29. Jugada final

Me quedan minutos de vida como Nelson y quién sabe si serán los últimos de mi memoria o si resucitaré como Samuel. ¿Quién sabe? Lo saben John X y los suyos, comenzando por el Dr. Ros, o sea Miguel, con quien negocié las condiciones de la operación. He seguido sus indicaciones al pie de la letra. He prescindido de mis médicos habituales y he ordenado a mi chofer que me trajera hasta aquí, la clínica de John en la que ya he estado otras veces. He venido sin guardaespaldas porque… ¿para qué?, ¿de qué o quién me tenían que proteger? Como dijo Miguel, podían ser un problema. ¿Cómo se hubieran tomado verme entrar en el hospital con relativo buen aspecto y poco después tener que hacerse cargo de un cadáver? En definitiva, me he puesto en manos de la gente de John como quien confía en salvar su alma al amparo de la benevolencia de su dios. Puede que la fe le sirva al creyente para aguardar la muerte esperanzado. Yo, en cambio, no las tengo todas, conservo dudas sobre las promesas del libro gris; pero tampoco aspiro a ser inmortal, me basta de momento con una segunda existencia por medio de la salvación de la memoria, no de un alma que no existe. Lo que sí tengo en común con el buen creyente es la tranquilidad con la que espero la muerte de mi cuerpo. Supongo que a eso se reduce lo que llamamos morir en paz. En el caso del piadoso creyente porque tiene la conciencia limpia; en mi caso porque, al margen de los sedantes que mitigan o impiden el dolor, sé que renaceré en el cuerpo de Samuel o se habrá acabado todo. Y si se acaba todo, me iré convencido de que he ganado todas las guerras importantes en las que he luchado y de que no he perdido el último gran combate, porque la partida con John habrá acabado en empate. Para obtener ese resultado he redactado mi testamento de manera que John no pueda apropiarse de lo que le dejo a Samuel. He dispuesto en una cláusula que Samuel sólo será mi heredero universal si se casa con Julia, y que, una vez casados, no podrá donar ni vender nada por debajo del precio de mercado sin el consentimiento escrito de Julia, consentimiento que no tendrá validez si no cuenta con el visto bueno previo de mi bufete de abogados habitual.

Julia estuvo de acuerdo cuando se lo propuse. Dijo que entre todos los servicios que había prestado y los que podían proponerle, ése era el más lucrativo, y que, desde luego, no le importaba cesar en su trabajo habitual para aceptar mi proposición con las condiciones que yo le exigía. No hizo preguntas. Declaró que si Samuel estaba de acuerdo con la boda, ella también. Y que si Samuel quería una esposa fiel y abnegada, ella podría ser la compañera ideal. ¿También lo sería para mí? Porque, no debe olvidarse, existe la posibilidad de que el trasvase de memoria no sea un camelo. En ese caso yo, alojado en la persona de Samuel, me vería obligado a casarme con Julia para conservar mi patrimonio. He pensado mucho en eso, que, estará ahora usted de acuerdo conmigo, era una buena razón para que Samuel me contara sin omitir detalle sus vivencias con Julia. He pensado mucho, digo, porque en mi primera vida he sido reacio no ya a fundar una familia típica, sino incluso a tener una relación estable con mujer alguna. ¿Estoy arrepentido de esa actitud? No. ¿He sentido que me faltaba algo esencial? No. Sin embargo, para acceder a una segunda vida yo mismo me he puesto como requisito indispensable ligarme a otra persona. Cierto que es por interés, como todo lo que he hecho siempre. ¿Quién va a reprocharme que haga lo que me interesa hacer?

No sé cómo puede ser una vida con Julia. Los sentimientos de Samuel no coinciden con los míos. Él sí profesa hacia ella mucho más que interés, por lo que, una vez instalada mi memoria en el cerebro del chico, puede que hasta me dé por desear tener descendencia y educar a unos mocosos junto a Julia. En fin, llegado el momento, si se da el caso, será un riesgo que tendré que correr. Como probablemente también me haga cargo de la vocación de Samuel, y de la deuda que él contrajo consigo mismo y que a lo mejor yo puedo ayudarle a saldar. A lo mejor a mí sí se me ocurre un reglamento para sus poliedros que dé lugar a un juego superior al ajedrez. En la actualidad no me apetece nada esa empresa, pero convertido en Samuel y atrapado en su faceta creadora, quizá no pueda eludir en mi segunda vida el empeño de completar su obra.

Desde que he llegado a la clínica me he sometido a distintas pruebas para descartar que no hubiera problemas en la operación. En realidad, me ha confesado Miguel, las precauciones que había que tomar conmigo tampoco eran muchas. Dice que no importaría que alguna complicación, por lo deteriorado de mi físico, me hiciese entrar en coma antes de extraerme la memoria, o incluso matarme, porque, siempre según El Maya, desde que el corazón deja de latir hay un tiempo extra, no muy prolongado pero sí suficiente, para rescatar intacta mi memoria. No sé, mantengo reservas sobre la posibilidad de que mi memoria continúe indemne cuando no llegue sangre al cerebro…

Miguel acaba de abandonar la habitación en que me encuentro. Me ha informado de que en cinco minutos me trasladarán a quirófano. Ha recomendado que esté tranquilo, que no me pasará nada grave, no tendré dolores; si acaso (porque aunque no siempre, a veces ocurre) sufriré un ligero dolor de cabeza cuando despierte en el otro cuerpo. Quizá sea un dolor de cabeza distinto a los que recuerdo porque lo sentirá una cabeza también distinta. Supongo que no sólo el dolor de cabeza, sino la mayoría de lo que me suceda a través del cuerpo de Samuel será diferente. Las sensaciones que recibiré serán diferentes a las que recordaré haber recibido en circunstancias similares durante mi primera vida. Le he preguntado a Miguel si esa divergencia entre lo que sienta el cuerpo y el recuerdo de lo sentido en el pasado en experiencias idénticas no me causará algún trastorno, y me ha asegurado que no, aunque no ha querido darme muchas explicaciones, y yo, narcotizado por los sedantes, no estoy en las mejores condiciones para la esgrima dialéctica, además tampoco hay tiempo de hablar porque ya está todo listo, dice, y en breve vendrán a por mí. Se ha despedido deseándome suerte en mi próxima vida y después de comunicarme que el cerebro de Samuel se encontraba preparado para recibirme porque ya habían extraído su memoria.

Dos celadores con físico y expresión seria de matón, que bien podrían trabajar también como guardaespaldas, han venido a buscarme y empujan ahora la camilla en que me transportan por un pasillo muy iluminado. Vamos a la sala de operaciones. Allí, sea o no un fraude el trasvase de memoria, lo único seguro es que mi cuerpo quedará sin vida. Poco después un médico titulado certificará mi defunción por parada cardiaca. Nadie llorará mi muerte ni tampoco ningún pariente se alegrará por un óbito largamente esperado. Ventajas de no tener a nadie en este mundo. Las palabras de Miguel, el escenario en que me mueven y la liturgia seguida, me han acabado por convencer de que tendré una segunda vida.

Creer en la inmortalidad que vende John X lleva a pensar en una cantidad indeterminada, no despreciable, de memorias que se pasean por este planeta ocupando un cuerpo «ajeno». Si los trasvases se han hecho siempre bajo el control del Dr. Ros será difícil que alguien pueda detectar en un receptor la presencia del donante. Aunque también cuesta creer que algún cliente de John no haya caído en la tentación de presentarse ante un ser importante de su primera vida y decirle: te vas a quedar de piedra cuando sepas quién soy en realidad. Miguel dijo que la mirada era el único gesto con que el donante se hacía visible, con que, a través de los ojos del receptor, la memoria trasplantada podía mostrar lo que había en ella o quién había en ella. El mortal que ignora la existencia del negocio de John X no sospechará de la forma en que le mira la persona con quien habla, no sospechará que pueda ser otra persona. Quienes sabemos a qué se dedica John X, quizá recordemos a un viejo amigo cuando nos mire un desconocido que se ha acercado en la calle para pedirnos la hora o preguntar por una dirección. Aunque también puede ocurrir lo contrario y que, por ejemplo, usted se encuentre con un rostro familiar, un ser con el que ha compartido muchas horas, pero que le ignore cuando se dirija a él. No se precipite en ofenderse si dice no conocerle porque, puede que no desee hablarle, pero también es posible que se trate de un receptor.

Usted está ya al corriente de lo que hace la empresa de John X, sabe lo que es un receptor y un donante, así como el esfuerzo que supone dar con un receptor adecuado. Lo que aún no sabe es que ese esfuerzo ha aumentado de modo considerable en los últimos años según me contó Miguel recientemente. Si en un principio el problema estuvo en la captación de clientes, en la actualidad, dice El Maya, la demanda del servicio es tan alta que dificulta muchísimo hallar el receptor óptimo en un plazo breve. Sería más fácil si se dispusiera, como en su día me apuntó Samuel, de una bolsa de receptores potenciales dispuestos a ceder su cuerpo voluntariamente. Lo curioso, siempre tomando como referencia las palabras de Miguel, es que el problema se ha hecho tan grande que la empresa ha tenido que ampliar su catálogo de productos y ofrecer servicios de menor calidad a precios más modestos. Al parecer, algunos clientes, sintiéndose apremiados por el tiempo, son menos exigentes en la elección del receptor, y no les importa tanto que éste no sea muy joven, ni que sufra de alguna tara física asumible (enfermedades crónicas, pero soportables y no letales), ni cuál sea su situación personal en cuanto a lazos familiares o cualificación profesional. Sí, puede comprenderse que un señor de ochenta años se conforme con pasar a ser otro de cincuenta, o que a quien le han detectado un principio de Alzheimer no le importe sustituir su mal por una sinusitis perpetua; sobre todo si a ambos clientes les han garantizado para más adelante un segundo trasvase mucho más conveniente tras una selección concienzuda del receptor. Teniendo en cuenta lo anterior, cualquiera puede llegar a ser voluntaria o involuntariamente receptor. Es preferible que lo sea voluntariamente, tanto si el trasvase de memoria es real y factible como si no. Si es una estafa, el receptor voluntario podrá participar del botín. Si es una operación seria, podrá poner condiciones.

Estoy en la sala contigua a la de intervenciones y a punto de cerrar los ojos para siempre. Me resta añadir antes de acabar que usted no encaja en el perfil de donante. Si encajara habría recibido sólo el libro gris que un amigo rico le habría dejado en herencia, y no el texto que está a pocas líneas de concluir. De manera que no espere que alguien le llame y le pregunte: «¿le interesa nuestro más allá?». No, donante no, pero como los requisitos para ser receptor se han rebajado tanto, a fin de ganar tiempo y evitar la improvisación, usted, que también conoce la actividad secreta de John X, comience a pensar ya lo que responderá cuando le propongan un increíble y fantástico cambio de vida.