Las sesiones con Miguel no fueron muchas. No le resultó complicado obtener un retrato de mí bastante certero ni asimilar lo que yo como cliente demandaba y, según él, necesitaba. Dedicamos bastante más tiempo a la actividad de familiarizarme con lo que debería ser mi vida tras la operación del trasplante de memoria, en especial al impacto que causaría en mí verme y saberme en otro cuerpo. Miguel intentó llevar las explicaciones al terreno de lo abstracto. A fin de detectar en ellas alguna incoherencia, le pedí que les diese contenido real con ejemplos prácticos.
—Comprenderá que no puedo ser más explícito —trató de escurrir el bulto—. Nuestros clientes están amparados por el derecho a la confidencialidad.
—No necesito que me hable de sus clientes. Me basta con que me cuente su caso, o el de John X, o el de otros personajes del libro gris que hicieron de donantes. Puede empezar por usted mismo. Seguro que me será muy útil conocer las sensaciones que tuvo…
—No creo que mi ejemplo le sirva de mucho.
—¿Por qué? —acompañé la pregunta con una exagerada mueca de incredulidad.
—Pues… recordará que mi trasvase de memoria fue precipitado y obligado por las circunstancias. Nada que ver con lo suyo. Puede pasar mucho tiempo desde que usted decide solicitar nuestros servicios hasta que se le trasvase la memoria. Tiempo suficiente para mentalizarse y hasta intimar con su receptor, y para saber de antemano cómo puede ser su segunda vida. Yo, en cambio, en pocas horas, sin apenas ocasión de pensarlo, me vi en otro cuerpo.
—Tiene razón, pero ¿qué sintió al verse en otro cuerpo y cómo reorganizó su vida?
—Me sentí… extrañamente joven y sano, pero más que nada, al principio, me sentí descolocado… desorientado. Como no me había preparado para el trasvase, no sabía qué iba a ser de mí. Tenía el ejemplo de John X y su conversión en Jig, pero la personalidad de John era muy diferente a la mía y además él sí estaba mentalizado para su metamorfosis desde hacía mucho. Mentalizado, predispuesto y entrenado…
—Claro.
—Mi vida siempre ha girado en torno al trabajo, no ha habido otra cosa tan importante. Entenderá entonces que de mi trasvase lo que más me preocupara fuese la repercusión que pudiera tener en mi trabajo… Con mis colaboradores más directos, pasada la primera sorpresa, no hubo más problemas; pero con otros empleados del centro, sobre todo los de más edad, ignorantes de lo que había pasado, fue como tener que volver a empezar. No reconocían en mí al Dr. Ros, se les hacía extraño que les dirigiera un mocoso de veintipocos años y no estaban muy seguros de si debían obedecerme, pese a que oficialmente había sido presentado a todo el mundo como el nuevo jefe del centro de investigación, y pese a que mi estilo de trabajo y forma de expresarme fuese calcada a la del Dr. Ros. En cuanto a mis tres subordinados más próximos… hay que reconocerles el mérito de lo que hicieron. Les reuní con carácter de urgencia, les expliqué lo que tenían que hacer y asumieron su trabajo con naturalidad y respetando mi deseo (o si lo prefiere, acatando mi orden) de que no hicieran preguntas indiscretas. Los tres llevaban bastantes años trabajando conmigo, eran mucho más jóvenes que yo, y, en un visto y no visto, pasaron a doblarme la edad. Como todo fue muy rápido, tardé en reparar que tras la operación mi aspecto era mucho más juvenil que el suyo. Pero sabían quién era porque me habían operado ellos mismos y porque la operación había salido bien. Me llamó la atención lo que me dijo uno de ellos. Es algo de lo que quería hablarle también… —Miguel, que estaba apoyado en el respaldo de su sillón, adelantó el tronco como si quisiera dar importancia a lo que iba a contarme—. Verá, en realidad quien me lo dijo era (es) el más perspicaz de mis colaboradores, probablemente porque es mujer. Pocos días después de que mi memoria se instalara en el cerebro de Miguel, mientras desayunábamos solos mi ayudante y yo, ella me confesó que en más de una ocasión había estado a punto de llamarme Dr. Ros. Le diré: desde que renací en Miguel quedó claro para todos cuantos sabían lo que había ocurrido que yo era Miguel y así debían llamarme. Y no hubo problemas al respecto. Mi nueva imagen no tenía nada que ver con la del viejo Dr. Ros y ellos lo tenían muy fácil para no confundirse de nombre, aunque siguiera conservando los hábitos, el vocabulario y los vicios lingüísticos del difunto doctor. Lo curiosos es que, cuando ella dijo que había estado a punto de llamarme Dr. Ros, no lo achacó a mi lenguaje, o no especialmente a éste, sino a mi mirada. Dijo que en mi mirada continuaba viendo al Dr. Ros. Como lo oye —subrayó para contrarrestar mi muestra de asombro—. Y le aseguro que los ojos del doctor, ni en la forma ni en el color, se parecen en absoluto a los que le están mirando a usted ahora. Me llamó la atención ese comentario y quise comprobar cuánto de cierto había en él. Me fijé en los ojos de Jig y… sí, realmente me pareció ver en ellos la mirada de John X, y lo mismo con Laura y la mirada del abogado David. ¿Cómo se explica eso? ¿Autosugestión?, ¿predisposición a ver lo que esperamos ver? No sé. Quizá la mirada de alguien en cierta manera es reflejo de lo que sabe, en definitiva de lo que es o de quién es. La forma y el color de los ojos del donante y del receptor podrán ser diferentes, pero lo que expresan los ojos tras el trasvase debe ser más propio del donante que del receptor. En mis conversaciones con Jig quien me habla es Jig, pero tengo la certeza de que quien me mira es John… En fin, tampoco le dé mucha importancia a esto. Al fin y al cabo sólo puede percibirlo quien ha conocido al donante en su primera vida y sabe a qué cuerpo ha ido a parar su memoria, lo que ocurre en contadas y controladísimas circunstancias que en usted no se van a dar.
Miguel recuperó la posición más cómoda en el sillón apoyando de nuevo la espalda. Por mi parte, le hice caso y no le quise dar relevancia al asunto de la mirada, no vi en él más intención que la de aportar a la charla una ración de fantasía, un ligero toque poético, melodramático o romántico, si se quiere. Seguramente, y siempre y cuando lo del trasvase de memoria no fuese pura ficción, que Miguel viera en alguien la mirada de otra persona era fruto de la autosugestión, de tener un recuerdo intenso de esa otra persona. Y si todo se reducía a un gran timo, el asunto de la mirada, al menos en mí, sólo servía para aumentar mi suspicacia porque me hacía más increíble la historia del trasvase de memoria, me hacía pensar en un añadido ornamental (del todo innecesario) al gran embuste.
—Claro, pero creo que no ha respondido a mi pregunta —quise cambiar de tema—. Le he preguntado sobre lo que sintió después de su operación…
—Ya le he dicho: me encontré desorientado y descolocado.
—Eso se refería a su trabajo, ¿y en cuanto a su vida extralaboral, vamos, su vida privada? ¿Vivía en el centro de investigación y no salía nunca de él?
—No vivía allí.
—¿Se mudó a la gran mansión de Jig y empezó a correrse grandes juergas con él? Se supone que ambos eran jóvenes totalmente libres y con dinero para disfrutar al máximo de la vida. De repente pasaron a ser hermanos y si además eran tan amigos… Al menos se tutearían, ¿no? No creo que siguieran llamándose de usted, sobre todo en presencia de otras personas. Nadie entendería que dos hermanos no se tuteasen.
—¿Qué otras personas? Sólo nos reuníamos con los abogados y ellos estaban al corriente de todo.
—Pues la servidumbre de la mansión de Jig.
—Tampoco vivo ahí. Ni suelo poner los pies en esa casa. Prefiero preservar mi independencia y tengo un cómodo apartamento. No necesito grandes lujos. Sí, volví a ser joven, pero continué dedicado a la ciencia y en mi tiempo libre traté de alimentar mi vocación de músico. Aún hoy es así.
—¿Y los antiguos amigos de Miguel del mundo de la música? ¿No se le acercaron?
—Hubo algún intento, pero no les di oportunidad porque desaparecí de su vida. No hubiese sido conveniente relacionarse con ellos porque no hubieran entendido que yo no fuese el Miguel al que estaban acostumbrados, que, por ejemplo, no tuviera la misma pericia con los instrumentos que él… En definitiva, no era prudente ni me apetecía salir con gente que sabía de «mi» pasado más que yo.
—¿Entonces cómo intentó alimentar su vocación musical?
—Recurrí a un profesor de violín y, en cuanto me sentí preparado, me uní a otros músicos aficionados. Por simple hobby montamos un pequeño grupo de cámara.
—¡Menuda juerga! Perdóneme, en parte lo entiendo porque a mí también me gusta la música, pero… ¿esa era toda su diversión?
—¿Le parece poco?
—Hombre, ya le digo, se supone que usted era joven. ¿No le hervía la sangre?
—¿Quiere saber si también había sexo?
—Bueno… ya que lo menciona.
—¿No le parece que eso corresponde a mi ámbito privado?
—Desde luego. Es sólo que me choca… Si no lo entendí mal, un trasvase de memoria no cambia el carácter del receptor. El anterior Miguel… me da que era mucho más amante de la vida alegre que usted, mucho más festivo, y no se hubiese conformado con la investigación y la música de cámara…
—¿Por qué piensa eso?
—Lo sugiere el libro gris. Allí leí que Miguel, al contrario que su hermano, no siguió la senda marcada y, en contra de la voluntad de John, optó por una carrera artística. Y no digo que no haya ejecutivos ni abogados con ganas de divertirse, ni que todos los músicos sean unos degenerados, sino que…
—Usted lo ha dicho: algún músico habrá que guste de la vida ordenada y no necesite frecuentemente estímulos fuertes, prohibidos o reprochables para divertirse. Y el antiguo Miguel debía ser así porque el nuevo sí lo es —se expresó con mucha seriedad y evidente deseo de zanjar el tema.
No insistí más. La gravedad con que acababa de hablar no daba pie a seguir con la tarea de encontrar inconsistencias en sus argumentos, aunque aquella gravedad quizá fuese en sí misma una incoherencia.