Lo primero que hizo Samuel, después de ofrecer un jovial «buenos días» y sin casi aguardar a que yo le devolviera el saludo, fue preguntar por Julia.
—Hace una hora que se ha ido —le informé.
—Vaya —no disimuló la decepción que le causó la noticia.
Estábamos en el jardín. El día era espléndido: soleado y con un viento suave cuya intensidad permitía leer el periódico a la intemperie sin problemas para sujetar las hojas. Samuel estaba plantado frente a mí, quieto como un pasmarote. Pese al patente desencanto por la marcha de Julia, una sonrisa boba delataba su satisfacción. En lo que había leído sobre él se hacía mención a la ausencia de mujeres en su vida. De modo que poca experiencia debía tener en ese campo y, si alguna vez había estado con alguna, desde luego no sería de la categoría de Julia, con quien, era obvio, había pasado unas horas agradables. Y al parecer ella también había disfrutado, porque antes de irse confesó que no le importaría repetir compañía con Samuel, incluso extralaboralmente.
—¿Ha desayunado?
—No, señor.
—Siéntese, haga el favor.
Cuando ocupó una silla, al instante acudió una sirvienta para atenderle. Le dije a mi invitado que pidiese lo que quisiera y que eligiese lectura entre los diarios y revistas que ponía a su disposición, que era una amplia selección de la prensa dominical británica.
Durante casi una hora permanecimos en silencio, ocupados en leer las noticias del momento, aunque Samuel, que primero desayunó copiosamente, dejó pronto la actualidad informativa y la sustituyó por los reportajes de un par de revistas semanales.
—¿Qué le parecería —dije doblando el periódico— ver en una de esas revistas artículos y fotos de sus inventos?
—¿Lo cree posible? —abrió los ojos asombrado.
—¿Por qué no? Julia me ha hablado muy bien de ellos. No es tan descabellado que acaben triunfando.
—Entonces…
—Entonces —me adelanté a lo que intuí que iba a decir— mañana volverá usted a su puesto en el banco. Permanecerá unos días más allí mientras yo hago unas gestiones. En su momento, que no será más tarde de una semana, volveremos a vernos y le haré una fabulosa propuesta. Y usted será inmensamente feliz. Pero mañana le quiero en su trabajo y haciendo lo que hace siempre.
—De acuerdo —volvió a fijar la vista en lo que estaba leyendo, pero la pose duró poco—. Lo que me gustaría saber es cuánto falta para la operación de trasvase.
—No me diga que tiene prisa.
—Más bien lo contrario.
—Es comprensible.
—Sí, pero no por lo que piensa.
—¿Ah, no?
—No, señor. Verá, como le dije, estoy desarrollando una idea sobre un juego, un juego que podría ser mi obra cumbre y… claro, me gustaría saber si tendré tiempo de acabarlo.
—Entiendo. ¿Y por qué cree que después de la operación no podría terminarlo?
—Bueno —dio la impresión de azorarse un poco— se supone que usted será el dueño de mi cuerpo y no creo que se dedique…
—Pero podría hacerlo, ¿no?
—Si le pongo en antecedentes —se encogió de hombros— supongo que sí.
—Pues póngame. Por su obra cumbre valdrá la pena escucharle.
—Muy bien. Permítame entonces ir a buscar lo que tengo hecho para mostrárselo.
—Por supuesto.
Si se trata de jugar juguemos, pensé mientras Samuel partía hacia su cuarto. Y él debía ser un buen jugador, o al menos una buena pieza. Me tenía desconcertado con su demostración constante de autonomía respecto a John X. Hice un esfuerzo por conseguir interpretar esa postura y no pude en aquel breve plazo de soledad. Me encontraba mentalmente débil para llegar a conclusiones distintas a las que había llegado con anterioridad. Lo único que parecía evidente era la fijación de Samuel por los juegos, más concretamente por los suyos. Así que, al margen de que tal fijación fuese o no un arma usada en mi contra, me desentendí momentáneamente de la teórica partida que mantenía con John, liberé mi mente de oscuros pensamientos y procuré concentrarme en las agradables sensaciones propiciadas por un día plácido en un lugar hermoso. También, al divisar la figura de Samuel acercándose, me dispuse a recibir las explicaciones entusiastas que el muchacho ofrecía al exhibir sus criaturas.
Mi huésped se sentó y dejó sobre la mesa una de sus inevitables cajas de cartón. Aquella debía tener alrededor de cuarenta centímetros de larga por veinticinco de ancha y cinco de altura.
—Antes de enseñarle lo que hay dentro —señaló la caja— necesito hacerle una confesión.
Samuel tenía debilidad por los prolegómenos, debilidad y material para desarrollarlos porque en lo relativo a juegos era un estudioso, tanto como para, según le había dicho a Julia el día anterior, estar escribiendo un tratado sobre ellos, en especial sobre los suyos. De ahí que antes de mostrar cualquiera de sus ingenios se extendiera en una, habitualmente, larga introducción.
—Adelante —le invité a expresarse convencido de que trataría de alargar al máximo la exposición, pero sin importarme que lo hiciera porque comenzaba a saber que, en su caso, los preámbulos no eran menos importantes que lo que iba tras ellos.
—Siempre he considerado —comenzó—, y sigo considerando, el ajedrez como el mejor juego de todas las épocas. Lo que quiero confesarle es que tengo desde hace mucho la secreta aspiración de crear un juego que al menos lo iguale. Hasta hoy no lo he conseguido, como es de suponer. Hasta hoy lo he considerado el juego perfecto e insuperable. Todos mis intentos por idear otro juego que estuviera a su nivel han fracasado, seguramente porque partía de una base equivocada: la de construir algo parecido. En definitiva, caía en la imitación, en la más burda, y no llegaba más que a variaciones sin valor de las reglas y las piezas del ajedrez. Advertí el error de partida y me propuse conseguir un juego realmente nuevo. Por otra parte, comencé a conocer opiniones que acusaban al ajedrez de no ser tan perfecto, de tener fallos. Y si tenía fallos se me ocurrió que tal vez podría vencerle con otro juego que no tuviera sus mismos defectos.
—¿Qué defectos? —me picó la curiosidad.
—¿Qué defectos? —repitió mientras ajustaba con el índice la posición de sus gafas, siempre tendentes a caer hacia la parte media de la nariz—. Esa es la cuestión… De entrada diré que he leído críticas al ajedrez en las que se consideraba como defecto algo que para mí no estaba tan claro que lo fuera. Por ejemplo, se le reprocha ser un juego antiguo que, por ello, refleja una sociedad anacrónica, muy distinta de la actual. Sus piezas, básicamente los peones, la reina y el rey, apuntarían a una división de clases de la Edad Media. Pero lo cierto es que la monarquía y las clases sociales siguen existiendo, ¿no?
—Como tiene que ser —corroboré cínicamente desde la privilegiada posición de mi estatus social.
—También se le achaca al ajedrez que ofrezca un planteamiento bélico, que consista en una batalla. Sí, no deja de ser una contienda entre dos bandos…
—¿Y qué? —interrumpí— cualquier encuentro deportivo es eso mismo.
—De acuerdo, pero en los enfrentamientos deportivos de la actualidad el objetivo no es aniquilar al contrario, no gana el bando con más supervivientes después de la contienda… Precisamente, para los críticos más pacifistas, el ajedrez es la recreación de una pugna eminentemente militar si atendemos al significado de las piezas. Así, los peones representan a la infantería, los caballos a la caballería (o su equivalente actual: tanques, etc), los alfiles a la artillería, las torres a las fortificaciones, la reina a la aviación y el rey al poder o mando supremo. Los críticos menos pacifistas alaban con sorna que en la antigüedad se tuviera una visión tan avanzada como para crear una pieza equivalente a la fuerza aérea, pero le hacen dos reproches al ajedrez. Por un lado son contrarios a la disposición fija en el inicio de la partida. Opinan que colocar siempre las mismas piezas en las mismas casillas antes de empezar la partida, encorseta mucho el juego, lo hace más previsible porque le resta infinidad de variantes. Creen que cada jugador debería distribuir libremente sus piezas en su mitad del tablero, del mismo modo que todo estratega sitúa sus fuerzas antes de la batalla donde y como cree conveniente. Y por otro lado, los críticos menos pacifistas, no aceptan que la partida se acabe cuando cae uno de los reyes. Para ellos, partidarios del a rey muerto rey puesto, el final del juego ideal consiste en la rendición del adversario o su exterminio, y en eso, opinan, el juego de las damas está por delante del ajedrez, pero sólo en eso, porque es evidente que el ajedrez es muy superior a las damas y que éste segundo juego es sólo una simplificación del primero.
—Estoy de acuerdo.
—Yo también, pero no nos desviemos del tema que nos ocupa, que ahora son los defectos del ajedrez. ¿Es un error que la partida termine con el jaque mate a uno de los reyes? Probablemente no, probablemente las estrategias urdidas para acabar con el rey del adversario son mucho más sofisticadas que las derivadas de limitarse a comer cualquier pieza enemiga que se ponga a nuestro alcance. Lo que sí se considera negativo, al menos para quienes sueñan con una sociedad más justa e igualitaria, es que todo el mundo se ponga a disposición del rey, que todo el mundo esté dispuesto a sacrificarse por una figura que, como todas las demás, ha nacido de madre y no debería tener más privilegios que nadie. Y desde ese punto de vista creen que el comportamiento de las piezas de ajedrez es más propio de una sociedad animal como la de las abejas.
—Así piensan los bolcheviques republicanos —bromeé sin aparentar que lo hacía—. ¿A ellos se refiere?
—Me refiero a todos cuantos tachan a la monarquía de institución anacrónica y superflua, totalmente prescindible.
—¿Prescindible? ¡Bobadas! También podríamos vivir sin el té de las cinco pero no lo hacemos porque nos caracteriza, forma parte de nuestra personalidad, de nuestra cultura. Es una seña de identidad británica, como lo es, más que ninguna otra cosa, nuestra realeza… En general, de lo que me ha dicho sobre el ajedrez aún no he visto nada a lo que se le pueda llamar defecto.
—Tal vez «defecto» no sea la palabra adecuada.
—Seguro que no.
—Pues llamémosles características, peculiaridades o… como quiera, tengan el nombre que tengan, pertenecen a un juego gestado hace siglos. Si en la actualidad se quisiera inventar otro juego equivalente, ¿cómo debería ser, qué reglas debería tener para que fuese acorde con los tiempos que corren?
—¿Tiene usted la respuesta? —pregunté aun dando por sentado el «sí».
—No toda, pero sí buena parte. ¿Quiere oírla?
—Adelante.
—Para empezar, el juego en que he pensado no plantea la partida como una lucha por el poder que termina cuando se acaba con uno de los reyes, sino cuando una de las piezas, cualquiera, llega a un punto determinado y en unas condiciones determinadas.
—¿No hay enfrentamiento entre dos bandos?
—Sí.
—Entonces habrá batalla.
—Muy bien, pues habrá batalla, pero no militar. Las piezas no representan soldados, ni elementos bélicos de ningún tipo. Las piezas representan personas con unas características determinadas que las definen.
—Ya veo, lo que usted persigue es un juego que muestre la sociedad actual, algo más realista que…
—Sí —osó interrumpirme—, pero realista no. No al menos si la intención es que refleje la vida de la gente corriente. La vida de toda persona está gobernada por el azar.
—¿En serio? —me extrañé ante tal afirmación.
—Claro. La vida de todo individuo está condicionada por un sinfín de circunstancias casuales, y ya desde el origen, porque, por ejemplo, para que sus padres se conocieran tuvieron que darse una serie de condiciones aleatorias… Y a lo largo de su existencia, los acontecimientos que le marcan igualmente son producto de una suerte irracional… Bueno, ya sabe… aquello de que si en una calle que tomé por error no hubiese encontrado casualmente a un viejo amigo que se empeñó en invitarme a una copa y me distrajo tanto que no vi cómo me robaban la gabardina y con ella un billete de tren que afortunadamente perdí porque descarriló…
—Entiendo. Esa clase de sucesos encadenados que desembocan en algo imprevisto y a partir de ahí todo es diferente…
—Exacto, acontecimientos ajenos a nuestra voluntad y que nos ponen en situaciones a la que no hemos llegado por propia decisión, sino por circunstancias externas a nosotros y fortuitas. La cuestión es que en mis juegos procuro que el azar no tenga cabida; que los jugadores, para ganar, no se ayuden de la suerte y, al perder, no se excusen en ella; que el enfrentamiento entre ellos dependa sólo de la pericia o la inteligencia o la memoria de cada uno; y en la partida, repito, no intervenga el azar, sino exclusivamente las facultades de los contendientes.
—Ya. ¿Y dónde se desarrolla la partida, en la calle, en la imaginación de los jugadores o en una pantalla electrónica?
—En un simple tablero. En un tablero como éste o parecido a éste —abrió por fin la caja que, hacía rato ya, había dejado sobre la mesa, y en su interior vi una superficie dividida en treinta y cinco cuadrados, cinco a lo ancho por siete a lo largo. Todos los cuadrados eran blancos menos los cinco que formaban la línea divisoria transversal y los dos contiguos al cuadrado central correspondientes a la columna que partía el tablero longitudinalmente. Estos siete cuadrados eran de color negro, excepto el del medio, que estaba pintado de rojo—. Aquí tiene lo que sería el ámbito de actuación de las piezas, o el campo de batalla en la terminología castrense. Y así son las piezas —señaló unos cubos (otra vez el cubo) con dibujos geométricos en sus caras y con aristas que debían medir unos tres centímetros.
—¿Esos cubos representan personas? —la sonrisa que se me escapó podía interpretarla Samuel indistintamente como signo de burla o de incredulidad.
—Observe, por favor, las tres formas diferentes —tomó una de las piezas—. En esta cara y su antípoda —le dio la vuelta al cubo para que viera la cara opuesta a la que en principio me había mostrado— tenemos un círculo. En esta otra —continuó la explicación— y su antípoda, un cuadrado. Y en esta otra y su antípoda, un triángulo… Bueno, la interpretación es fácil e inmediata: se supone que las personas tenemos más de una cara, no seis como un cubo, pero sí es un hecho que somos poliédricos y se nos puede definir por más de una característica.
—No se lo discuto.
—En estas piezas he querido representar tres factores humanos: la inteligencia, la belleza (tanto física como espiritual) y la genialidad. Son cualidades que todos podemos poseer en mayor o menor medida, o carecer de ellas. Vea que en algunas piezas no todas las caras tienen dibujo.
—Sí —reparé en esas piezas— aunque las que lo tienen lo tienen por duplicado. Y alguna sólo tiene una cualidad, pero en cuatro caras. La tendrá muy acentuada entonces, quizá porque carece de las otras —me atreví a deducir.
—Efectivamente, bien observado. En realidad son cualidades que pueden estar más o menos desarrolladas, pero que en mi juego sólo afloran y tienen efecto cuando el símbolo que las representa se encuentra en la parte superior del cubo —cogió una pieza y la movió para dejar arriba la cara con el cuadrado—. Pongamos que el cuadrado es la inteligencia. Esta pieza representa a un sujeto que en este momento está haciendo uso de la inteligencia.
—Comprendo —dije a pesar de que no tenía ni idea de en qué podía consistir el juego—. Muy bien, ¿y por qué no me cuenta la mecánica de su invento? ¿Qué hay que hacer para ganar? —quise que se dejara ya de prolegómenos.
—Como le he dicho antes —suspiró hondo— con este juego aún no he terminado. Creo que en lo material ya está todo hecho, pero me falta el reglamento. En realidad, cuando pienso en establecer unas reglas se me ocurren diferentes versiones… Se lo comentaba ayer. Con un mismo objeto se puede practicar más de un juego, recuerde que le hablé de los naipes…
—Sí.
—Pues creo que con estos cubos podríamos obtener varios reglamentos, varios juegos.
—Ya, pero creo que su idea original era inventar uno que estuviera a la altura del ajedrez o lo superase. Le recomendaría a tal fin que no se dispersase.
—Tiene razón. La verdad es que intento concentrarme en unas normas acordes con un gran juego. Le estoy dando vueltas a una idea según la cual… —dudó—. Usted me ha preguntado qué hay que hacer para ganar en este juego. Vale. Empecemos por ahí, o sea por el final de la partida. Bien, para ganar hay que colocar una pieza en esta casilla —puso uno de los cubos en el cuadrado rojo del centro del tablero— y hacerlo sin que otra pieza del adversario le impida estar ahí.
Supongo que la pieza no se podrá poner en ese lugar directamente, que tendrá que venir de un punto de origen.
—Claro. Un punto de origen que el jugador elige libremente dentro de su parte del tablero, y que por fuerza ha de ser una casilla blanca. Para llegar ahí —apuntó con el índice al cuadro rojo— ha de tener en cuenta la situación y posición de las piezas del contrincante…
Necesitó no menos de media hora para explicarme lo que había pensado provisionalmente sobre el funcionamiento de aquel juego. A medida que se refería a las reglas no se privaba de establecer comparaciones con otros juegos, sobre todo, claro, con el ajedrez. Así, dijo, he pensado que las piezas con las que cuenta cada jugador (las mismas aunque de distinto color) antes de empezar la partida aparezcan fuera del tablero. El jugador las irá colocando sobre el campo de juego cuando y donde lo crea oportuno, eso sí, en su zona del campo. De hecho una parte fundamental de la partida es la introducción, la colocación de las piezas en el tablero. Y es posible que se acabe la partida sin que alguna pieza haya sido utilizada, entendiendo por utilizada puesta sobre el terreno de juego. No se parte, como en el ajedrez y las damas, de una ubicación establecida de antemano, que hace muy similares todos los inicios de partida en esos juegos.
Samuel se explayó bastante en la explicación del movimiento de las piezas. Aseguró que era lo más innovador de su juego, porque sus cubos no se desplazaban de un cuadro a otro sin más. Se desplazaban, sí, y en la orientación que quisieran (podían pasar, si estaba desocupado, al cuadro de delante, al de atrás, al de la izquierda o al de la derecha) pero debían hacerlo (y ahí estaba la originalidad) girando sobre la arista de la base del cubo más próxima a la casilla de destino; de manera que una vez en la nueva casilla, en la parte superior de la pieza habría casi siempre una cara del cubo distinta a la que había en la casilla de procedencia. Es decir, al cambiar de casilla se podía pasar de una situación en que la pieza mostraba como cualidad en funciones la inteligencia a otra en que la cualidad en uso era la belleza o la genialidad, según la orientación del movimiento. En definitiva, que las piezas no se deslizaban sobre el tablero como en el ajedrez, sino que rotaban, y en la nueva casilla cambiaban de aspecto mostrando otra cara.
A lo que más tiempo dedicó Samuel fue a la cuestión de los factores humanos de las piezas, a esas tres cualidades mencionadas. Comenzó reconociendo que se había servido de un tradicional juego infantil basado en tres objetos: la piedra, el papel y la tijera. Como es sabido, ese juego es como una pescadilla que se muerde la cola al considerar que el papel vence a la piedra porque la envuelve, la piedra vence a la tijera porque la rompe y la tijera vence al papel porque lo corta. Samuel dijo que intentó obtener relaciones similares y le costó. Se le ocurrió el trío abuelo-padre-hijo. El abuelo manda al padre, el padre manda al hijo, pero el hijo manda al abuelo porque es su nieto y consigue de él cualquier capricho. Como Samuel quería construir piezas que representaran de algún modo la condición humana, pensó en características personales comunes. Sólo tres de ellas le valieron al final para cerrar el círculo. En su opinión, de la que participo parcialmente y sin entrar en matizaciones, el listo envidia al genio, el genio admira la belleza, y el bello (de espíritu o de cuerpo) quisiera ser listo. Cuando intentó justificar estas tres afirmaciones no pudo evitar el tópico ni caer en generalidades. Expuso la teoría de que el listo suele ser cerebral, ordenado, meticuloso, pesimista, serio, fanático de que todo cuadre y del ángulo recto, por lo que lo representaba con un cuadrado. Del bello (el guapo o bondadoso) dijo que tiende a ser ingenuo, superficial, frívolo, alegre y simpático, y que lo simbolizaba con un triángulo por la sencilla y caprichosa asociación de ideas que le llevaba a ligar la belleza con lo divino y la divinidad con el triángulo. Y el genio, según él, se acoge a los patrones típicos de despistado, desordenado, sujeto a cambios extremos de humor y de ánimo, poco amigo de planificar y con grandes dotes de improvisación. El dibujo que reservaba para la genialidad era el círculo. Los genios, dijo, son aquellas personas que, de un modo u otro, por talento o casualidad, siempre acaban dando en la diana. Y en las dianas no puede faltar el círculo.