23. Jugada sucia

Para la tarde tenía preparada una sorpresa a Samuel. Hasta entonces poco se podía reprochar a mi comportamiento en la partida que disputaba con John X. Era hora de librarse de tanta nobleza y sacar un as de la manga. Convenía ya hacer uso de alguna estratagema poco deportiva.

Al apearnos del auto, cuando regresamos a casa, el mayordomo comunicó que una visita esperaba en el salón. No le pregunté de quién se trataba porque lo sabía. Tenía que ser Julia, la eficaz dama de compañía, culta, elegante y de buenos modales. La había contratado para que empleara en Samuel las cualidades de las que estaba dotada. Le había encomendado que se esmerara con el chico, que le hiciese sentirse a gusto y confiado. No me estaba permitido contarle a Julia nada sobre el trasvase de memoria y respeté tal prohibición. Me limité a mandarle que hiciera hablar a Samuel de lo que fuera y como fuera para luego informarme de todo lo que el joven había largado, de todo, por extraño que pareciera; precisamente, cuanto más chocante fuese lo que oyera más interesado estaría yo en saberlo.

Presenté Julia a Samuel como una de mis colaboradoras de mayor valor y sugerí al chico que le mostrara a ella los inventos, no en vano, expliqué, Julia es quien da el visto bueno casi definitivo a los nuevos productos que proyectamos introducir en el mercado. Me pareció que, al oír eso, Samuel miró de otro modo a la mujer, aunque no pude discernir si la mirada fue de admiración, interés o recelo.

Les dejé solos pretextando cansancio y necesidad de ocuparme de asuntos que no admitían demora. En aquel momento los únicos asuntos que me preocupaban eran los derivados de la conversación recién mantenida en el restaurante, y en especial lo que Samuel había dicho sobre su situación, que, bien mirado, se reducía a un ultimátum. Por sus palabras podía pensarse que el ultimátum era para John X pese a que lo expresase ante mí. Samuel había dicho que si en breve no se le aseguraba que el trasvase era inevitable, él abandonaba el proyecto. Su abandono era un problema para John y su gente porque se verían obligados a buscarme otro receptor. Pero ¿lo era también para mí? Sólo en el supuesto que acabara creyendo que el trasvase no era una mascarada y de que me gustase Samuel como receptor. Así que si yo hacía caso omiso de las urgencias del chico… No, ése no era el enfoque correcto. Parecía dar por sentado que Samuel era un elemento ajeno a la pandilla de John, cuando en mis últimas consideraciones había llegado a la conclusión de que, si todo era un gran timo, Samuel participaba voluntaria y activamente en el mismo. De modo que la intención de mis contrincantes sin duda consistía en convencerme de que Samuel no actuaba con ellos para que, en definitiva, creyera que el chico sí era el receptor que me habían elegido, un genuino receptor en una genuina operación de trasvase de memoria para prolongar mi vida. ¿Qué podía pasar si yo no quería a corto plazo dar la más mínima garantía a Samuel de que tenía un buen porvenir ya fuera de un modo u otro, de que su futuro estaba asegurado? Lo más probable es que no cambiara nada, que la gente de John me explicara, si lo hacía, que habían persuadido a Samuel de que no nos dejara en la estacada. ¿Cómo lo habían hecho? Podían responder o no responder, limitándose a decir que tenían sus métodos, insinuando que le habían prometido un destino satisfactorio fuese cual fuese mi decisión final o que le habían amenazado con graves represalias si se negaba a continuar, mucho más graves que despertar sobre un banco aturdido y desorientado. Seguro que «conseguían» que Samuel no abandonase… Cabía incluso que me propusieran otro receptor si la postura de Samuel me había disgustado por rebelde…

Elaborar conjeturas sobre lo que había hablado con Samuel en la comida me ocupó buena parte de la tarde pero, para sorpresa mía, lo que más tiempo me entretuvo fue sacar punta a los interrogantes que Samuel me había planteado en torno a lo que yo deseaba hacer con mi vida si me convertía en su donante. En pocos instantes, pasé de calcular las repercusiones de negarme a disipar los teóricos temores de Samuel, a fantasear sobre las expectativas que me podía aportar prolongar mi existencia en su cuerpo. Olvidado el episodio del sujeto sospechoso, de la conversación durante la comida me quedé únicamente con la siguiente cuestión: ¿qué vida va a llevar, la suya o la mía? Si hasta aquel momento alguna vez hubiese tomado en serio la viabilidad del trasvase de memoria, a esa pregunta hubiese respondido sin vacilar que mi vida me parecía mucho más apetecible que la de Samuel. Pero si llegaba el día en que me transformaba en él, podría disfrutar de una vena creativa de la que yo siempre había carecido y que admiraba en aquellos que, además de tenerla, le sacaban provecho. No sabía si Samuel contaba con una mente privilegiada o si era un inventor de mérito, pero al menos tenía la facultad de aportar a este mundo objetos que antes no existían. Y esa facultad no iba a desaparecer si se producía el trasplante de memoria, es decir, esa facultad podría desarrollarla yo y, combinada con mi considerable poder económico y mis formidables habilidades de gestión, me valdría para alcanzar altos objetivos.

A mitad de mis diálogos interiores de aquella tarde de sábado en la soledad de mis aposentos vi, a través de una ventana, que Samuel y Julia atravesaban en animada charla el patio situado frente a la fachada principal del caserón. Se dirigían al auto de ella, con el que a los pocos segundos se alejaron. No me atreveré a negar que en aquel momento envidiara al muchacho, por mucho que la mujer que le acompañaba no tuviese secretos para mí, o precisamente por eso. Como le había envidiado en la mañana el interés mostrado por los lugares que visitamos, el paso ligero con que me sacaba mucha ventaja para llegar primero al mejor punto del mirador elegido y el entusiasmo o emoción exhibidos ante las panorámicas. Después de todo lo que he vivido me quedan pocas cosas por ver, o al menos por desear ver. Y desde luego, tampoco hay muchas que puedan sorprenderme ni maravillarme. En el hipotético caso de que tomara la persona de Samuel, ¿recuperaría la capacidad de sorpresa, emoción y entusiasmo o mi vasta memoria lo impediría?

El escepticismo hacia el trasvase de memoria había provocado que en la elección del teórico receptor apenas tuviera en cuenta otro factor que el de la mayor o menor facilidad para descubrir en él puntos débiles que, convenientemente golpeados, podrían servirme para ganar la partida a John. Esa actitud me había ahorrado el esfuerzo de imaginar quién podría ser mi receptor ideal, en qué clase de individuo me gustaría convertirme para tener una segunda vida, si es posible, superior a la primera. Bueno, ya era tarde y me tenía que conformar con Samuel. Seguro que había millones de tipos más interesantes que él, pero ya no había tiempo para dar con un receptor mejor que lo que pudiera serlo él. Y si no era la mejor opción, tampoco era la peor. Lo cierto es que no me disgustaba estar con él y me interesaba casi todo lo que decía. Sólo habíamos convivido unas horas, pero bastaron para considerarlo más inteligente y buena compañía de lo que le habían retratado en los informes que me proporcionaron. Seguro que tendría una visión más completa cuando Julia me contara cómo le había ido con el chico.