La intervención del supuesto Jig me dejó desconcertado. Aquel día, la sesión con Miguel fue poco menos que inútil. Durante cinco minutos El Maya trató de exponer ejemplos de las reacciones experimentadas por los donantes durante las primeras horas tras la operación y no fui capaz de concentrarme en sus palabras. Alegué una ligera indisposición después de decirle que no podía seguir escuchándole y que prefería marcharme a casa. Quiso llamar a un médico para que me reconociera y me recetara, en su caso, el medicamento oportuno, pero rehusé el ofrecimiento asegurando que no me ocurría nada grave ni nuevo, sólo un ligero y recurrente dolor en la espalda fruto de la edad, la falta de ejercicio y vicios de postura. Supongo que entendió que se trataba de una excusa para abandonar la sesión y no insistió mucho.
No fui a casa sino a mi despacho. Al llegar le ordené a mi secretaria que no me pasara llamadas. Quería tranquilidad para pensar, para seguir pensando porque en el trayecto desde la clínica ya había estado devanándome los sesos sobre las razones que habían impulsado al teórico Jig a hablar conmigo y a decir lo que me dijo. Si el propósito era disuadirme de continuar con la labor detectivesca, su esfuerzo fue innecesario porque Miguel se había bastado para alcanzar ese propósito. Y si la verdadera intención era otra, ¿cuál?
Resulta difícil impresionarme, poca gente lo ha logrado, y menos con su sola presencia, sin gestos ni actos dignos de consideración. Pero aquel sujeto tuvo suficiente con aparecer y anunciar quién era para acaparar mi pensamiento durante un buen rato. Si era un actor lo había hecho de maravilla. Si no fingía, a su actitud ante mí no tenía nada que reprocharle. Si el tipo era el jefe de la empresa, siendo yo uno de sus mejores clientes en potencia (acaso el mejor posible) qué menos que saludarme y ponerse a mi disposición. Si era el jefe del negocio tenía que hacerse notar como lo hizo: irrumpiendo impetuoso en una conversación privada y pasando por encima de su subordinado, casi ignorándole, tras dejarse registrar humildemente por mis guardaespaldas a pesar de presentarse ante ellos como el propietario del hospital. Y el mensaje que debía dar lo dio con las palabras justas. Se podría pensar que quizá se excedió en la adulación, pero lo cierto es que la utilizó como trampolín para lo que vino a continuación: la amenaza sutil, casi inapreciable, y un deseo de entendimiento mutuo, etc. etc.
Luego estaba lo de la mirada del donante que me contó Miguel. Aclarémonos: igual que no es fácil impresionarme, tampoco soy muy influenciable. ¿Entonces por qué mientras Jig me estuvo hablando no dejé de ver en sus ojos a John X?, ¿por qué tenía la sensación de que era John X quien me hablaba? Y eso considerando además que no sé de John X más que lo que de él cuenta el libro gris y tampoco he visto nunca su cara. Hice un esfuerzo mental por recuperar la sensatez. No podía permitir que me dominaran las palabras de alguien que igual no era más que un feriante de altos vuelos, un moderno vendedor de pócimas mágicas. Por mucho que me advirtiera, o quizá debido a sus amenazas encubiertas, no iba a estar con los brazos cruzados y limitarme a verlas venir. No pensaba seguir espiando a Miguel, pero sí debía hacer indagaciones. Tenía, cuando menos, que averiguar qué empresa tenía la propiedad o el control de la clínica en la que me veía con El Maya, y quién dirigía esa empresa. Llamé a dos de mis empleados más eficaces y les mandé que obtuvieran la información correspondiente a la mayor brevedad.
Fueron rápidos. En cuestión de horas me proporcionaron un dossier muy completo teniendo en cuenta el poco tiempo de que habían dispuesto para hacerlo. El informe comenzaba con el dato sobre el propietario de la clínica: la Fundación Brennan, una organización, en apariencia, sin ánimo de lucro. El nombre de la fundación se debía, como en la mayoría de las fundaciones, a su impulsor. En este caso a John Brennan, un empresario ya fallecido con fama de huraño y extravagante que en los años sesenta del Siglo XX disponía de un gran patrimonio a través de su participación (casi nunca inferior al 50%) en multitud de sociedades. Pese a la importancia del personaje, mis empleados no consiguieron ninguna imagen suya. Al parecer rehuía las cámaras y no había constancia de que algún periódico publicase su foto jamás. Durante años no se supo nada del tal Brennan y cuando reapareció en escena fue por el anuncio de su muerte. La única familia conocida que dejaba la constituían dos hijos adoptados, uno de origen asiático y el otro centroamericano, Won y Manuel, quienes, siguiendo el ejemplo del padre, parecían también tener aversión a ser fotografiados en público. No nos consta, seguía el informe, que éstos tomaran las riendas del imperio Brennan a la muerte del padre, pero sí que en la actualidad los dos hermanos trabajan en la fundación y, es de suponer, la gobiernan. La Fundación Brennan cuenta con clínicas de lujo en Norteamérica, Europa, el extremo Oriente y Australia, de las que se nutre a través de aportaciones importantes de sus pacientes, en buena parte millonarios. Tratándose de una entidad sin ánimo de lucro, sus beneficios los dedica a la investigación y obras sociales, según la información aparecida en diversas páginas webs. En el dossier se incluía fotos de las clínicas.
Aquel informe parecía responder a algunas de mis dudas, pero me planteaba nuevos interrogantes. El principal no tardó en convertirse en sospecha, porque la aparición fugaz de Jig (o Won), su ruego/amenaza de que no fisgara en su entorno, ¿no sería una provocación para que investigara a fondo y acabara descubriendo lo de la Fundación Brennan que tan bien encajaba en la historia del libro gris? Seguramente se trataba de eso, de hacer ver que la comedia sobre la inmortalidad por medio del trasvase de memoria podía no ser tal comedia, sino algo serio, al menos tenía detrás un entramado hospitalario idea de un acaudalado visionario como el John X del libro… A menos que la información de Internet estuviese falsada… Volví a llamar a mis colaboradores y éstos me dijeron que antes de pasarme el dossier comprobaron la existencia real de la fundación y de sus clínicas. La primera se levantó en Inglaterra en los ochenta, y posteriormente se han ido construyendo una o dos por año en el resto del mundo. La última, que (de tan reciente) no aparecía en el dossier, estaba a punto de inaugurarse en Sudáfrica.
Asombroso. Si se trataba de un timo, era un timo a lo grande. El valor material de aquellas clínicas tenía que ser inmenso. Si se trataba de un timo, los timadores habían acumulado un gran capital, pero aun así, no cesaban en su actividad. Claro que, precisamente yo, no podía acusarles de ser ambiciosos y no tener nunca bastante… Ingenuamente podía pensar también en la posibilidad de que fuesen estafadores al estilo Robin Hood y, ya que dedicaban parte de los beneficios a obras sociales e incluso aceptaban gente modesta como pacientes en sus hospitales sin exigir contraprestación, no tuvieran ningún problema moral en robar a los ricos. No quise perder tiempo con este supuesto: ni me resulta simpática la figura del ladrón de Sherwood ni creo en la buena fe de sus imitadores si es que existen o han existido alguna vez.