7. ¿Movimiento en falso?

No siempre me dejo dominar por la impaciencia, pero a ella le cargaré la culpa de contratar a una agencia de detectives en el periodo transcurrido entre el reconocimiento médico y la primera sesión de trabajo con Miguel. Casi una semana de espera, una vez comenzado el juego, me puso nervioso. Nunca he podido soportar la sensación de no hacer nada. Y eso fue lo que sentí mientras aguardaba que llegase el día en que iba a conocer el resultado del test y mantener mi primera entrevista larga con Miguel. Podía haberme refugiado en mis ocupaciones habituales, y de hecho lo hice. Pero, de repente, comencé a notar que ya no me satisfacían tanto, comencé a verlas casi como una obligación, una carga engorrosa. Y ocasiones hubo, tal vez más de dos docenas, en que en medio de una reunión de trabajo o de la lectura de un informe, dejaba de prestar atención a lo que oía o leía y me ponía a pensar en el inquietante asunto del trasvase de memoria.

Al detective privado con el que hablé le encargué que siguiese a Miguel y me informase de sus actividades: dónde iba, dónde vivía, con quién se veía… Y así llegué a saber que El Maya se pasaba toda la mañana en la clínica, que a media tarde acudía a una academia de música, que a las dos o tres horas salía de allí en compañía de otros tipos de diferentes edades y pelajes (todos con su estuche de instrumento) y tomaban unas pintas en el pub más cercano; y supe también que vivía en un apartamento céntrico de un edificio elegante del que se le había visto salir (y al que se le había visto entrar) en compañía de una mujer que, según las fotos tomadas, resultó ser aquella Laura con la que hablé… Pero no llegué a saber nada más. En mi segunda sesión con Miguel, lo primero que me dijo éste, nada más sentarnos, fue que rompiera todo contacto con la agencia de detectives. Lo dijo con mucha calma y sin aparente enojo, pero en tono claramente imperativo.

—Comprendo que lo haya hecho —añadió— y más conociendo de usted su afán de tenerlo todo controlado.

—Bien… —traté de justificarme pero no me dejó.

—Verá, no es usted el primero que busca la ayuda de detectives, y desde luego, no me sorprende que lo haya hecho. Le diré incluso que esperábamos que lo hiciera. Usted ha recurrido a uno bueno que, reconozco, nos ha costado más que de costumbre detectar. Y admitiré también mi error de no advertirle al principio que nuestra empresa no tolera ser vigilada. Si le hubiera hecho esa advertencia ésta sería nuestra última charla, que consistiría sólo en comunicarle que cancelábamos nuestros tratos comerciales. Está de más decirle, pero me veo en la obligación de hacerlo para que no haya dudas ni malentendidos, que si tenemos constancia de que en breve usted no ha dado orden a los detectives de que cesen en sus investigaciones sobre nosotros, nuestra relación ha concluido.

Me concedió unos minutos para hacer una llamada y escucharme dar las instrucciones precisas que finiquitaban todo acuerdo con la agencia privada.

—No sé si debo excusarme —dije al desconectar el móvil.

—No es necesario. Ya le he dicho que no me ha sorprendido lo que ha hecho y que en realidad ha sido fallo mío no haberle advertido en su momento.

La información obtenida de la agencia no había sido mucha, pero mi decisión de contratar sus servicios me valió para confirmar lo que era un hecho: que Miguel y los suyos contaban con una gran infraestructura y que no eran simples aficionados. Como él había dicho, los detectives a los que recurrí tampoco eran principiantes, tenía prueba de ello en los anteriores trabajos que, siempre con eficacia, habían hecho para mí. En este último encargo les había recomendado (aun a riesgo de herir su orgullo profesional) que efectuasen con gran cautela sus seguimientos e investigaciones porque entraba en mis cálculos que los chicos de John X vigilaran a su vez mis pasos y estuvieran atentos a la posibilidad de que yo quisiera indagar más de lo que les convenía. El caso es que mi jugada fue descubierta y neutralizada pero, aunque ignoro si se debió exclusivamente a ella, también útil para conocer a quien irrumpió en plena conversación con Miguel. Tenía que ser alguien importante por la rapidez en que El Maya se levantó y el ligero nerviosismo que pareció turbar su rostro.

—Buenos días —saludó el recién llegado—. Soy Jig —se presentó ofreciéndome la mano antes de que yo me preocupara preguntándome cómo había superado la barrera formada por mis guardaespaldas.

—Buenos días —respondí y le acepté el apretón tras ponerme en pie.

—Siéntese, por favor —dijo mientras ocupaba la primera silla libre que encontró—, no quiero robarles mucho tiempo. Sólo quería disculparme ante usted —me miró— por no haber tenido ocasión de saludarle y darle antes el recibimiento que merece. Me consta que es usted un puntal de la economía nacional, que sus empresas tienen presencia en todo el mundo…

—Bueno —intenté cortar tanto halago— celebro que haya querido verme aunque le confieso que no pensaba que lo haría. Se supone que en su cerebro está la memoria de John X… quiero decir que, por lo que me han explicado, no debería yo, un simple cliente, conocer a un receptor sabiendo que lo es y quién es.

—En efecto, pero usted no es un cliente más y he querido hacer una excepción, por su importancia como hombre de empresa destacado, pero también por otro asunto más desagradable al que tal vez Miguel ya se ha referido…

—¿Lo de la agencia de detectives? —me adelanté.

—Precisamente. Nos produce cierta incomodidad ser espiados y le agradeceríamos que desistiese.

—Usted es un hombre de empresa, como yo, y se hará cargo de que antes de emprender cualquier aventura quiera conocer el terreno que voy a pisar.

—Desde luego, pero le recuerdo que en el caso que nos ocupa usted no actúa como empresario, sino como cliente que recibe un servicio.

—Es cierto, pero también como cliente quiero garantías, quiero tener la seguridad de que la empresa que me ofrece sus servicios vende un buen producto. Si su empresa es solvente y seria —añadí para redondear mi argumento— no temerá que descubra nada malo en ella.

Sólo tardó un segundo en responder, y lo hizo con una sonrisa no sé si maliciosa o irónica o ambas cosas.

—No tememos que encuentre nada que ponga en duda nuestra seriedad y solvencia, pero tampoco deseamos que abra una grieta en el muro de seguridad que rodea nuestro negocio. Y usted sabe que tenemos al menos dos motivos para ser tan celosos de esa seguridad. Uno tiene que ver con nuestra aspiración de continuar teniendo la exclusiva en la venta de lo que ofrecemos, y el otro…

Dejó que yo dijera el otro.

—… con la naturaleza clandestina de su negocio.

Volvió a sonreír, ahora de un modo más jovial.

—Veo que nos entendemos —dijo—. Y estoy convencido de que ambos quedaremos muy satisfechos de nuestra relación comercial. No quiero molestarle más. Seguro que tiene mucho que hacer con Miguel. Yo procuro permanecer en un segundo plano lo más discretamente posible, pero… ya le he dicho que con usted he querido hacer una excepción y, si le place, podemos vernos en futuras ocasiones. Cuando quiera ponerse en contacto conmigo, Miguel puede hacer de puente —se despidió con un amistoso y efusivo encaje de manos que pareció sincero.