9. Experimentos

Tantos indicios favorables a la hipótesis según la cual la venta de inmortalidad no constituía una estafa consiguieron, paradójicamente, incrementar mi escepticismo. Como en cualquier juego, ante los ataques del contrincante, cuando su presión es casi insoportable, lo que no debe hacerse bajo ningún concepto es bajar la guardia ni, mucho menos, darse por vencido; sino mantener en pie las defensas y, si es posible, incomodar al adversario, despistarlo aunque sea con fuegos de artificio a la espera de tiempos mejores.

—Verá, Miguel, comprendo que no den pistas a la posible competencia, que guarden en la máxima reserva sus fórmulas magistrales y que, por ejemplo, en el libro gris, no expliquen nada sobre cómo realizan su trabajo, o sobre cómo consiguieron encontrar el modo de trasplantar la memoria, para no facilitar que otras empresas quieran explotar el mismo negocio. Pero, tanto secretismo, ¿no será en realidad una excusa?

—¿Una excusa? —mostró con un breve movimiento de labios la extrañeza que aparentemente le causó la pregunta, la primera que le hacía al inicio de una nueva sesión en el lugar acostumbrado.

—Quiero decir que si lo que venden es humo y no han desarrollado ninguna técnica para trasplantar la memoria, se podrían estar amparando en el secreto de fabricación para no tener que explicar una técnica que no existe.

—¿Usted aún cree que no existe? —preguntó sin perder la calma.

—De momento ni creo ni dejo de creer.

—¿Y qué quiere, que le explique nuestra técnica?

—No, no la entendería. Aunque… bueno, no soy científico, pero sí sé que la ciencia tiene una herramienta muy valiosa en la experimentación, ¿verdad? Ustedes, los científicos rigurosos, son partidarios de repetir mil veces un experimento antes de dar por sentado nada, de probar y probar para tratar de descubrir la primera parte del inicio del origen de lo que podría llegar a ser un principio de hallazgo… En suma, de experimentar hasta la extenuación antes de gritar eureka. ¿Me equivoco?

—No.

—Ya sé que el libro gris es un folleto explicativo del producto que venden, y escrito como una narración para atraer la atención del lector y captar al cliente. Ya sé que en el libro gris no podían extenderse en exceso y no podían derrochar páginas explicando al detalle todo el trabajo científico dirigido por… el Dr. Ros, pero… Con anterioridad al primer trasplante supongo que debieron asegurar el éxito gracias a un sinfín de experimentos previos.

—En efecto.

—Podría hablarme de alguno de ellos.

—¿No le cansaría oír ese tipo de batallitas?

—Arriesguémonos.

Miguel cerró los ojos, un gesto con el que daba a entender que buscaba en su memoria información con la que complacerme.

—Pues le podría hablar de nuestro trabajo con los monos, concretamente con unos chimpancés —sugirió tras unos segundos de silencio—. Le ahorraré los pormenores y trataré de sintetizar para no aburrirle.

—Muy bien.

—De acuerdo —buscó mejor acomodo en su sillón—. Teníamos una docena de chimpancés y escogimos a dos que no destacaban por nada en especial. No queríamos estar condicionados por cuestiones de salud o de inteligencia, es decir, no queríamos centrarnos ni en los más sanos o los más débiles, ni en los más listos o los más torpes; sino en un par que fueran más bien vulgares o comunes, clase media. Por separado, en habitaciones diferentes para que ninguno de ellos viera lo que hacía el otro, trabajamos con ellos hasta que aprendieron varios ejercicios relativamente sencillos, del tipo de relacionar tamaños o formas, o de usar distintos objetos, cómo abrir y cerrar un paraguas, cuándo abrirlo o cerrarlo en función del agua que sobre ellos tirábamos con regaderas… En resumen, les enseñamos habilidades como las que hubiesen aprendido en un circo clásico. Pero lo que le enseñamos al chimpancé A no se lo enseñamos al chimpancé B y viceversa. Nuestro propósito era comprobar, tras intercambiar sus memorias, que lo que el mono A había aprendido, tras el trasplante ya no sabía hacerlo; pero sí sabía hacer lo que había aprendido el mono B, y viceversa de nuevo. Hicimos la comprobación y resultó como habíamos previsto y deseábamos. Después trabajamos con el resto de los chimpancés. Seleccionamos entre ellos al más listo y al más tonto. Es decir, nos quedamos con aquellos dos que habíamos visto que eran el más rápido y más hábil y el más lento y más torpe ejecutando y aprendiendo las maniobras que les enseñábamos. Entonces, como con el otro par, les adiestramos en nuevos ejercicios por separado, e intercambiamos las memorias. Igual que la otra pareja, cada uno de ellos había olvidado lo que había aprendido, pero sí era capaz de hacer lo que había aprendido el otro. Sin embargo, con el listo y el tonto quisimos verificar otra hipótesis. Así que, con las memorias intercambiadas, les hicimos aprender más ejercicios y verificamos que el listo (que ahora tenía la memoria del tonto) seguía aprendiendo a hacerlos con más rapidez que el tonto pese a que éste dispusiera de la memoria del listo. Y confirmamos lo que sospechábamos: que la inteligencia no depende (al menos no exclusivamente) de la memoria, o sea, de los conocimientos adquiridos. Y digo no exclusivamente porque cuando se trataba de hacer ejercicios derivados o muy similares a otros que ambos chimpancés ya conocían, el mono tonto (con la memoria del listo, que guardaba más conocimientos adquiridos) era más rápido en el aprendizaje que el listo.

—Muy interesante —dije— pero esos experimentos corresponden a una fase muy avanzada de la investigación. Ahí ya parece que han encontrado la zona del cerebro en que se halla la memoria y el modo de extraer ésta, y de cambiarla por otra. Por fuerza tuvieron que hacer muchos otros experimentos y estudios antes.

—Por supuesto. Insisto en que no entraré en el detalle porque sería interminable, pero le diré que los primeros experimentos fueron con ratones. Hurgamos en los sesos de cientos de ellos. En cada uno actuábamos sobre una zona muy concreta y microscópica de su cerebro y comprobábamos si eso afectaba a su conducta en el sentido de si dejaba de hacer algo que hacía habitualmente, algo como encontrar sin problemas la salida de un laberinto. Todos aquellos roedores, antes de ser sometidos a la intervención quirúrgica en que incidíamos sobre una diminuta porción de su cerebro, sabían muy bien cómo encontrar la salida del laberinto a la primera, sin dar un paso de más. Cuando le llegó el turno al ratoncito trescientos quince, uno de los más rápidos en salir del laberinto, vimos que, tras actuar en su cabeza, el pobre no sabía qué camino tomar cuando le dejamos en medio del laberinto, y tardó mucho en salir. Lo volvimos a meter varias veces más para comprobar si lo habíamos vuelto lelo en lugar de quitarle la memoria y… al cuarto intento ya volvía a ser capaz de encontrar la salida a la primera. En ese laberinto. Lo metimos en otro, del que también sabía el camino de salida, y ahí volvió a estar desorientado y a necesitar que le introdujéramos varias veces para hacer el camino del modo más rápido —Miguel se calló un momento para fijarse en mí—. No sé si me sigue…

—Más o menos.

—Lo que torpemente intento explicarle es que a aquel ratoncito le quitamos la memoria, pero no la posibilidad de generar nueva memoria.

—¿Y eso qué significa?

—Que guardar los nuevos conocimientos le era posible al ratón porque, una de dos: o su cerebro tenía un nuevo espacio en el que almacenar la memoria, o el espacio anterior no lo habíamos extraído, sólo vaciado.

Tras escuchar sus últimas frases no supe qué pensar: si me hablaba un científico serio o un farsante que me estaba tomando el pelo.

—Curioso —fue lo único que se me ocurrió pronunciar después de un silencio que aproveché para buscar una palabra que valiera para ambas posibilidades.

Miguel no pareció captar ninguna intención en ese «curioso» porque su rostro, como de costumbre, no se inmutó.

—Creo que ya he hablado demasiado —dijo—. Le acabo de dar más información de la que necesita tener.

—No se preocupe. Me parece muy interesante lo que me cuenta, aunque supongo que para los que llevaron a cabo la investigación debió ser una tarea muy monótona.

—¿Monótona? —ahora sí mostró al menos desacuerdo.

—Quiero decir que… tanto repetir una y otra vez el mismo experimento ha de ser bastante tedioso. Un ratoncito detrás de otro tiene que…

—Así es el trabajo del investigador. Y en nuestro centro se contaba (se cuenta) con dos factores muy positivos: tiempo y dinero. En su estado de letargo John X no estaba en condiciones de dar prisa, y antes de entrar en la inconsciencia había destinado fondos suficientes al centro para que pudiéramos considerar ilimitado el presupuesto a manejar. Siendo así, lo acertado es trabajar con método y meticulosamente, no pasar a la siguiente fase sin haber asegurado la anterior repitiendo el mismo experimento las veces que fuesen necesarias. No había necesidad de arriesgar, de buscar atajos que suelen conducir a conclusiones equivocadas. Pero que se dispusiera de presupuesto ilimitado no suponía que se pudiera abusar de los experimentos.

—¿A qué se refiere? —quise saber porque ese último apunte me llamó la atención.

—Que todo experimento debe siempre estar justificado y basarse en un estudio previo. En nuestro caso, concretamente, debía además tener mi consent…, o sea, el visto bueno del Dr. Ros.

—Por supuesto, era él quien dirigía la investigación, no podía ser de otra manera. ¿En alguna ocasión pudo ser de otra manera? ¿Se inmiscuyó alguien ajeno a su equipo en su trabajo?

—No, pero no estaba pensando en alguien ajeno al equipo del doctor, sino en uno de sus ayudantes, el más… digamos que vehemente…, pero no quisiera aburrirle…

—No, por favor, cuente, cuente —le pedí porque realmente tenía curiosidad, aun sospechando en el fondo que Miguel estuviera quizá intentando engatusarme con anécdotas inventadas.

—Pues… fue en la época inmediatamente posterior al trabajo con los chimpancés. Habíamos hecho ya con ellos intercambios de memorias y los experimentos habían sido un éxito. Entonces, uno de los colaboradores del Dr. Ros sugirió experimentar con perros. ¿Por qué con perros si no lo tenemos previsto y sería como dar un paso atrás?, preguntó el doctor con bastante lógica porque el fin último era actuar sobre el cerebro humano y en teoría el del chimpancé es más similar a éste que el del perro. Es verdad, reconoció el ayudante, pero la relación perro-humano es muy especial y corriente al mismo tiempo, y un intercambio de memoria entre perros podía valernos para estudiar el modo en que se vería afectada esa relación. En realidad el ayudante no se estaba refiriendo a trabajar con perros destinados desde su nacimiento a ser usados en centros de investigación, lo que él proponía era experimentar con dos perros concretos, dos que conocía y tenían dueño. Eran dos grandes perros que de vez en cuando, por separado, en distintos lugares de la ciudad, le molestaban. Al parecer la tenían tomada con el hombre, debían oler su miedo y, en cuanto le veían, corrían hasta él y le acorralaban sin que los dueños, dos jovenzuelos despreocupados, se dieran prisa en sacar al investigador del apuro. La idea del ayudante era raptar a los perros, intercambiar sus memorias y devolverlos.

—¿Por qué, por venganza?

—A eso iba. Evidentemente que había bastante de venganza en el asunto, pero el ayudante intentó darle un cariz científico argumentando que, como a los perros se los encontraba en lugares distintos de la ciudad, seguramente los dueños no se conocían, y que podría ser interesante comprobar si, una vez intercambiadas las memorias de los perros, éstos reconocían a sus dueños originales. Se trataba, después del trueque de memorias, de avisar a los dueños de que podrían encontrar a su perro desaparecido en un rincón del parque al que habitualmente acudían. El dueño iría allí, vería a su perro dentro de una jaula, abriría la jaula y entonces podría verificarse el resultado del experimento, podría comprobarse si aquel perro reconocía a su amo y le lamía, o le respondía con agresividad porque en su memoria el amo era otro… Se descartó hacer el experimento porque al Dr. Ros no le pareció procedente y se apartaba del plan de trabajo programado.

—Comprendo. Y ya que habla de plan de trabajo… —medité lo que iba a decir. Tenía una cuestión pendiente que sí entraba en mi plan, en mi plan de preguntas, pero no encontraba las palabras con que introducirla en la conversación.

—¿Sí?

—Bueno… ya que habla de plan de trabajo… —repetí vacilante—. En el libro gris no se habla, al menos explícitamente, de ningún experimento con humanos antes del trasvase de memoria de John X…

—No, no se habla.

—Sin embargo…, qué quiere que le diga, me sorprende que antes de la operación de John X (el dueño de la empresa, quien la puso en marcha con el propósito de perpetuarse) no se hubiera experimentado con humanos para asegurar el éxito de esa operación.

Por un momento Miguel dejó de mirarme, cerró los ojos y, tras volver a abrirlos con parsimonia, estuvo unos segundos como en trance, con la vista dirigida a un punto indeterminado de la pared que había a mi espalda.

—Se experimentó —admitió finalmente—. No se consideró necesario contarlo en el libro, pero se experimentó.

—¿Y podría informarme al respecto?

—Tampoco hay tanto que explicar —pareció recobrar el dominio de si mismo—. En ciudades lo bastante distantes entre si y cuyo nombre no es preciso mencionar —comenzó el relato— recogimos de la calle a dos indigentes. En su estado, ebrios y durmiendo entre cartones, no opusieron demasiada resistencia. Les llevamos a nuestro centro de investigación, les dimos un buen baño y comida caliente, y, cuando estuvieron listos, intercambiamos sus memorias. Ninguno de ellos tuvo nunca ocasión de ver al otro y, antes de la operación, les invitamos a completar un pequeño test de inteligencia y cultura general en el que también debían indicarnos sus datos identificativos: nombre, edad, lugar de nacimiento… Era todo el precio que tenían que pagar por unos días de alojamiento y disfrute de comodidades a costa nuestra. Sólo les privamos de espejos en los que mirarse. El vagabundo A había escrito que tenía sesenta años y era de la ciudad X. El vagabundo B, que tenía cincuenta y dos y que era de la ciudad Y. Vimos que A era mucho más ágil en la escritura y que, por las respuestas que dio, gozaba de una preparación académica y una inteligencia muy superior a la de B.

»Tras la operación del intercambio de memorias, les tuvimos unos días más viviendo a cuerpo de rey a cambio de que completaran otro test en el que también debían responder a preguntas sobre sus datos personales. Como habrá supuesto, en este segundo test, A respondió identificándose como B (o sea, con los datos de B) y viceversa. Y, efectivamente, ahora B fue quien demostró muchos más conocimientos culturales, porque tenía la memoria de A; pero A, en las cuestiones de habilidad mental donde los conocimientos no eran tan necesarios, respondió algo mejor que B. Con lo que pudimos confirmar que el intercambio de memorias había sido un éxito y que con ese intercambio sólo se trocaban las memorias, manteniendo en los dos sujetos sus características peculiares ajenas a la memoria. Y en aquel caso, concretamente, el indigente B tuvo siempre peor humor que A, antes y después de la operación. Y el indigente A demostró, antes y después de la operación, que era más rebelde que B, más transgresor. El sujeto B se quejaba constantemente por todo, pero no tardaba en obedecer nuestras sugerencias. En cambio A solía resistirse, exigía explicaciones y hasta se permitió mentir en algunas preguntas del test, tanto en el primero como en el segundo cuando ya tenía la memoria de B.

»Estuvieron en nuestras instalaciones unos tres meses. Se les hizo todas las pruebas que consideramos oportunas, sobre todo para asegurarnos de que la operación no afectaba a la salud ni generaba ningún rechazo, y pocos días antes de soltarlos se les volvió a intercambiar las memorias recuperando cada uno de ellos la suya original. Comprobamos con nuevos psicotécnicos que A seguía siendo más inteligente que B y que había recobrado sus conocimientos. Lo que, por otra parte, demostró acribillando a preguntas a quienes trataban con él. Sospechaba lo que le había ocurrido aunque no lo acabara de entender. No tenía espejos, como le he dicho antes, pero desde luego no se le escapó que su cuerpo había cambiado dos veces, la segunda para volver a ser el de siempre. Quiso saber lo que había pasado, pero no obtuvo respuesta. El individuo B, sin ser tan listo, también se percató de sus transformaciones físicas; pero éste, más que preguntar, no paró de protestar.

»Cuando acabamos con ellos les devolvimos a los agujeros de dónde les habíamos sacado. Lo hicimos de noche. Les narcotizamos y les dejamos tirados, con las ropas empapadas de vino barato apestando a alcohol, y con una botella casi vacía junto a cada uno. Se trataba, naturalmente, de que pensaran que habían sufrido una larga pesadilla o que todo habían sido alucinaciones. Difícilmente acudirían a la policía para denunciar nada, y en el caso improbable de que lo hicieran, ¿quién les iba a creer?