Miguel propuso que, para las habituales reuniones preparatorias del trasvase de memoria que debíamos mantener, usáramos el despacho que la clínica ponía a nuestra disposición. No tuve inconveniente. Acepté incluso sin conocer el lugar habilitado al respecto. La elección no fue un error. Se trataba de una habitación tranquila situada en la planta baja del edificio, con una gran ventana que daba a un pequeño jardín. Se accedía a ella por un discreto pasillo poco frecuentado que partía del vestíbulo. A izquierda y derecha de la puerta de entrada, en aquel pasillo silencioso, dos sillas facilitaban la espera de los guardaespaldas de turno que me acompañaban en los desplazamientos.
Acudí a la primera sesión con una mezcla de sensaciones encontradas. Por un lado sentía que me ponía en buenas manos, que Miguel hasta entonces no se había apartado un milímetro de la imagen que me había formado de él a través del libro gris y que tenía todo el aspecto que, supongo, debe tener un tipo con físico de cuarentón y memoria de científico con muchísimos años de experiencia. Por otro lado no se me iba de la cabeza la posibilidad de que lo suyo no fuese más que impostura.
—Los resultados de la resonancia no muestran nada fuera de lo corriente —dijo cuando entramos en aquel despacho—. Pero, siéntese, por favor.
Ocupamos dos sillones enfrentados en el rincón más cercano a la ventana. Entre nosotros, una mesa centro soportaba el peso de una bandeja con una jarra de agua, dos vasos y una cantidad indeterminada de servilletas de papel. Miguel llenó los dos vasos antes de apoyar la espalda en su asiento y abrir una carpeta sobre las rodillas. Divisé unos papeles que debían ser los resultados del test que había hecho la semana anterior. El Maya empleó unos segundos en hojearlos.
—¿Algún problema? —me obligó a preguntar a causa de su silencio prolongado.
—No, ninguno. Estaba repasando el informe para comprobar si había algo que valiera la pena resaltar… Bueno, el test es un instrumento que puede servirnos de punto de partida. Nuestro cuestionario es bastante completo, pero no hay porqué tomarlo escrupulosamente al pie de la letra. Probablemente hay factores de su personalidad que el test no ha detectado o ha interpretado erróneamente si usted ha dado una respuesta equivocada.
—¿Equivocada? —me extrañé—. No se trataba de encontrar la respuesta correcta, si no recuerdo mal lo que dijo.
—Claro que no, se trataba de dar la respuesta que más se aproxima a su modo de pensar. Pero en algún caso se pudo confundir, en algún caso seguro que dudó entre poner la equis en una casilla u otra y pudo haberla puesto en la casilla que no era y, por qué no, en algún caso pudo mentir intencionadamente.
—Siempre que miento lo hago con alguna intención, pero… ¿por qué iba a mentir en el test? —pregunté consiguiendo esconder con esfuerzo la sonrisa traviesa que pugnaba por dejarse ver.
—No me atrevo a contestarle. Le diré sólo que los psicólogos que confeccionan e interpretan los cuestionarios no descartan la mentira y tratan de descubrir al mentiroso a través de la incoherencia en las respuestas dadas a cuestiones relacionadas entre si… En fin, como le digo, el test es un punto de partida. Esperemos que en nuestras charlas podamos completar el trabajo iniciado con el test… Empecemos con algo aparentemente trivial, pero que no suele serlo. Haga el favor de autodefinirse. No es necesario precipitarse. Si lo desea puede meditar durante dos minutos la respuesta.
Me dio un par de minutos, pero no tardé ni diez segundos en comenzar a soltar calificativos relativos a mi persona que él fue anotando en folios sujetos a la carpeta que continuaba apoyando en la rodilla de la pierna que alternativamente, a intervalos prolongados, cruzaba sobre la otra. Supuse, antes de que él me lo confirmara, que su intención era contrastar mi opinión acerca de mí mismo con los resultados del test. Lo cierto es que no mentí adrede cuando completé el cuestionario, ni tampoco al autodefinirme. Aun así, estúpidamente, temí que Miguel hubiese descubierto alguna incoherencia.
—Y creo que eso es todo —acabé mi pequeño discurso y aguardé que hiciera las últimas anotaciones.
—Bien —dijo tras unos instantes de aparente vacilación— poseemos ya bastantes elementos útiles para formarnos una idea de cómo es usted. Recordará que tener en cuenta su personalidad es importante a la hora de elegir un receptor adecuado. Solemos recomendar que el receptor tenga rasgos psicológicos similares (algunos, al menos) a los del donante para facilitar la adaptación de éste a su nuevo organismo cuando «llegue» a él. Sin embargo, determinados clientes prefieren una segunda vida muy diferente a la primera, y desean un receptor de personalidad distinta a la suya. Usted, ¿por qué se decanta?
—Me decanto por dejar eso para más adelante.
—¿No lo ha pensado?
—Poco, la verdad.
—Entonces tampoco sabrá todavía cuál de nuestros productos prefiere.
—Sí, eso sí.
—¿En serio? —pareció sorprenderse.
—Quiero su producto más caro. Quiero que mi receptor sepa que lo va a ser y acepte serlo.
En contra de su costumbre, mostró un gesto claro de perplejidad.
—Eso no casa con la imagen que me estaba formando de usted.
—¿En qué no casa?
—Pues… no le tenía catalogado como una persona en exceso escrupulosa, ni que le importaran demasiado los demás. En fin, la conciencia no parece que sea algo que le atormente a usted constantemente.
—Estoy de acuerdo con esas apreciaciones.
—Usted encajaría mejor entre los clientes que optan por nuestro producto más básico.
—¿Quiere decir que a mí no me importa que el receptor sea una víctima ignorante de lo que le va a pasar, que me da igual que lo secuestren y sin su consentimiento le vacíen el cerebro de memoria para poner la mía?
—Pues…
—Tiene razón si piensa así.
—¿Entonces?
—Dígame una cosa… Miguel. Ese producto más elaborado, el que yo he dicho que quiero, ¿lo ha usado alguien alguna vez?
—Un cliente estuvo a punto de hacerlo, pero su enfermedad avanzaba muy rápido y ni él ni nosotros quisimos arriesgarnos a que muriera antes de tener listo el receptor.
—No veo el problema. ¿No habían hecho una copia de seguridad del donante?
—Sí, señor.
—Pues bastaba con guardarla hasta disponer de un receptor que aceptara serlo.
—Ya pensamos en eso, pero… —Miguel dio la sensación de necesitar tiempo para hallar una respuesta.
—¿Pero? —le apremié.
—El cliente optó finalmente por nuestro producto intermedio. Se conformó con que se hiciera también una copia de la memoria del receptor y la guardásemos por si un día se arrepentía y quería que la reinstalásemos en su cuerpo de origen. Además había algo que nuestro cliente no quería. No quería sufrir un salto en el tiempo, no quería renacer muchos meses o años después de la muerte habiéndose perdido todo lo ocurrido en el mundo y en su entorno mientras se intentaba conseguir un receptor convencido.
Bueno, esa podía ser una respuesta medianamente aceptable, y más aún si era cierta. De no serlo, tampoco había que despreciar la capacidad de improvisación de Miguel (actor), si es que en la teórica preparación del personaje no se había previsto tener que responder a interrogantes como el que le planteé.
Por si todavía le quedaba alguna duda sobre mi comportamiento, quise dejar las cosas claras.
—Verá, Miguel, seré honesto con ustedes como le dije en su día a quien se presentó como Laura. Ya sabe que desconfío de lo que venden. Me he propuesto enterarme de si estoy tratando con una empresa seria o de si me enfrento a unos farsantes estafadores. Tengo tiempo por delante, porque tengo salud. Y tengo dinero para pagar el más costoso de sus servicios; o sea, el que me da más oportunidad de averiguar lo que quiero saber.
—Esa actitud sí cuadra con su perfil psicológico —afirmó sin inmutarse—. Los resultados del test muestran a una persona a quien le gusta apostar fuerte, pero procurando no correr grandes riesgos en sus envites. A usted le gusta prever y tenerlo todo bajo control. Calcula al detalle el alcance y las consecuencias de sus movimientos, y goza cuando éstos llevan incorporado un gran componente lúdico…
—¿Quiere decir que me gusta jugar?
—Sí, señor —dijo tras demorar más que de costumbre la respuesta.
—No lo niego. Entonces no le sorprenderá tanto que les pida su producto más complejo.
—No, teniendo en cuenta lo que acabamos de comentar.
—Voy a concretarle más mis deseos —aproveché la ocasión de ser más exigente—. Quiero un receptor de entre veinte y treinta y cinco años, sano, sin ataduras familiares y que, por su personalidad, no extrañe mucho a nadie que se convierta en mi heredero universal.
—Para que no extrañe a nadie que sea su heredero, la gente debería pensar que entre él y usted hay una fuerte relación.
—Efectivamente.
—Y no solamente pensarlo, la gente debería poder constatar esa relación.
—Efectivamente.
—Lo que obligaría a que usted y su receptor en potencia se conocieran y relacionaran antes de su fallecimiento.
—Efectivamente, pero no se trataría de una relación sentimental. No estoy sugiriendo ni bodas ni romances.
—Entiendo. Entonces, ¿el receptor tendría que ser alguien del ámbito empresarial?
—No por fuerza.
—Bien, eso amplía considerablemente el abanico de posibles receptores, pero ya le avanzo que no será fácil ni rápido satisfacer su pedido. Dudo que antes de un año tengamos a alguien dispuesto a cambiar su memoria por la de usted.
—Lo comprendo. Para facilitar la búsqueda, y sobre todo la labor persuasiva, podrían informar al receptor potencial que en los meses, quizá años, anteriores al trasvase de memoria llevaría una vida regalada… a mi costa, por supuesto.
—Ese punto ya está previsto en nuestro catálogo de productos, pero gracias por el ofrecimiento —dijo con toda naturalidad.