26. Desconexión

Durante un momento de su extensa disertación dejé de escucharle, no sé si voluntariamente ni si por un tiempo muy prolongado. Lo que sí recuerdo muy bien fue que mientras oía su voz de fondo y aparentaba poner mucha atención a sus palabras mirándole fijamente a los ojos, en realidad me estaba preguntando a quién tenía como invitado, a un tipo que en colaboración con otros intentaba apropiarse de mi fortuna, o a un infeliz capaz de permitir que vaciaran parte de su cerebro para que lo invadiera mi memoria a cambio de unos meses de éxito, de un breve periodo en que podía, como él dijo, ver cumplido su sueño… Resultaba, si no sospechoso, sí muy extraño porque, ¿cómo se explica que alguien con la oportunidad de pasar sus últimos meses de vida como mejor le plazca, en lugar de instalarse en la juerga continua, de gozar con los mejores placeres y los mayores lujos; se conforme con contemplar la fabricación de los juegos que ha ideado e intervenir en la supervisión de las diferentes fases de producción y puesta en el mercado de sus cacharros? ¿Cómo se entiende eso si además ha renunciado a la gloria y a la fama que son justos e innegables derecho y patrimonio de todo autor? Lo increíble de esta actitud conducía casi con toda probabilidad a la teoría del gran timo, aunque también dejaba un resto de crédito a la hipótesis de que Samuel estuviese chiflado y la locura por sus inventos le hiciera asumir lo que fuese con tal de que sus ingenios tuvieran trascendencia. En tal caso, el entusiasmo con que en aquel momento me hablaba de sus creaciones, si no era fingido, podía significar que no existía nada que pudiera interesarle tanto como éstas, incluso que sólo éstas le importaban y que, por consiguiente, si una tupida red se tejía para que yo cayera en ella, el chico debía ser un elemento indispensable pero inocente, un tonto útil al que John X controlaba a su antojo y que tenía todas las papeletas para salir mal librado, para acabar, no despertando perplejo en un banco del parque, sino muerto en el fondo del río o en un enorme agujero a rellenar con los cimientos de un gran edificio.

Al final de mi ensimismamiento arribé convencido de que Samuel sólo podía ser o un farsante o un chalado. Abandoné por un instante el esfuerzo de pretender saber si era una cosa u otra (si no las dos) y volví a prestarle atención cuando explicaba que si yo ponía una pieza con la figura del círculo en su cara superior junto a otra del adversario que arriba tuviera un cuadrado, mi pieza se comía a la otra y ocupaba su lugar porque la genialidad vence a la inteligencia. ¿Y él qué era, más genio que inteligente o viceversa? ¿Era un formidable actor o un obseso lúdico? No sabía si interpretaba magistralmente un papel o exhibía una pasión enfermiza mientras exponía las bases del reglamento que decía estar madurando, y algunas estrategias que debía seguir el participante de su juego para ganar la partida, recomendaciones sobre qué piezas utilizar al principio, dónde colocarlas, cómo colocarlas (o sea, con qué disposición de figuras sobre el cubo), cómo atacar, cómo defenderse, cómo prever los movimientos del contrario, cómo confundir al adversario, cómo engañarle, cómo neutralizar las previsiones que él haya hecho sobre mis jugadas…

Empleamos el resto de la mañana en un ensayo de confrontación según las normas en las que estaba trabajando. Huelga decir que su superioridad sobre mí fue absoluta, no sólo porque las reglas las había decidido él, sino también porque estaba bastante familiarizado con las figuras de las piezas y el valor de las mismas. Yo perdía mucho tiempo tratando de recordar que el triángulo correspondía a la belleza y que ésta perdía frente a la inteligencia (el cuadrado) pero le ganaba a la genialidad (el círculo). También era muy patoso calculando los movimientos de cubo necesarios para situar mis piezas donde creía que me convenía. Sin embargo Samuel casi automáticamente sabía cuántas jugadas necesitaba para llegar con la posición de cubo que le interesaba a la casilla que quería.

Jugamos sin reloj porque presionado por un tictac mi torpeza no hubiese tenido límites. ¿Hace falta decir quién ganó? Diré únicamente que, concentrado en la partida, dejé a un lado las especulaciones sobre las intenciones de John X y la personalidad de Samuel, y me dejé llevar por el juego que había sobre la mesa, comentando amistosamente con el chico el desarrollo de algunas jugadas. Disfruté con un entretenimiento en el que no arriesgaba nada, olvidando que tenía pendiente el desenlace de otro juego en el que la apuesta sí era muy alta.