28. Meses después

Han transcurrido tres años desde que llegaron a mi poder la carta de Robert y el libro gris. No tengo la completa seguridad de que el trasvase de memoria sea viable ni que, de serlo, equivalga a disponer de una segunda vida. Pero… me rindo, o estoy a punto de hacerlo. Creo que en la partida con John X lo máximo que puedo conseguir son tablas. He anunciado ya mi voluntad de recurrir al trasvase de memoria y acordado con Miguel que sea dentro de veinte días. Admito que en la decisión ha tenido bastante que ver mi estado actual de salud. El corazón se ha ido deteriorando lenta pero inexorablemente y ahora, agotado el remedio farmacéutico, los médicos sólo me ofrecen como alternativa la cirugía, aunque ellos mismos avisan que son mínimas las posibilidades de que mi organismo soporte el paso por el quirófano.

No he querido saber con certeza si el problema del corazón tuvo un origen natural o provocado. Si lo provocó John, no le guardo rencor; deportivamente me limitaré a felicitarle por la jugada… A decir verdad, tampoco sé si John X es mi enemigo, mi contrincante, o el símbolo de una empresa realmente capaz de hacerme revivir en otro cuerpo, en uno más joven que el que ahora tiene tantas dificultades para desplazarse sin ayuda de la silla de ruedas o la bombona de oxígeno. Igual la partida que yo creía mantener con John X no era un enfrentamiento entre dos, sino un solitario. Con total sinceridad declaro que a día de hoy ésa es mi esperanza.

Conservo la lucidez. No sé si estoy cuerdo del todo, pero sí lúcido. Por fortuna no sólo mi memoria permanece sana, también mi capacidad de razonar. Lo que no significa necesariamente que mis razonamientos sean correctos. Puede que me haya equivocado, por ejemplo, al quebrar mi sagrado principio de no fiarme de nadie. Y no me refiero a poner al frente de mis negocios a gente que considero competente, me refiero a llegar a la conclusión de que Samuel es como parece, de que el chico no está manipulado por John X. Ni el mejor actor podría representar tan bien un personaje. Pero, ya digo, puedo estar equivocado y mis deducciones sobre Samuel ser erróneas. Sea como fuere voy a dar por sentado que el muchacho es sincero y que, si ha formulado opiniones que podían restar credibilidad al trasvase de memoria, no ha sido para aparentar autonomía de John siguiendo instrucciones de éste, sino porque decía libremente lo que pensaba al ser, de verdad, independiente de John.

Le he dado a Samuel casi dos años en los que ha hecho lo que le ha apetecido. Como pidió, le he puesto al frente de un equipo encargado de la fabricación en serie y puesta en el mercado de dos de sus criaturas: el cubo de los laberintos y el puzle fraccionado. En ese grupo, Samuel ha tenido a su disposición grandes profesionales, de los mejores de mis empresas. Unos se han encargado de dibujar los planos de los inventos del chico, otros después han dirigido la fase productiva y por último a unos terceros les ha correspondido las labores de marketing, labores que aún no han terminado. De hecho, los de producción tampoco han dejado de fabricar los artículos de Samuel. Y es que la primera hornada, respaldada por una fuerte y efectiva campaña publicitaria, tuvo muy buena acogida y obligó a la elaboración de más series, sobre todo del cubo.

Como estaba pactado, a pesar del éxito de sus ideas, Samuel ha permanecido en el anonimato. No se ha hecho pública la identidad del autor de unos ingenios que se han popularizado rápido y fácilmente, y si algún avispado periodista ha rastreado en el Registro de Patentes, asociado a los inventos de Samuel sólo habrá podido encontrar el nombre de una de mis empresas. Samuel no podía ser famoso, como argumentó Miguel, por prudencia. Si sus inventos triunfaban y él aparecía ante el mundo como el padre de los mismos, podría sentir tentaciones inconvenientes y poner en peligro la operación proyectada porque, ¿qué le impediría negarse al trasvase y conseguir, gracias a la fama y el prestigio, protección suficiente contra las represalias de la gente de John o de mí mismo?

La falta de reconocimiento ha debido afectar a Samuel. Él ha tratado de no hacer visible su desánimo, pero le ha delatado la pérdida de interés en la aventura de crear un juego que iguale (o supere si es posible) al ajedrez. Lo ha intentado, pero, seguramente, no con la fuerza necesaria. Para soportar mejor la frustración que siente, según comentó la única vez que quiso hablar del asunto, se refugia en una comparación absurda y de broma. Dijo que el hecho de que la gente desconozca quién es el autor de esos chismes que les hacen pasar tan buenos ratos, le pone al nivel de los superhéroes, ¿o es que Superman o Batman no se esconden tras un disfraz para no desvelar su verdadera identidad mientras salvan al mundo? Argumentos de risa al margen, el caso es que no ha podido articular unas reglas que sirvan para que su juego con poliedros que representan rasgos personales esté a la altura del ajedrez. Cuando le he preguntado si se daba por vencido y no iba a seguir intentándolo, con una mueca de tristeza que ha pretendido disimular, ha respondido: da igual. A ver si usted lo logra cuando sea yo.

Si necesitara una excusa para justificar la derrota, Samuel podría aducir que no ha tenido tiempo de acabar su obra cumbre porque ha estado muy ocupado con sus dos ingenios que han triunfado. Lo cierto es que para el cubo de los laberintos sí ha elaborado tres reglamentos que han dado lugar a tres juegos diferentes, y se han vendido como diferentes con ligeras variaciones en el producto final adaptadas a cada reglamento. He visto uno de esos reglamentos y no es un simple folleto que de modo muy escueto describa las reglas básicas del juego. De hecho sí hay un anexo en que someramente se explica el funcionamiento, que es lo que se vende a modo de instrucciones de uso, y traducido a varios idiomas, con la edición económica del juego. En el modelo de lujo se incluye un texto de unas cien páginas donde Samuel no escatima información ni comentarios acerca del cómo y porqué se le ocurrió el juego, su finalidad, su utilidad y diversos aspectos más. También se recrea en comparaciones con otros juegos de la misma o similar temática, y profundiza con esmero en cada una de las bases del reglamento propiamente dicho analizándolas y justificándolas. Tanta escritura por fuerza ha debido significar muchas horas de trabajo, supongo que gratificante, teniendo en cuenta su obsesión al respecto. Muchas horas ha dedicado igualmente a reuniones maratonianas con sus colaboradores, de las que salía exhausto pero satisfecho al constatar que sus ideas tomaban forma, una forma industrial mucho más sólida y bien acabada que las endebles maquetas de cartulina que él había construido.

Pero no todo ha sido trabajo en este tiempo para Samuel. También ha sabido distraerse y pasarlo bien. Entre otros esparcimientos, ha disfrutado de viajes por lugares del planeta que él mismo ha escogido. Y siempre con Julia, para quien acompañar a Samuel no ha supuesto ningún sacrificio, dicho sea de paso. Le ofrecí al chico la oportunidad de hacer cada viaje con una mujer diferente o con más de una a la vez, pero contestó que, si Julia no tenía inconveniente, prefería hacerlos todos con ella. Y Julia no puso pegas.

En los últimos meses he abandonado por completo el trabajo. He dedicado, mientras podía caminar, muchas horas al paseo, a lentas caminatas por los alrededores de mi mansión campestre. También he echado mano de mi rica biblioteca y he leído bastantes de aquellos libros que adquiría porque había que leer pero que dejaba arrinconados por falta de tiempo. Seguramente no hay mejor entretenimiento para quien, como yo, apenas tiene fuerzas ni deseos de hacer nada más. De todos modos sí había otra tarea que no podía eludir: familiarizarme con Samuel. Me había comprometido a empaparme de su personalidad, de su historia y forma de pensar, para que, en el supuesto de que el trasvase funcione, el chico me acompañe en mi segunda vida hasta donde sea posible e inocuo. Hemos convivido muchísimas horas y hemos dialogado hasta exprimir, según nuestros conocimientos y pareceres, cualquier tema de conversación. Me ha contado su vida de principio a fin, ¿a fin? Hemos hablado de sus gustos, de su forma de ver el mundo… de todo en general. Y hemos discutido, tanto como hablado, sobre política e ideologías. Aunque la parte más delicada de nuestras charlas ha sido la relativa a Julia. Una tarde en que Samuel no tenía el ánimo en su nivel más alto, me confesó que lo que más lamentaba de perder la memoria era que no volvería a ver a Julia. Verla, lo que se dice verla, sí podría volver a verla, le respondí. El chico sonrió tristemente. Ya sabe a lo que me refiero, dijo. Claro que lo sabía. Era evidente que el pobre muchacho había sucumbido a los encantos de aquella mujer. Lo que le hacía muy difícil cumplir con una obligación que, además, él no entendía por qué debía cumplir: la de narrar con pelos y señales sus experiencias con Julia. El motivo de que tuviera que hacer eso: que Julia no percibiera diferencia alguna entre el Samuel de antes y el de después de la operación de trasvase. Él decía que yo no tenía necesidad de ver a esa mujer después del cambio de memoria. En mi respuesta procuraba ser breve y no iba más allá de asegurar tajante que tenía mis razones, razones de peso que me negaba a darle por prudencia. Así pues, se veía forzado a contarme lo que había hablado y lo que había hecho con Julia. Todo. Y cuando digo «todo» me refiero no sólo a la totalidad de lo que recordaba haber hablado y hecho con ella, sino también al modo en que lo había hecho.

Soy un tipo ruin, no cabe duda. Lo he sido siempre, pero al final de mi vida he tenido la sensación de que mi maldad perdía entereza, que, incluso, me dejaba invadir por algún sentimiento loable. Engañosa sensación, porque la perversidad no me ha abandonado en los últimos meses, y gracias a ella he disfrutado escuchando a Samuel hasta el más íntimo pormenor de sus relaciones con Julia, y he gozado tanto por lo que contaba como por lo que sufría al contármelo. No me avergüenzo de esa vil acción. Hasta podría afirmar que me siento orgulloso de ella porque la debilidad física de estas últimas semanas me afecta de tal manera que incurrir en gestos despreciables me hace sentir vivo. A estas alturas pocas alegrías puedo darme.

Me fastidia haber de aferrarme a una esperanza, a una posibilidad en la que no creo ciegamente, pero voy a dejar que la gente de John hurgue en mis sesos. También nombraré a Samuel mi heredero. ¿Quiere ello decir que, si hay partida, John me ha ganado? No, significa que renuncio a vencer, pero no me doy por derrotado. Si la victoria de John consiste no sólo en recibir una suma importante por un falso trasplante sino, sobre todo, en convencerme de que me lleve a la «segunda» vida mi fortuna legándosela a Samuel para, con la coacción o sucias tretas, arrebatársela luego a éste, en mis manos está impedir tal victoria. En mis manos y en las de Julia. A Julia le he preguntado si le gustaría ser una viuda riquísima. No ha entendido lo de «viuda» ni yo se lo he explicado, pero ha respondido que con mucho gusto.