Nos convenía airearnos tras permanecer mucho tiempo con la vista fija y toda la atención concentrada en el cubo de Samuel. Tanto laberinto podía causarme jaqueca, así que, después de haber hecho no más de tres jugadas cada uno, le dije a mi invitado que lo dejáramos y fuéramos a dar una vuelta. Como compensación, y para demostrar que si me rendía no era porque no apreciara aquel juego, le alabé el invento y le aseguré que tenía muchas posibilidades comerciales. En primer lugar destaqué positivamente su presencia, que aún podía ser mejor con materiales más vistosos y sólidos que la cartulina. Otro acierto lo constituía su simplicidad de fabricación. Y es que el cubo de Samuel podía montarse y desmontarse a voluntad del jugador, por lo que sería factible y aconsejable venderlo despiezado. Ello ahorraría la labor de ensamblado y dejaría para la factoría la fabricación independiente de las partes y piezas, todas de muy básica estructura y por tanto fácil elaboración. En suma, los costes de producción tenderían a ser bajos. Así pues el cubo de Samuel era bonito, resultaría barato y, si jugar con él aportaba beneficios a la salud mental del usuario, también sería bueno.
Llevé a Samuel (mi chofer con el coche nos llevó a los dos) a un restaurante de la zona. Antes quise que hiciéramos un recorrido turístico por los alrededores. Desde el auto le fui mostrando parajes típicos, panorámicas bellas, edificios singulares de la comarca. También le ofrecí comentarios, pero muy pobres porque mis conocimientos al respecto se reducían a poco más que el nombre de lo que contemplábamos o visitábamos, y en más de una ocasión un rótulo convenientemente situado vino en mi auxilio. Años antes alguien me había hablado de aquellos rincones, de su antigüedad e historia, pero pocos datos conservaba yo de toda esa información… Y de vez en cuando, a petición de Samuel o por sugerencia mía, nos apeábamos para conocer a pie aquellos lugares o disfrutar con calma del paisaje.
Ya en el restaurante, Samuel quiso que le repitiera que su creación podía tener éxito. Lo hice. Después me preguntó si yo estaba dispuesto a hacerme cargo de la fabricación del cubo y su puesta en el mercado.
—¿No es ésa la condición que puso para el trasvase de memoria? —recordé.
—Sí, pero aún no le he oído ninguna respuesta positiva sobre lo que me interesa.
Era cierto. Todavía no me había comprometido a nada.
—Está bien —concedí— me encargaré de que su invento triunfe.
—Perfecto —le salió la sonrisa bobalicona—. Otra cosa… —de repente se puso serio y pareció dudar, como si temiera decir lo que quería decir.
—¿Qué cosa?
—Me gustaría participar en el proceso de fabricación, poder hablar con sus técnicos, hacerles sugerencias…
—De acuerdo —acepté—. Pero el lunes usted regresa a su trabajo en el banco.
Eso no le hizo gracia. El entusiasmo reflejado en su rostro poco antes fue sustituido por una expresión mezcla de decepción e incredulidad.
—¿Por qué? —quiso saber—. Mi «sí» al trasvase también estaba condicionado a que en los últimos meses de vida con mi memoria original yo fuese complacido en todos mis deseos.
—El acuerdo lo cerró con ellos, yo todavía no he firmado ningún documento. He adelantado bastante dinero, pero la única obligación que acepto con usted es la de ocuparme de su cubo. Aun así le recomiendo que no deje de momento su empleo en el banco por si al final me desentiendo también de esa obligación.
—De todas maneras —volvió a la carga— si le ha visto posibilidades a mi cubo, ¿qué le impide fabricarlo con independencia de si accede o no al trasvase de memoria?
—Creo que lo he dejado claro. Con respecto al trasvase no he firmado nada. Con respecto a usted, sólo hay promesas, pero si me conviene, puedo volverme atrás. Insisto: no deje el banco todavía.
La recomendación reiterada de que no dejara el banco se debía sobre todo a la conveniencia de que mis detectives pudieran confirmar en los próximos días que, efectivamente, el Samuel que pasaba el fin de semana conmigo era el verdadero Samuel. Por otra parte tampoco se me había pasado por alto el intento de desmarque mostrado por el chico hacia el equipo de John. ¿Cómo tenía que interpretar esa muestra de desafecto? ¿Realmente era por iniciativa propia o había sido planeado por John? ¿Se trataba de una vía de escape para Samuel, un camino para liberarse de su papel de receptor y al mismo tiempo conseguir el reconocimiento de sus inventos?, ¿o era una jugada enrevesada de John? Lo cierto es que en mis conversaciones con el muchacho él siempre aparecía como independiente del grupo de John, ajeno al mismo y a sus intereses. Y por su lado éste tampoco aparentaba mucha delicadeza con el chico, como quedó claro a través de Miguel cuando me tentaron a realizar el trasvase de inmediato, sin darle a mi receptor nada de lo que teóricamente le habían prometido a mi costa. Podía ser todo una estrategia de John. Si me convencían de que Samuel no estaba conchabado y de que a ellos el bienestar del muchacho les traía sin cuidado, podían convencerme a la larga de que él era realmente el receptor que me habían preparado. A fin de meditar sobre ello, y de que Samuel digiriera mi insistencia de que el lunes regresara a su vida de costumbre, decidí ausentarme momentáneamente. Me escudé en mi vieja próstata al disculparme por tener que ir al servicio.
Encontré el lavabo de caballeros ocupado. Di media vuelta y me dispuse a aguardar turno en un pasillo corto que daba al comedor. Desde allí observé que un tipo hablaba con Samuel. No pude distinguir el modo en que lo hacían porque el desconocido me daba la espalda y con su cuerpo tapaba a Samuel. Les espié unos segundos más hasta que el sujeto se dio la vuelta y miró hacia donde yo estaba. No desvié la mirada ni di señales de haber sido sorprendido, pero en aquel momento el lavabo quedó libre y entré en él.
Durante mi estancia en el excusado sopesé la posibilidad de que aquel sujeto fuese un sicario de John, alguien que controlaba los movimientos de Samuel o le prestaba asistencia y asesoramiento. Si así era, les había dado tema de debate con mi negativa a que Samuel dejara de trabajar de inmediato.
Al regresar me fijé en que el desconocido ocupaba una mesa próxima junto a una mujer que podía pasar por su esposa. Nada más sentarme de nuevo, sin pensar en la conveniencia o no de mis siguientes palabras porque intuí que lo más efectivo era coger a Samuel desprevenido, fui directo.
—¿Qué quería ese señor?
El chico me miró muy tranquilo.
—¿Qué señor? —preguntó a su vez, supuse que, para ganar tiempo y rumiar una respuesta creíble.
—He visto que antes, al ir al servicio, ese individuo de ahí —hice un discreto movimiento con la barbilla para indicar al aludido— se acercaba a esta mesa y hablaba con usted.
—Ah… sí. Me preguntaba por el modo de llegar a una ermita. Le he dicho que no conozco la zona y que no podía ayudarle.
—Yo sí la conozco. ¿Por qué ermita ha preguntado?
—Ya da igual, el camarero le ha dicho cómo llegar.
—¿Qué camarero, el que nos atiende?
—Sí.
Me impuse la obligación de preguntar al camarero cuando tuviera oportunidad para verificar aquella información.
—Nelson… —Samuel parecía querer comentar algún asunto que le preocupaba, eso indicaba su rostro.
—Dígame.
—Usted me dice que aún no ha decidido aceptar el trasplante…
—Así es.
—Sin embargo ahora soy su huésped, nos estamos conociendo…
—Más o menos.
—Quiero decir que estamos dando los pasos previos que, según me explicaron, hay que dar antes del trasplante.
—No se lo discuto, ¿y?
—No sé… tengo la impresión de que eso no casa con su insistencia de que yo regrese al trabajo el lunes.
—¿Usted cree?
—Creo que no, que no casa a menos…
—¿A menos?
—A menos que usted deseara continuar mi vida después de la operación y, francamente, no le imagino de administrativo en un banco recibiendo órdenes de gente que ahora le besaría los pies.
—Tiene razón, yo tampoco me imagino en esas circunstancias.
—¿Entonces qué es lo que imagina?, ¿en qué ha pensado en caso de ser mi donante?, ¿qué vida va a llevar, la suya o la mía? La suya seguramente, pero ¿cómo tiene planeado hacer su vida con mi cuerpo?
—¿Le preocupa? —pregunté suspicaz.
—¿Cómo no va a preocuparme? Me concierne bastante, ¿no?
Tardé en responder. No acertaba a ver todavía a qué venían aquellas preguntas aunque sí debía estar alerta a lo que hubiera tras ellas. Además, tenía frente a mí al tipo que había estado hablando con Samuel y, a pesar de que no reflejaba interés por lo que ocurría en mi mesa y parecía disfrutar de una interesante charla con la mujer que le acompañaba, de vez en cuando nos miraba a Samuel y a mí y desviaba rápidamente la orientación de sus ojos cuando se topaban con los míos.
—¿Por qué dice que le concierne? —quise saber.
Me dio la sensación de que, antes de responder, Samuel buscaba con la mirada alguna instrucción del desconocido sospechoso.
—Pues… verá… he supuesto que si usted desea, con toda lógica, seguir llevando su vida después de sustituir su cuerpo por el mío, tendrá que justificar al resto del mundo que un tipo como yo, completamente anónimo y sin ningún parentesco con usted, se haga cargo de sus empresas y, deduzco, pase a ser propietario de sus bienes.
—¿Y eso no es mucho suponer y deducir? —pregunté con la mayor mordacidad de que fui capaz.
—Quizá. En todo caso, si ése es su plan y usted se apodera de mi persona para que luego mi persona le herede, antes de que usted se apodere de mi persona y de que mi persona le herede, deberíamos hacer que eso fuese comprensible para quienes le conocen.
—No sé si le entiendo muy bien —me hice el tonto.
—Debería darme a conocer a sus colaboradores más estrechos, a sus más íntimas amistades, a la prensa si me apura, y presentarme quizá como su mano derecha o algo similar; de manera que nadie se preguntara quién era aquel extraño que se ha convertido en el sucesor de Nelson.
—¿Eso se le ha ocurrido a usted?
No dudó en la respuesta.
—Reconozco que cuando me propusieron el trasvase me insinuaron que muchos donantes potenciales solían recurrir al trasplante más para continuar su propia vida con un cuerpo joven y nuevo que para comenzar una segunda vida diferente. De todos modos, a mí me gusta pensar, dedico muchas horas a esa actividad y, por lo poco que le conozco, llego a la conclusión de que usted tiene mucho apego a sus pertenencias y a su modo de vida y, si puede, no va a renunciar a nada. Ahora bien —continuó sin esperar a saber si yo estaba o no de acuerdo con sus palabras— admito que todo eso le concierne más a usted que a mí. A mí me preocupan las consecuencias de que finalmente usted desista de la operación.
—¿Qué consecuencias? —pregunté pese a imaginar a qué se refería.
—Las mismas que si la operación no se realiza porque yo me niegue. Como ya le dije, en ese caso sustituirían mi memoria (la que llega hasta el momento en que uno de los dos, usted o yo, renuncia al trasvase) por la copia que hicieron el día en que me propusieron ser receptor, porque no van a dejarme ir sin más con todo lo que sé sobre el negocio al que se dedican.
—Es posible, pero hasta mi negativa usted habrá vivido estupendamente.
—Hombre, no sé qué decirle. Si tengo que continuar con mi trabajo en el banco poco estupenda va a ser esa vida.
Me hizo reír, se me escapó una carcajada antes de reconocer que no le faltaba razón.
—Claro… Bueno, no se preocupe. Deme una semana. Sacrifíquese unos pocos días más y le garantizo que en breve su calidad de vida mejorará ostensiblemente. No quiero decir que en una semana sabré si acepto o no la operación, pero sí que en todo caso, como mucho el próximo viernes será su último día en el banco.
—Me dice que no me preocupe y le agradezco que trate de tranquilizarme, pero ya le he dicho que me gusta pensar, y uno de mis ejercicios mentales preferidos es el de tratar de anticiparme a los acontecimientos previéndolos.
—¿Y qué ha previsto?
—Supongamos que dentro de una semana yo dejo mi trabajo y paso a dedicarme a lo que de verdad me apetece y a llevar una vida de lujo. Supongamos que dentro de doce meses usted adopta al final la decisión de no recurrir al trasplante. Yo habré pasado un año de fábula, pero, lástima, apareceré tirado sobre un banco del parque más solitario, y a la hora más intempestiva, con un vacío en mi memoria de todo un año, seguramente el mejor año de mi vida. ¿De qué me sirve gozar de un año fantástico si luego no puedo rememorarlo? Si no lo tengo en la memoria es como si no lo hubiera vivido. Por no hablar del trastorno mental que me produciría regresar a la vida real sin recordar lo que había hecho en los últimos doce o quince meses. Y por no hablar tampoco del perjuicio material que supondría haber perdido mi antiguo trabajo, al que difícilmente podría reincorporarme. Y ¿a quién iba a reclamar si no podría recordar qué me había pasado ni quién me lo había provocado?
—Comprendo.
—Teniendo en cuenta todo eso, y si mi guío por una postura conservadora, creo que es preferible para mí, ahora que todavía tengo mi trabajo (aburrido pero estable) y no han pasado muchos días desde que me hicieron la copia de memoria, volverme atrás y anunciar mi negativa a ser receptor.
Pese al tono penoso en que expuso su posición, aquel discurso me sonó, si no a chantaje, sí a una forma de presionarme para que me pronunciara ya. Excelente jugada de John, pensé. ¡Qué bien ha utilizado la pieza «Samuel»! Claro que, cuando uno se siente acuciado, lo correcto no es reaccionar a tontas y a locas, sino tratar de ganar tiempo para pensar con claridad antes de dar cualquier paso.
—Repito: no se preocupe. Ya encontraré un modo de compensarle sea cual sea la decisión que yo tome al final.
Habíamos acabado con el postre y llamé la atención del camarero para pedir la cuenta.
—¿Me disculpa? —Samuel anunció que necesitaba ir al servicio.
Al alejarse me fijé en el tipo sospechoso para ver si también él se levantaba e iba tras Samuel. Continuó sentado, pero me miró una vez más fugazmente y consideré la posibilidad de que no se reuniera con el chico por prudencia, por suponer que yo le espiaba. En cualquier caso, cuando el camarero trajo la nota le pregunté sin remilgos pero discretamente si era cierto que el sujeto que estaba tras él le había pedido información sobre una ermita. La respuesta, que fue positiva, no bastó para borrar mis suspicacias: lo de la ermita podía ser sólo una falsa coartada preconcebida.