24. Informe de Julia

El domingo por la mañana, no eran todavía las nueve, Julia se sentó a mi lado con claros síntomas de cansancio. Miró con poco apetito cuanto había sobre la mesa en la que yo estaba a punto de acabar mi desayuno.

—Estoy destrozada —dijo mientras se servía café.

—¿A qué hora llegasteis anoche?

—Sobre las cuatro, creo.

—¿Y qué tal todo?

—Es largo de contar, pero me dará tiempo a ponerte al corriente antes de que Samuel se levante porque cuando le he dejado dormía con ganas.

—Deduzco entonces que ha habido buena relación.

—No ha estado mal —reconoció con los ojos aún casi cerrados y la taza de café en la mano—. Samuel, está claro, no tiene nada que ver con la gente a la que suelo acompañar. Para mí ha sido algo original. Nunca había acompañado a alguien como él, con esa fijación…

—¿Te refieres a los juegos?

Julia me miró e intentó separar cuanto pudo los párpados.

—A eso mismo.

—¿Se ha puesto muy pesado?

—Bueno, no quisiera acusarle de monotemático, pero ha habido un momento en que he tenido que tomar las riendas de la conversación para cambiar de tema, no porque estuviera harta de oírle hablar de sus inventos sino porque quería comprobar si tenía otras cosas en la cabeza.

—Ya… —dejé que diera otro sorbo y reuniera el máximo de fuerzas antes de incitarla a seguir con su informe—. El caso es que habéis estado juntos muchas horas, habrá habido tiempo de todo.

Volvió a mirarme. Ahora ya parecía tener menos problemas para mantener los ojos abiertos.

—Recuerda que antes de dejarnos solos le dijiste que me enseñara sus inventos.

—Lo recuerdo.

—Pues te hizo caso y de inmediato. Sólo necesitó que yo le preguntara inocente y educadamente, casi por cortesía, qué tipo de inventos eran esos para que su lengua se pusiera en marcha y… ¿No me dijiste que era más bien callado? Sí, al principio le costaba expresarse y hasta tartamudeaba, pero, cuando vio que yo demostraba interés por lo que decía, ganó confianza y se explayó a gusto. No tardó tampoco en invitarme a su habitación para enseñarme un surtido variado de inventos que guarda en una caja grandiosa de cartón.

—La conozco.

—Pues ahí había juegos de toda clase: de habilidad, de perspicacia, de estrategia… Vaya —sonrió— me he quedado con su argot. No me sorprende: me dio toda una lección magistral sobre el mundo de los juegos… Y no me voy con las manos vacías. No me refiero a lo que he aprendido, sino a que Samuel me ha hecho un regalo.

—¿Qué regalo? —pregunté curioso.

Julia abrió el bolso que había dejado sobre la mesa y sacó una caja de escasas dimensiones, apenas un palmo de longitud, diez centímetros de anchura y cuatro de alta.

—Esto —me acercó la caja.

En la tapa había una imagen fotográfica de la ciudad de Florencia.

—¿Qué es? —quise saber.

—Un puzle que ha hecho Samuel.

—¿Un puzle? —me extrañé—. Eso ya está inventado.

—Este tipo de puzle no, según él.

—¿Qué tiene de particular?

—Compruébalo.

Levanté la tapa y dentro de la caja me encontré una cartulina doblada que dejé aparte. Bajo ella había lo que parecía un rompecabezas simple y facilón formado sólo por quince piezas. El rompecabezas estaba montado y ofrecía un fragmento de la foto que había en la tapa. Las piezas tenían forma cúbica y sobresalían ligeramente de la superficie que las enmarcaba, lo suficiente para poder agarrar cualquiera de las que formaban el perímetro y separarla de las demás. Lo hice con una y observé que cada cara del cubo tenía una imagen distinta, una porción de lo que debía ser el modelo a construir.

—Cuando yo era un crío ya existían rompecabezas como éste —aseguré con desprecio evidente por lo que tenía delante—. Yo jugué alguna vez con el de un amigo. Eran seis rompecabezas en uno. Había seis dibujos, creo que estampas de cuentos de Beatrix Potter, y se trataba de armar los rompecabezas posibles. Seis, como te digo, porque seis son las caras de un cubo. Buscaba en cada pieza la cara que tenía la parte del dibujo que servía de modelo y ya está. Tan simple como eso.

—Pero éste no es tan simple —cogió y desplegó la cartulina que antes yo había dejado a un lado—. Fíjate —en toda su extensión la cartulina mostraba una vista panorámica de Florencia mayor que la que aparecía en la foto de la caja y mucho mayor que la que reflejaba el rompecabezas completado—. Samuel llama a este juego el puzle fragmentado. Yo he jugado con él y no es tan sencillo como cualquier rompecabezas. Como dice Samuel, este juego es también de los que se conocen como enigmáticos, o sea, de los que plantean un problema, un problema con su inevitable pregunta, que en este caso es: ¿qué fragmento de la panorámica florentina tengo que construir? En realidad hay seis soluciones a ese problema, como en tu juego de infancia, porque en la actualidad —se permitió un sarcasmo— los cubos siguen siendo de seis caras y porque son seis los diferentes fragmentos que se pueden montar. Ahí tienes uno —señaló el rompecabezas acabado—. Recuerda nuestro viaje a la Toscana. Recuerda que estuvimos en el Palacio Pitti y que poco después disfrutamos de una vista de Florencia como la de la foto, en la que, como ves, en su parte inferior está la terraza mirador de la Plaza de Miguel Ángel con gente que contempla la ciudad desde ahí. A la izquierda vemos el Ponte Vecchio, en medio el área monumental de la Plaza de la Signoria y a la derecha el conjunto catedralicio del Duomo. La dificultad y la esencia de este juego radican en que cuando se intenta construir uno de los fragmentos se hace sin saber si será uno de los cuadros posibles. Se acaba descubriendo cuando no se ve el modo de continuar porque con las piezas que quedan por colocar no se puede completar la imagen buscada. O a lo mejor sí es uno de los fragmentos posibles, pero no se han puesto las piezas en el lugar que corresponde… En fin, un lío en el que cualquiera puede estar bastante tiempo inmerso, y si consigue desenredarlo… observa —cogió el rompecabezas y me lo mostró como si fuera una obra de arte— no hace falta que lo enmarque porque ya está… ya tienes un objeto decorativo que puedes poner en cualquier estantería.

No entraba en mis pretensiones que Julia dedicara un espacio tan amplio de su informe a hacer propaganda gratuita de los inventos de Samuel.

—Muy bonito, pero después de tantas horas de relación no creo que los juegos hayan sido el único tema…

—No, claro, también hemos hablado de ti —soltó con despreocupación.

—¿Ah, sí? —eso ya me importaba más—. ¿Y qué se ha dicho de mí en vuestra larga velada?

—Samuel me preguntó cómo eras, qué te gustaba…

—Y tu respuesta fue…

—Vaguedades, nada demasiado concreto ni que la prensa no haya publicado. Que habías luchado mucho para llegar a donde estabas, que eras incansable y no parabas hasta lograr tus propósitos… Vaguedades.

—¿Y no pasó a lo concreto en sus preguntas?

—Quizá cuando quiso saber si yo pensaba que pudieras interesarte por sus inventos. No le di una respuesta clara, me limité a decirle que siempre habías sido partidario de lanzar al mercado nuevos productos, pero que yo, si tenía que dar una opinión profesional sobre sus inventos sólo podía dártela a ti, al menos a ti antes que a otra persona.

—Buena respuesta.

—Entonces insistió con una pregunta que no entendí —Julia hizo una mueca de extrañeza y me miró como si yo pudiera sacarle de su perplejidad.

—¿A qué te refieres?

—Me preguntó si estarías interesado en sus ideas en cualquier situación, con independencia de las condiciones en que llegaran a ti esas ideas.

¿Qué pretendía Samuel con esa pregunta?, ¿quería saber si Julia estaba al tanto de lo concerniente al trasvase?, ¿daba por seguro que así era y que entre Julia y yo había tanta complicidad como para que ella pudiese responderle?, ¿daba también por descontado que todo cuanto dijese ante ella llegaría a mis oídos?, ¿o simplemente quería tener la satisfacción de que ella le dijera que sus artilugios eran fantásticos y que yo o cualquier otro empresario con dos dedos de frente no dudaría en explotarlos? Lo que sí me pareció muy evidente en aquella pregunta fue el esfuerzo por aparecer ante mí, una vez más, como independiente de John X, con aspiraciones (concentradas todas en sus inventos y derivadas de éstos) ajenas a los planes y fines de la gente de John, incluso incompatibles con éstos.

—¿Y qué le contestaste?

—Que no comprendía la pregunta, que si me podía aclarar eso de la «independencia de las condiciones». No lo hizo. Estuvo un rato pensando y cambió de pregunta. Me preguntó si yo sabía cómo os habíais conocido tú y él. Le dije lo que tú me explicaste, que alguien, no sé quién, os había presentado y te había recomendado que le echaras un ojo a las cosas de Samuel. Entonces insistió en si yo, como colaboradora tuya y estudiosa de nuevos productos, veía posibilidades en lo que me había mostrado. No cambié mi respuesta anterior, sólo añadí que siempre eras tú quien tenía la última palabra. Y ahí volvió a las preguntas más típicas. Que si no había nadie en tu vida, que si siempre habías estado soltero, que si vives exclusivamente para tu trabajo… Por lo general le respondía con un «no sé» amparándome en el pretexto de que no te conocía a fondo, y si no recurría al «no sé» echaba mano de más vaguedades. Cuando se hartó de preguntar por ti, preguntó por mí… Tú sabes que tengo variedad de relatos sobre mi vida y que, según el sujeto que está conmigo, cuento uno u otro. A Samuel le endosé el de la niña de familia humilde que hincó los codos para sacar excelentes notas que le consiguieron becas en las mejores instituciones educativas, donde hizo grandes amigos de padres bien situados que le sirvieron para ocupar buenos puestos de trabajo y que le permitieron acabar a tu servicio, con quien está muy a gusto y disfruta de un buen sueldo. ¿Me he excedido?

—No. ¿Dónde fuisteis? —pregunté a bocajarro cambiando de tema.

—Primero a una tienda de ropa. Tenía que dejar al chico presentable. Su vestimenta dejaba bastante que desear como habrás visto. Estuvimos media hora probando camisas, pantalones y americanas. Cuando nos decidimos por una combinación adecuada (la verdad es que él se dejó llevar por mis sugerencias sin protestar) buscamos un par de zapatos a tono. Después fuimos a cenar y también llevé la voz cantante en la elección del menú. Además me hice cargo de la cuenta, como con la ropa. Quiso hacerse el hombre reclamando pagar él la factura, pero cuando le dije que tú corrías con todos los gastos aceptó encantado la invitación, de la cena y de cuanto vino a continuación. Nada especial en realidad, un club nocturno donde muchos turistas y vecinos de la comarca acuden los sábados por la noche. Si le quedaba un poco de timidez, un par de copas y los chistes verdes del humorista de la sala de fiestas le envalentonaron; eso y mis miradas insinuantes junto a la frecuencia con que ponía mis manos sobre las suyas. ¿Quieres que entre en más detalles?