstico llegado de los Balcanes es heredero de ironías ilustradas y conoce refinamientos expresivos muy modernos: sus visiones más abismales han paseado por el Barrio Latino y tiene un humor agresivo, a veces melancólico, que recuerda más los salones que los desiertos. Este libro es para mí inolvidable, por diversas razones: si he ayudado con mi traducción y con estas líneas a que algún lector comparta un poco mi sombrío amor por él... bien, entonces lo demás ya no importa.
FERNANDO SAVATER
Septiembre de 1992