21. El primer invento

Si había escogido a Samuel como receptor fue por considerar que se trataba del individuo más débil entre los cuatro que me propusieron para albergar mi memoria. Después de conocerle y haber charlado en profundidad con él, ya no estaba tan seguro de que mi elección había sido la más acertada. Y al ver por primera vez uno de sus inventos se acrecentó mi incertidumbre. El artilugio, como primera virtud, entraba por los ojos. A simple vista podía no ser evidente su funcionalidad, pero no se podía negar que llamaba la atención y, si no se le encontraba utilidad, al menos serviría como objeto decorativo.

Samuel, eso sí quedó patente, no era un buen vendedor. Al mostrar sus creaciones parecía más una madre que un comerciante; parecía más dispuesto a enorgullecerse por las alabanzas de los demás ante la hermosura de su criatura que a venderla. Lo que sí sabía era dar misterio a la presentación de sus juegos. No se precipitó en enseñarlos y no los enseñó todos al mismo tiempo. Supo tener paciencia, desayunar copiosamente antes que yo, dar una larga caminata por los alrededores, aceptar a la vuelta el refresco que le ofrecí y charlar conmigo en el jardín sobre los lugares que había visitado. Alabó la panorámica de la costa desde los acantilados y dijo haber disfrutado del paseo por la playa. Tuve que ser yo quien sacara el tema de los inventos al recordarle que todavía no había visto ninguno. Sonrió estúpidamente a modo de disculpa y se levantó para dirigirse a su habitación.

Regresó cinco minutos después con una bolsa de papel. Se sentó y dejó la bolsa en el suelo. De ella extrajo lo que en principio me pareció una pequeña caja y en realidad lo era. Estaba hecha con cartulina y presentaba forma cuadrada en su base no superior a diez centímetros de lado. La altura debía alcanzar el centímetro. Como casi toda caja, se componía de dos partes. La mitad superior hacía de tapa, se superponía a presión sobre la inferior y tenía una cubierta de plástico transparente y rígido que hacía visible el interior de la caja. Y lo que en ella vi fue un laberinto. De inmediato recordé que la noche anterior yo mismo me había perdido en lo que consideré un laberinto de elucubraciones y me pareció cuando menos una curiosa coincidencia.

—Esto sólo es parte del objeto —dijo Samuel— pero quiero mostrársela primero para que vea que este laberinto —sacó la parte superior de la caja— lo puede hacer el jugador como se le antoje —arrancó dos fragmentos de las paredes que formaban los pasillos del laberinto para que yo comprobara que eran de quita y pon y se podían insertar en las ranuras que había en la base de la caja, e insertar a gusto del usuario para construir libremente los caminos que quisiera.

—¿Y qué tiene de especial ese laberinto? Si además puede montarse como a uno le plazca, ¿dónde está la dificultad de…?

—Le he dicho que esto es sólo parte del objeto —osó interrumpirme por primera vez desde que nos conocíamos—. Ahora verá —cerró la caja y volvió a ocultarla en la bolsa, de la que sacó el artículo completo—. Aquí está —lo dejó casi con reverencia sobre la mesa.

Su estructura era cúbica, aunque no la de un cubo perfecto. En cada una de las seis caras había, incrustada, una caja con laberinto semejante a la que había visto antes, de hecho la de antes era una de ellas.

—¿Se puede tocar? —se me ocurrió preguntar en un tono que a Samuel debió hacerle creer, con razón, que aquella cosa me parecía muy frágil.

—Sí. Vaya con cuidado, por favor, porque es un prototipo construido con materiales débiles.

Cogí el artilugio y descubrí en una de las caras, en el laberinto en ella contenido, una bolita de acero. Supuse que se trataba de conseguir hacer llegar la bola a la salida del laberinto. Busqué la salida con la mirada y vi ocho posibles, dos por cada lado del cuadrado. Entonces comencé a mover cuidadosamente el cubo hacia todos los puntos cardinales para desplazar la bolita por los caminos del laberinto hasta situarla frente a una de las teóricas salidas. Hice un último movimiento con intención de hacerla pasar por ella. La bola pasó y escapó de mi vista. Por el ruido que hizo deduje que había caído en otra caja, y que había llegado allí a través de una conexión situada sobre la arista del poliedro, un puente en ángulo recto que unía una cara con otra, un laberinto con otro. Giré el cubo y efectivamente descubrí la bola en otro laberinto, similar al anterior, también con ocho posibles salidas o entradas. Sólo cambiaba el color de la cartulina con que estaba montado, el dibujo de los caminos del laberinto y unas cifras situadas sobre las distintas salidas/entradas. Le di varias vueltas al cubo y confirmé que en cada uno de las seis caras había un laberinto, y que en cada una de las doce aristas había dos codos que conectaban las dos caras (cajas, laberintos) adyacentes.

—No entiendo muy bien el sentido de este juego —miré desconcertado a Samuel—. Seis laberintos interconectados, una bolita que puede ir de uno a otro pero que siempre está atrapada en alguno de ellos… ¿Es un juego o pretende simbolizar algo?

—Es un juego, y no he querido representar nada con él. Es sólo un juego y no hay que buscarle significados. Si alguien los busca será porque quiere. Y si los encuentra será sólo mérito suyo.

—Bueno, ¿y en qué consiste el juego?

—Me pregunta por las reglas, ¿verdad? —sonrió—. Esa es la segunda parte del invento.

—Una parte fundamental —opiné—. Sin reglas no hay juego.

—Estoy bastante de acuerdo, aunque no siempre es así. Por ejemplo, en el juego más cruel, el de la guerra, no hay reglas. Y no me venga con lo de la Convención de Ginebra —se adelantó a lo que iba a decirle—. En general en los juegos de supervivencia no hay reglas, no hay más ley que la de la selva. Y en los negocios, usted sabrá mejor que yo que sí hay reglas pero también modos de saltárselas —hizo una pausa breve para recrearse en el comentario y contemplar mi manera de asimilarlo. Vio que permanecía impertérrito y continuó—. De todas formas, tiene razón, un juego no tiene sentido sin unas normas de funcionamiento. Pero hay juegos y juegos. Piense en los naipes. ¿De cuántas maneras distintas se puede jugar con ellos? Muchas, y cada una tiene sus reglas. Piense ahora en un rompecabezas. En él las reglas son muy simples, de hecho sólo hay una: unir las piezas adecuadamente para montar la figura que se quiere obtener. En resumen, hay objetos que dan lugar a diversos juegos y objetos que sólo permiten un juego. Si usted me propone jugar a cartas tendrá que especificar si quiere jugar al póker, a la canasta, o a otra cosa. Si me da una raqueta y me propone jugar al tenis no hace falta que me diga nada más que a cuántos sets quiere jugar…

—Ya —corté algo bruscamente para darle a entender que no eran necesarias tantas explicaciones.

—Con el objeto que sostiene en sus manos —prosiguió— a mí se me han ocurrido dos juegos de momento.

—¿Y qué se le ha ocurrido?

—Se me ha ocurrido un juego simple y otro más complicado.

—Comience por el simple —propuse.

—Muy bien. ¿Me permite? —me cogió el invento—. Puede contemplar que las cajitas de los laberintos que hay en cada cara el cubo son extraíbles —sacó una presionando ligeramente hacia fuera—. Vea ahora que tienen un pequeño agujero en el centro de su base —le dio la vuelta a la pieza para enseñarme el orificio—. Todas lo tienen —extrajo el resto de las cajas y les dio la vuelta a un par más para que viera el agujero. Dejó las cajas en la mesa y se quedó con el cubo desnudo. Ahora las seis caras estaban vacías y sólo rompían la forma cúbica de aquel objeto las conexiones situadas sobre las aristas. Conexiones que además de hacer de puente entre los laberintos de las cajas también servían para sujetar a éstas sobre las caras del poliedro—. Observe —me mostró que en una de las caras había un hoyo de diámetro algo superior al de los agujeros de las cajas y pintado de blanco—. Este agujero blanco es la meta. Tenga —me devolvió el cubo—. Ahora escoja cualquiera de las cajas menos la que tiene la bolita y colóquela sobre la cara del cubo que tiene el hoyo.

Lo hice. Después me invitó a poner el resto sobre las demás caras como me apeteciera. Una vez cubiertas todas las caras concretó que sólo se trataba de mover la bola por los laberintos hasta introducirla en el agujero blanco.

—¿Y eso qué mérito tiene? —pregunté—. No parece difícil.

—Pruebe a ver —desafió muy serio.

Antes de comenzar a intentarlo comprobé que el laberinto con el agujero blanco no estaba en las antípodas del que tenía la bola en aquel momento sino que era contiguo. De modo que pensé que se trataba únicamente de alcanzar uno de los dos puntos de conexión entre esos dos laberintos para situar la bola en la caja con el hoyo. Hice los movimientos necesarios para eso y a los pocos segundos la bolita había recorrido el camino que la llevaba al punto de conexión con el otro laberinto. Conseguí que pasara por allí y giré el cubo para tener ahora en la cara superior la caja del agujero blanco. Vi la bolita en ella y la moví para hacerla llegar hasta el agujero. No pude. Desde el punto en el que llegué a aquel laberinto no había acceso al hoyo. La alternativa era regresar a la caja anterior o ir a otro laberinto con el que sí hubiera conexión. En ambos casos suponía tener que dar un rodeo, pero no había más remedio. En fin, no detallaré aquí el itinerario que debió seguir la bolita para llegar a la meta. Resumiré diciendo que me vi forzado a hacerla pasar por varios laberintos, en algunos más de una vez, hasta encontrar un camino que me llevara al destino fijado. Entretenido estuve, y en algún momento también a punto de perder los nervios, pero cuando conseguí alcanzar el agujero blanco… admito que sentí una gran satisfacción, grande pero breve, porque, tras introducir la bolita donde debía, sonreí a Samuel y se me ocurrió decirle que el invento no estaba mal y que recordaba un poco, por la forma y el colorido, a otro cubo, aquél tan famoso que lleva el apellido de su creador húngaro. Samuel no encajó bien la comparación. Para él, según aseveró muy serio y con expresión de ofendido, su cubo superaba en muchos aspectos al del innombrable. Era más decorativo, por empezar con una cuestión tan frívola como la estética, pero también más funcional y creativo. El otro cubo sólo permite un juego, difícil eso sí, pero sólo uno que viene a ser del tipo rompecabezas. Hay un método para componer ese rompecabezas, el que lo conoce lo usa para formar la figura correcta, y una vez conseguida pierde el interés por el juego. Y el que no lo conoce, a lo máximo que puede llegar jugando es a la frustración. En cambio el suyo, aseguró, le permite al jugador disfrutar infinidad de veces, y de manera diferente todas ellas, porque los laberintos pueden ser montados de millones de formas diferentes y colocados en el cubo mediante muchísimas combinaciones posibles. De hecho, la construcción de los laberintos y su instalación en el cubo ya es un juego por si solo, que además fomenta el espíritu creativo del jugador. Y como le he dicho antes, agregó al final, con mi cubo puede haber más de un juego, le he enseñado el más simple (al que puede jugar una persona en solitario), pero puedo mostrarle otro más complejo, donde compiten dos o más jugadores.

—¿Por ejemplo?

—Fíjese en los números que hay en los puntos de entrada a los laberintos.

—O de salida —maticé.

—Efectivamente. Hay ocho en cada caja, como entradas y/o salidas, ¿verdad?

—Sí.

—Bien, pues suponga que le digo que la bola tiene que aparecer y entrar en el laberinto correspondiente por la conexión señalada con el número catorce. Se trataría entonces de que usted condujera la bolita hasta el lugar que le he propuesto. Para hacerlo, la bola debería pasar por una cantidad concreta de puntos de conexión. Su misión consistiría en hacer que esa cantidad fuese lo más reducida posible, es decir en tomar el camino más corto. Una vez la bola en el lugar propuesto, usted me diría otro número para que entonces yo intentara también llegar al lugar indicado lo antes posible, por el itinerario más breve. Luego yo le diría otro número y así sucesivamente hasta agotar los cuarenta y ocho existentes. Iríamos anotando en su lista y en la mía la cantidad de pasos por los puntos de conexión que hemos necesitado hacer y ganaría el que lo hiciera en menos pasos. En lugar de contar pasos podríamos registrar el tiempo utilizado en cada itinerario. Eso queda a elección de los jugadores. Pueden jugar dos, tres o seis jugadores. También puede hacerlo uno solo y tratar de superarse a si mismo en cada intento. ¿Qué se potencia con este juego? La memoria. A fuerza de pasar más de una vez por los laberintos, el jugador puede memorizar los distintos caminos para llegar de un sitio a otro por el trayecto más reducido.

—¿La memoria, dice? —le brindé una sonrisa cargada de intención.

—Sí. ¿Quiere que juguemos una partida? —si captó mi intención prescindió de ella.

—Bueno —acepté.

—Podemos contar pasos por los puentes o tiempo empleado en cada jugada. Tengo esto —buscó en la bolsa y sacó un contador de tiempo como el que se utiliza en el ajedrez—. ¿Qué prefiere?

—Me da igual. Elija usted.