La clínica en que debía hacerme el examen médico no me resultaba desconocida: la había visitado antes porque, precisamente, era la misma que había atendido a Robert en sus últimos días. Llegué a ella a la hora convenida. El chofer paró frente a la puerta principal y bajé en compañía de dos de mis guardaespaldas. Miguel salió a recibirme. Después del saludo me pidió que le siguiera. No puso reparos a que mis hombres vinieran tras nosotros, ni a que poco después estuvieran presentes en todas las pruebas que me hicieron. Pruebas típicas en cualquier chequeo básico de salud excepto la resonancia magnética. Miguel me preguntó si tenía problemas de claustrofobia cuando señaló el tubo en que debería pasar un buen rato. Le respondí que de claustrofobia no, pero de paciencia sí. Trató de tranquilizarme asegurando que estaría allí menos de media hora, y que la prueba era a todas luces inevitable para tener una idea precisa del interior de mi cerebro, concretamente del sector en que debía hallarse mi memoria, y al mismo tiempo descartar posibles deficiencias que hicieran desaconsejable la operación, o que obligasen a hacerla cuanto antes porque mi vida o el correcto funcionamiento de mi organismo estaba amenazado por ellas.
No sé exactamente lo que duró la prueba, pero sí que se me hizo difícil mantener la inmovilidad dentro de aquel reducido cubículo en el que costaba incluso pensar por el sonido desagradable y maquinal que emitía el aparato. No sentí claustrofobia, ni angustia, ni sufrí más problemas que los provocados por la incomodidad y el ruido. Tampoco temí por mi seguridad: nadie osaría atacarme porque tenía a mis gorilas junto al tipo que manipulaba la maquinaria que me hacía la resonancia y a mi chofer esperando en el exterior de la clínica, pero sobre todo estaba tranquilo porque todavía no había firmado nada, ni siquiera había avanzado una libra en concepto de provisión de fondos o anticipo a cuenta de la factura definitiva.
Costaba pensar por culpa del ruido, sí, pero tampoco había otra cosa que hacer dentro de aquel tubo. Pensé, por ejemplo, que si todo era una pantomima, lo estaban haciendo muy bien, daban perfectamente el pego. El test, que había devuelto a Miguel poco antes, parecía cosa seria, y no digamos el completísimo reconocimiento médico. También cabía considerar muy profesional el comportamiento de la tal Laura y de Miguel hasta el momento. En cuanto al establecimiento sanitario en el que estaba… no era de grandes dimensiones, pero por su localización y el equipamiento que había visto, debía tener un valor considerable. Si todo se reducía a una estafa y la clínica pertenecía a los estafadores, habían tenido que hacer una fuerte inversión; y si no era suya, tenía su mérito que pudiesen moverse por ella con la soltura que lo hacían.
Al término de las primeras pruebas Miguel me invitó a desayunar en la cafetería de la clínica. Estaba en ayunas y acepté con gusto el ofrecimiento. Para llegar a la cafetería cruzamos el vestíbulo, poco poblado en aquel momento y que, por su decoración, parecía más propio de un hotel con muchas estrellas que de un hospital: paredes de madera noble, suelo de mármol bien pulido recubierto en gran parte por alfombras caras sin una mota de polvo, sofás y sillones de piel en los que aguardaban varias personas muy bien vestidas sin rastros aparentes de enfermedad. De fondo, una melodía suave de hilo musical. Sólo el paso de un par de enfermeras recordaba que estábamos en un centro sanitario.
En la cafetería había más movimiento y el sonido de la música ambiental lo apagaba el ajetreo de los camareros y los murmullos de los presentes, casi todos en bata blanca o uniforme hospitalario de color verde. Al poco de ocupar una mesa y hacer nuestros pedidos, Miguel preguntó si me habían hablado de la copia de seguridad.
—¿La copia de memoria que es como un seguro de vida? —quise precisar.
—Exacto. ¿Está interesado en ella?
—No, señor.
—¿De veras? ¿No le han explicado las ventajas que comporta esa copia?
—Creo que sí.
—Perdone que insista. Se lo pregunto como hombre de ciencia y sin ningún interés comercial. Conociendo sus ventajas, ¿de verdad no le interesa la copia?
—De verdad.
Su rostro, por lo general inexpresivo, mostró fugazmente una mueca de disgusto.
—Desde luego es muy libre de rechazar ese servicio, pero en parte por curiosidad y en parte para conocerle mejor (que es la tarea que se me ha encomendado) me gustaría saber el motivo de que no quiera la copia de seguridad.
—Muy sencillo: no creo que en ella.
—¿Por qué?
—Me está costando mucho aceptar que sea posible localizar y extraer la memoria como si se tratara de una muela. Que además se pueda hacer una copia de ella… me resulta inconcebible. No creo que sean capaces de reproducir toda una memoria, que puedan duplicar las imágenes de la vida que uno guarda, toda la información que ha recogido y conservado. ¿Cómo van a pasar todo eso por una fotocopiadora?
Miguel me miró muy serio.
—¿Conoce usted el funcionamiento de la televisión?, quiero decir, ¿sabe por qué la imagen captada por una cámara que está a mucha o poca distancia puede usted verla al instante en un aparato de su casa?
—No.
—No, pero cree en la televisión.
—En lo que se dice en ella… no siempre —me permití la broma— pero en su funcionamiento sí, claro, porque lo he visto.
—Ha visto que funciona y no necesita que le expliquen el funcionamiento.
—Efectivamente. Muéstreme una copia de seguridad, muéstreme que funciona y no necesitaré conocer el proceso por el que funciona. Pero supongo que no pueden hacerlo. Me dirá que por motivos de seguridad, que por tratarse de información confidencial, de secretos de producción, no puede mostrarme nada. Y si le pregunto si han tenido que utilizar alguna vez la copia de seguridad dará igual que la respuesta sea afirmativa o no, porque si es afirmativa tampoco podrá decirme qué cliente necesitó que se echara mano de su copia de seguridad. Ni siquiera si le pregunto en qué tipo de contenedor guarda la copia me podrá decir si es en un chip, en un lápiz de memoria, en un DVD o en una bola como las de billar.
—Aunque le mostrara el contenedor tampoco serviría para que usted creyese que allí se conserva la memoria de una persona.
—Veo que nos entendemos. En fin, aparquemos de momento lo de la copia de seguridad.
—Como quiera.
—Habrá notado cierto escepticismo en mí —comenté para cambiar rápidamente de tema.
—Lo he notado.
—Supongo que ello no influiría en la operación. O sea, que no hace falta ser un ferviente creyente de su trabajo para que el trasvase de memoria tenga éxito.
—No, por supuesto.
—Entonces, tranquilo, doctor: yo no sería un cliente difícil.
—Sé lo que es un cliente exigente, pero no alcanzo a comprender del todo el significado de «cliente difícil»; en cualquier caso le aseguro que no tiene nada que ver con el escepticismo. Le ofrecemos nuestros servicios, usted los acepta o no. Tan simple como eso. Con excepción de la copia de seguridad, parece que los acepta. De hecho, y aunque usa siempre el condicional al referirse a usted mismo como cliente, mi empresa sí le considera un cliente en todos los sentidos, y tiene abierta una ficha como tal. He visto en ella, y he podido comprobar personalmente, que usted muestra desconfianza respecto a lo que podemos ofrecerle. Tampoco es el primero que lo hace, ni será el último. Y, como ya le he dicho, su incredulidad no es ningún obstáculo para nuestro trabajo, aunque tal vez lo sea para usted.
—No se preocupe por eso.
—Le diré algo que no le sorprenderá: usted es muy incrédulo porque está muy sano, porque no siente cercana la muerte. He podido constatar en nuestros clientes que cuanto peor es su estado de salud más predispuestos están a creer en lo que podemos hacer por ellos.
—No, no me sorprende.