3. El Dr. Ros, primer encuentro

La llamada de Miguel tardó casi dos meses en llegar. Me pareció mucho tiempo, pero igual era poco para encontrar a un individuo con cierta pinta de centroamericano y convertirle en El Maya.

El primer contacto con él tenía que ser para acordar un calendario de actividades en común. Yo ya había hecho mis previsiones y, con tiempo, había empezado a reorganizar mi trabajo delegando algunas de mis actividades habituales a mis subordinados más válidos. Para mi secretaria personal fue milagroso, o como por arte de magia, que de repente su siempre ocupadísimo jefe pudiese disponer de muchas mañanas a su antojo. También le pareció misterioso, extraño y hasta sospechoso, porque no quise confiarle en qué ocuparía tantas horas libres. Sólo le dije que si, mientras yo estaba «desaparecido», surgía algo tan extremadamente urgente que requiriera mi obligada intervención, me llamara a mi número más privado.

La primera cita con el científico/músico sirvió para valorar hasta qué punto su imagen se ajustaba a la del libro. Debía rondar los cuarenta años y efectivamente su piel era morena, su cabello negro y sus ojos recordaban los de las razas indias americanas, pero el resto de las facciones no se distinguían de las más ordinarias de la gente blanca. Estatura media, quizá algo alto para su origen étnico. Timbre de voz agradable tirando a grave, con un punto de ronquera. Ritmo pausado en el lenguaje. Educado y correcto en las formas. Escasa propensión a la sonrisa. Más bien poco generoso en cuanto a la expresividad y el reflejo de emociones.

Le recibí en mi despacho. Se presentó con un traje que mostraba evidentes señales de uso y, nada amigo de andarse con rodeos, lo primero que hizo después de saludarnos fue preguntarme por qué me había empeñado en que fuese él quien trabajase conmigo.

—¿Y por qué no?

—Porque podemos poner a su disposición profesionales mucho más capacitados que yo.

Sin cambiar radicalmente de tema ignoré su comentario en la pregunta que le hice acto seguido.

—¿En qué consiste exactamente su trabajo en la actualidad?

—Hago labores de coordinación y dirección —dijo tras unos segundos en que pareció dudar, más adelante pude comprobar que solía tomarse su tiempo para seleccionar las palabras que empleaba en cada frase—. Pero no es mi persona la que debe preocuparnos aquí, sino la suya —agregó casi repitiendo lo que semanas antes le había oído a aquella Laura.

—Ya… Tal como lo veo, lo fundamental es que haya un buen entendimiento entre los dos, y creo que eso será posible si usted es como aparece en el libro gris.

—¿Un sujeto aficionado a la música? ¿Le gusta a usted la música?

—Sí —sonreí—, pero no me refiero a eso, claro. Se supone que en su cerebro está la memoria del Dr. Ros, ¿es así?

—Si ha leído el libro no hace falta que le conteste. De todos modos mi nombre es Miguel y así espero que me llame.

—De acuerdo. El nombre no importa. Lo que me interesa de usted es su experiencia, la que guarda en su cabeza. En ella tiene que haber sabiduría e información acumulada durante muchos años, sobre todo en lo que se refiere al trasvase de memoria: sobre la operación quirúrgica propiamente dicha y sobre lo adecuado de elegir a un tipo de receptor determinado…

Alargué un poco más la perorata, sin dejar en ningún instante de alabar sus cualidades, para justificar (aunque yo no lo considerase necesario) mi exigencia de ser atendido por Miguel. Él aguantó serio y sin síntomas de complacencia las lisonjas.

—Muy bien, pues pongámonos ya manos a la obra —propuso.

Concretamos una revisión médica para el día siguiente y una primera sesión de trabajo para la mañana de siete días más tarde.

—¿Dentro de una semana? —me extrañé, incluso me desagradó un plazo tan largo.

—Sí, porque necesitamos tiempo para obtener los resultados de las pruebas médicas, pero sobre todo para analizar sus respuestas a este test —sacó una carpetilla de la cartera.

—¿Tengo que rellenar todo esto? —hojeé los folios que había en la carpetilla y vi que las preguntas no debían ser menos de doscientas.

—Sí, y lo ideal es que mañana nos lo entregue totalmente cumplimentado.

—No sé si voy a tener tiempo de aquí a mañana…

—Claro que sí. La reunión de hoy teníamos previsto que acabara a las doce, ¿no? Faltan cinco minutos para las diez. Tiene tiempo de sobras para rellenar todas las preguntas porque no tendrá que pensar mucho las respuestas. No es un cuestionario para medir su inteligencia ni sus conocimientos, sino para conocerle.

Aquel primer encuentro con Miguel no fue como había pensado. No había planeado tener que pasar dos horas poniendo equis en un montón de casillas. Él, así me proporcionó el test, se fue despidiéndose hasta el día siguiente, en que nos veríamos en la clínica cuya dirección figuraba impresa en la misma carpetilla que contenía el psicotécnico. La situación en que quedé tras su marcha, tal vez por inesperada, me irritó. Me planteé si valía la pena seguir adelante con aquello. No me apetecía nada enfrentarme a un cuestionario tan largo. Cuando hice un intento de protesta antes de que Miguel se marchara, éste arguyó que el test era completamente necesario e imprescindible para conocerme, que era un instrumento objetivo para analizarme, mucho más objetivo de lo que pudiera ser cualquier persona, siempre condicionada por primeras impresiones engañosas. Puede no ser un instrumento perfecto, añadió, pero si tiene errores los detectaremos en nuestras charlas.

Ya solo, miré poco entusiasmado las primeras preguntas del test y, casi sin querer, comencé a señalar las respuestas correspondientes. La verdad es que no suponía ningún esfuerzo contestar. Hasta me resultó entretenido. Algo infantil me pareció en ciertas preguntas, más que nada por los dibujos simplones que las ilustraban, pero… en fin; no empleé mucho más de una hora en rellenar todo el cuestionario.