Preámbulo

Está usted de enhorabuena, acaba de dar el primer paso en el camino a la inmortalidad.

Me precio de ser un gran escéptico, presumo de haber alcanzado una elevada posición social gracias en buena parte a no fiarme de nada ni de nadie, de ahí que ese está usted de enhorabuena… me sonara a reclamo publicitario, y como además venía seguido de una vaga promesa de vida eterna, lo lógico hubiera sido que al instante cerrase el libro que tenía en las manos y lo arrojara al fuego del hogar. Si lo que pretendía el responsable de aquel volumen de tapas grises era atraer mi atención, el tono propagandístico no resultaba buena idea. Sin embargo continué con la lectura del libro. No porque no tuviera nada mejor que hacer, ni por simple incoherencia en un momento de debilidad; fue por respeto y cortesía hacia Robert, por satisfacer su petición.

Conozco a mucha gente, me relaciono a diario con un sinfín de personas, pero, por mi natural desconfianza, no me sobran los amigos, los verdaderos amigos desinteresados. En realidad, exagero cuando digo que no tengo muchos amigos porque equivale a decir que alguno tengo. Y no es así. En toda mi vida sólo he tenido uno, Robert, un sujeto de mi misma calaña, un tipo que durante años fue mi principal competidor en los negocios, pero que, a fuerza de coincidir como miembros destacados en innumerables consejos de administración y en organizaciones y foros empresariales, llegamos a conocernos en profundidad, a descubrir el uno en el otro al cómplice y confidente ideal y, claro, a establecer una estrecha amistad que, no lo negaré, favoreció nuestros mutuos intereses; una amistad lamentablemente quebrada a su muerte. Se comprenderá que si Robert me pedía algo, y mucho más si se trataba de un deseo póstumo, no le respondiera con un desaire. Si se acordó de mí al final de su vida y quiso legarme el libro al que me he referido, por lo menos debía intentar saber qué se contaba en él, sobre todo tras leer la carta que lo acompañaba, una escueta carta con labores de aval y presentación que no tengo inconveniente en reproducir.

Querido Nelson:

De sobras sé que tienes de todo, por lo que no te sorprenderá que tu grandioso patrimonio no se acreciente con lo que te he dejado. Además, después de tanto tiempo peleando entre nosotros en pos de la fortuna más alta, sería absurdo que, por la mera tontería de morir primero, me viese obligado a darme por vencido y enriquecerte aún más.

Lo que quiero que recibas tras mi muerte tiene, como podrás comprobar, mucho valor. Aunque tampoco tardarás en darte cuenta que se trata de un valor inmaterial no cuantificable en dinero.

En tu posesión dejo, por ser el mejor amigo que he tenido, el libro que acompaña a esta carta. Y me atrevo a ordenarte que lo leas. Por muy extraño o muy absurdo que te parezca lo que descubras en él te recomiendo encarecidamente que llegues hasta su último punto.

Con tu perspicacia habitual encontrarás señales de uso en el libro y deducirás que no eres el primero que lo lee. Yo lo he hecho primero, y antes que yo quien me lo dejó a mí. En su momento, te desprenderás de él y le darás el destino que consideres más adecuado. Hasta entonces, por favor, ocúltalo, mantenlo en el más estricto secreto, no permitas que otros ojos que los tuyos lo lean y evita que manos extrañas lo toquen, ni siquiera para quitarle el polvo.

Es todo cuanto puedo decirte acerca del libro. Sólo me resta agregar que a su debido tiempo alguien se pondrá en contacto contigo y te preguntará: ¿le interesa nuestro más allá?

Leí la carta de Robert en casa, por la noche, después de un agotador día de trabajo en que había tenido que tomar decisiones importantes sobre algunas de mis empresas. El futuro de muchos empleados dependía de esas decisiones, pero más que eso a mí me importaba el beneficio que pudiera reportarme el tino de las mismas. Disponía de más capital del que necesitaba para vivir holgadamente durante mil años. Lo que no tenía era a quién legárselo porque carezco de familiares cercanos o lejanos conocidos. De manera que… ¿en qué iba a repercutir sobre mi rutina diaria o en mi calidad de vida que ganara o perdiera un millón de libras más? Mi objetivo principal, la razón de mi existencia ha consistido en acumular riqueza más que en disfrutar de ella. Mi actitud podrá considerarse enfermiza, no lo discutiré, pero ¿qué podía hacer? Lo que a mí me divertía era repasar balances económicos que reflejaban mis ganancias del último ejercicio y recrearme con los cada vez más largos listados que inventariaban mi patrimonio. Tampoco soy un bicho raro. Personalidades como la mía hay y han habido siempre. Y hasta han sido recogidas en grandes clásicos de la literatura…

Me temo que, para la gente de corazón virtuoso, el párrafo anterior es un autorretrato en el que no salgo favorecido…, pero tiempo habrá para hablar de mí. Regresemos al regalo de Robert. Decía que leí la carta al final de una jornada que me había dejado bastante cansado. Lo hice después de relajarme en un baño prolongado y cenar sana y frugalmente como recetan mis médicos y acertadamente cocina mi servicio doméstico. Elegí para la lectura el sillón más cómodo de mi rincón favorito de mi vivienda londinense predilecta. Quise además que me acompañaran la música de Haydn y las valiosísimas pinturas que colgaban en las paredes del salón que concentraba la mayor cantidad de mis piezas artísticas y artesanas (sobre todo antigüedades) de valor… No nos engañemos, que disfrute ganando dinero, y sea amante del ahorro, no es obstáculo para que me guste el confort, vivir rodeado de lujos y alcanzar cierto nivel de sibaritismo. Por otra parte, todo el mundo sabe que adquirir bienes inmuebles y cuadros de pintores famosos ya fallecidos no es gastar sino invertir. Dicho esto sólo por si usted ha creído (intuyo que no) detectar contradicciones en mi discurso, situémonos de nuevo en el instante en que ya he leído la carta. Como cualquier persona sensata, en ese momento no puedo por menos que sentirme perplejo. ¿Qué se supone que me ha dejado Robert, un libro con poderes de lámpara maravillosa o con la fórmula para convertir las piedras en oro? ¿Qué mente puede ilusionarse pensando que de verdad se trata de algo así? Por descontado no la mía. Sin embargo tenía a mi disposición un obsequio de Robert y la carga impuesta por una de las últimas voluntades de mi finado colega. Es decir, ya no era sólo que él me hiciese un regalo, es que entre sus postreros deseos había un ruego expresamente dirigido a mí referido a la lectura del libro que tenía a mi lado, sobre una mesita de madera noble del siglo XVI. Y… bueno, lo admito, también sentía curiosidad. Así que no tuve otro remedio que tomar el libro y, para empezar, echarle un vistazo a su aspecto exterior.

Lo primero que me llamó la atención fue que en sus tapas, de grueso y duro cartón pintado de gris, no hubiera nada escrito ni dibujado, ninguna señal útil para saber el título o el autor del texto ni el dueño de la imprenta que lo había editado. Lo abrí y tampoco en las primeras hojas hallé ningún dato sobre los responsables de la existencia de aquel objeto. Las páginas estaban, eso sí, numeradas, y ya en la uno se entraba en materia. Tampoco aparecía el nombre de la obra en ella, pero sí estaba encabezada con la palabra preámbulo en letras mayúsculas. Hojeé el libro y comprobé que se encontraba dividido en diferentes capítulos y que en la última página se ofrecía un índice. Pensé que aunque se tratase de una obra anónima y sin nombre, al menos presentaba un mínimo de orden en su composición. Y eso sí podía ser apto para despertar mi interés.

Como ya he mencionado al principio, el libro (del que, a la vista de los títulos del índice, aún no sabía si era una novela, un tratado de autoayuda, un ensayo o una serie de historias de ficción encadenadas) comenzaba dándome la enhorabuena porque había iniciado el camino hacia la inmortalidad. Me limitaré ahora a transcribir lo que ponía a continuación y hasta donde leí aquella noche.

Lo que usted tiene delante sólo está al alcance de unos pocos privilegiados. Una persona que debe apreciarle mucho se lo ha proporcionado, y lo ha hecho con la mejor de las intenciones, no le quepa la menor duda.

Este libro es fruto de un serio, costoso y extenso trabajo científico. Pero no se alarme, evitaremos enredarnos en disertaciones técnicas de las que únicamente cabezas brillantes podrían librarnos. Sin entrar tampoco en el plano moral, partiremos sencillamente de lo que todo el mundo sabe: que el ser humano está formado por un cuerpo y una mente, pero que sólo gracias a ésta se nos puede considerar personas. La mente gobierna el cuerpo en que está instalada, lo dirige, le dice en todo momento lo que tiene que hacer. Valga como triste ejemplo el del parapléjico, piense en alguien cuyo cuerpo no puede mover pero conserva la mente lúcida. Nadie discutirá que sigue siendo una persona aunque su cuerpo de cuello para abajo esté inmovilizado. Por el contrario, una mente inutilizada o en coma irreversible convierte al cuerpo que la contiene en un vegetal, en un ente al que difícilmente y nada más que llevados por la piedad y gran miramiento podemos llamar persona.

Aceptada la primacía de la mente sobre el cuerpo, y siguiendo con las simplificaciones burdas, diremos que en la mente destaca por su importancia todo lo relativo al carácter y a la memoria. Respecto al carácter toparemos con cientos de adjetivos válidos para calificarnos: podemos ser listos, hábiles, lentos, introvertidos, simpáticos… Y en la memoria tenemos lo que sabemos. Y sabemos lo que hemos aprendido. A lo largo de nuestra vida recibimos un enorme caudal de información. Buena parte de ella la guardamos en la memoria y la utilizamos mejor o peor cuando es necesario. Esa información registrada, la que se asienta definitivamente en nuestra memoria, es lo que somos; es lo que nos hace únicos y nos distingue de los demás, lo que en esencia marca nuestra identidad. De acuerdo, también somos lo que leemos, lo que comemos, lo que vestimos… y un sinfín de acciones circunstanciales más, pero ninguna de ellas alcanza la importancia de la memoria y son poco más que accesorias y complementarias. A propósito de lo anterior, tal vez le resulte familiar la frase yo soy yo y mi circunstancia. Es media cita de un pensador castellano sobre la que, si le apetece y tiene tiempo, le invitamos a reflexionar. Igual llega a conclusiones afines a lo que intentamos expresar y dejar sentado.

Podrá argumentarse que el carácter no es menos relevante que la memoria para expresar lo que somos. Y no le faltará razón a quien así opine, pero, en lo que a éste libro se refiere nos importará más la memoria que el carácter. No en vano muchas de nuestras características (gran parte de nuestro carácter) están condicionadas por lo que sabemos. Así, seremos más taciturnos porque hemos vivido circunstancias poco alegres que nos han entristecido, y esas vivencias se han quedado en nuestra memoria, o sea, las recordamos; o sea las sabemos; o sea, las hemos aprendido. En síntesis, la respuesta a cómo somos la da el carácter, y la respuesta a qué somos está en la memoria.

Es evidente que nada de lo dicho hasta aquí le será extraño. Probablemente no está de acuerdo con todo, pero seguro que no le hemos aportado nada nuevo. Tampoco era nuestro objetivo. Lo que pretendíamos era comenzar a plantear aquello que nos interesa, a nosotros y a usted. Que es de su interés quedará hartamente demostrado en la historia que le contamos a continuación. Una historia que parte de una premisa básica que ya hemos adelantado y repetido hasta la saciedad y en la que insistiremos una vez más: somos lo que sabemos o, si se prefiere, lo que recordamos. Somos… lo que es nuestra memoria.

Al llegar a este punto, el último del preámbulo del libro, levanté la vista y la fijé en el Gauguin que tenía enfrente. Era uno de los célebres cuadros del pintor francés que reflejan una escena paradisíaca en los mares del Pacífico Sur. A Robert siempre le había gustado aquella pintura. Decía que era lo único que me envidiaba. Lástima, amigo, que te me hayas avanzado. Si yo hubiese muerto antes te lo hubiera legado. En aquel momento, al comparar el cuadro con el libro, pensé que yo hubiese sido muchísimo más generoso con Robert de lo que él había sido conmigo. Aquel libro entonces no me parecía más que eso, un libro. Mucho secreto, mucho anonimato, toda una sarta de elucubraciones filosóficas de andar por casa, pero no aparentaba ser más que papel escrito. Y, por lo que llevaba leído, tampoco tenía pinta de tratarse de una obra cumbre de la literatura; no sólo porque su prosa no fuese extraordinaria, que no lo era, sino también porque si estaba envuelta en tanto misterio y requería tanta discreción, ¿cómo iba a ser mundialmente reconocida? Así pues, a la espera de que avanzando en su lectura encontrara algo interesante, algo como el mapa de un tesoro por ejemplo, poca consideración me merecía el librito de marras. Como además el sueño comenzaba a hacerse sentir, decidí cerrar el obsequio de Robert y dedicarme a escuchar lo que restaba de la pieza de música antes de dirigirme al dormitorio. También, siguiendo las instrucciones de la carta sobre impedir que manos no autorizadas se hicieran con él, busqué para el libro un lugar recóndito en las estanterías. Lo camuflé entre un quijote y una biblia, ambos de edición antiquísima, genuinas reliquias de precio incalculable, como el resto de los volúmenes de aquella pared. Si un caco exquisito, recuerdo que rumié entonces, supera todos los obstáculos que dan seguridad a mi suntuosa morada y penetra en el salón, desde luego no se llevará el libro de Robert antes que cualquier otro. Y si no es tan exquisito y prefiere el de mi fallecido amigo en lugar de los demás… bueno, me apenará haber perdido un artículo de gran valor sentimental, pero me alegrará no ver disminuidas mis verdaderas y tangibles riquezas materiales.