19. Cuestiones básicas

Después de que le ayudaran a transportar la caja de los inventos a la habitación que le habíamos preparado, después de que nos hubiéramos aseado y puesto ropa cómoda, después de que, mientras cenábamos, me explicara muy por encima la idea que le rondaba sobre un nuevo juego, quise que diera respuesta a cuestiones que yo consideraba ineludibles.

—¿Por qué ha aceptado ser mi receptor? —fui directo.

Samuel podía ser hombre de pocas palabras, pero yo no iba a permitir que no utilizara las imprescindibles para satisfacer mi curiosidad, al fin y al cabo le estaba preguntando por qué, tan joven, había aceptado morir o algo equivalente, y a eso no puede contestarse con un simple «porque sí».

—Para ver cumplido mi sueño.

No fue una respuesta que me complaciera por entero, pero le seguí la corriente.

—¿Qué sueño?

—Que el mundo disfrute con mis artilugios.

—¿Eso le basta?

—¿Por qué no? Ya es bastante gratificante crear una cosa que no existía, si además esa cosa es útil y hace feliz a la gente ¿qué más se puede pedir? ¿Le parece poco?

Más que poco me pareció absurdo, y contrario a mi filosofía. Si el chico no mentía, su aspiración máxima era poner un producto en el mercado que tuviese una buena acogida, sin importarle razones tan esenciales como el afán de lucro o el beneficio empresarial. ¡Cuánto candor! Nada que ver con lo que a mí siempre me ha movido. Buena parte de mis negocios tienen que ver con la intermediación o la especulación, con actividades en las que se comercia con títulos valores y no con mercancías físicas tangibles. También soy el principal accionista o uno de los más importantes en sociedades dedicadas a la venta de mercancías que sí se pueden ver y tocar, pero se trata de mercancías imprescindibles, la gente las adquiere por necesidad, no por gusto, como sería en el caso de los inventos de Samuel. La mercancía que yo vendo… por ejemplo la gasolina, si me la compran no es por capricho, desde luego. El tipo que llena el depósito de su coche no tiene más remedio que hacerlo si quiere que su coche funcione. Puede que algún perturbado encuentre placer en el acto de introducir la manguera del surtidor en la boca del depósito de su auto, pero a la inmensa mayoría seguro que el precio del combustible le deja sin fuerzas para fantasías estimulantes. En cualquier caso era evidente que, si Samuel no interpretaba un papel, sus fines en la vida se alejaban mucho de los míos. Aunque la diferencia mayor entre unos y otros estribaba en que yo sí había alcanzado los míos y él aún no los suyos. Se lo recordé en mi siguiente pregunta.

—¿Y por qué la gente todavía no disfruta con sus artilugios?

Me pareció detectar en el chico un gesto de asco, seguramente de aburrimiento, antes de contestar.

—Nadie les ha hecho caso. Nadie se ha interesado por lo que hago.

Me horrorizó el tono lastimero y de perdedor con que se acababa de expresar. Sin embargo no quise tenerlo muy en cuenta al pensar que podía ser falso.

—¿Ha insistido lo suficiente? —pregunté procurando ignorar la sonrisa boba con que me miraba Samuel en aquel instante.

—No sé. Envié fotos e información sobre algunos de mis proyectos a fabricantes de juegos y juguetes y, si alguien contestó fue para decir que lo mío no encajaba en su catálogo de productos.

—Comprendo ¿Y nadie ha jugado nunca con sus juegos, ni siquiera usted con sus amigos?

—Sí, eso sí. Pero no ha tenido trascendencia. Hemos jugado un rato, me han dicho qué curioso y ahí ha quedado todo.

—Ya. ¿Y qué le hace creer que si es mi receptor alguien jugará con sus inventos?

—Es la condición que puse —volvió a sonreír, pero ahora la sonrisa no me pareció tan estúpida. De todos modos, lo que me desconcertó realmente fue lo que dijo. Empleé sin éxito unos segundos en asimilarlo.

—No sé si le he entendido. ¿Acaba de decir que sólo será mi receptor si alguien juega con sus inventos?

—Sí, señor.

—Defina el concepto «alguien». ¿Es «alguien» una sola persona?

—No, señor. Me refiero a una aceptación general. Si no mundial, al menos nacional.

Se me escapó una carcajada.

—Perdone, pero ¿cómo se puede obligar a la gente a jugar con lo que a usted se le ocurre?

—Ya sé que me he saltado dos pasos. Primero habrá que fabricar los juegos en serie y luego hacerles la publicidad necesaria. Usted es un empresario de los grandes. Podrá ocuparse de todo eso sin problemas.

Me dejó de una pieza. ¿No se suponía que el chico era tímido? El desparpajo del que acababa de darme una muestra no apuntaba en esa dirección precisamente. Tal vez fuese el vino de la cena. Aunque no me pareció que hubiese bebido el suficiente. Igual a la lengua de Samuel le bastaba con sólo un poco de alcohol para soltarse y ser osada. Por otro lado, ni Miguel ni nadie me había hablado antes de la condición que había puesto Samuel. Es más, para hacer lo que éste quería se necesitaba bastante tiempo, quizá dos años como mínimo. Los procesos de fabricación e introducción en el mercado de cualquier producto requieren unos plazos que no son cortos. Sin embargo Miguel me había dicho hacía poco que el chico ya estaba listo, que ya podíamos hacer el trasvase…

—Bueno —suspiré hondo— su condición exige para su cumplimiento no sé… dos o tres años. Y si esa condición ha sido aceptada…

—Sí, parece que le sorprenda. ¿No estaba usted enterado?

—No es ésa la cuestión —escurrí el bulto—. Lo que quiero decir es que en realidad igual no se necesita sólo dos o tres años, igual ninguno de sus inventos es aceptado nunca por los consumidores. ¿Qué pasa si la gente no compra sus juegos?

—No contemplo esa posibilidad.

Otra vez me dejó perplejo. La seguridad casi chulesca exhibida no cuadraba con la imagen que tenía de él.

—¿Por qué? —pregunté al reponerme de la sorpresa.

—La publicidad es muy poderosa. Si mis juegos se anuncian por televisión la venta es segura.

—No se lo discuto. Bien publicitada puede venderse cualquier porquería. Pero creo que su condición no es que la gente compre sus juegos sino que los utilice.

—Es verdad.

—¿Entonces, si no los utiliza?

Se encogió de hombros.

—Asumiré el fracaso —dijo con una media sonrisa— y usted… también.

—¿Yo?

—Deberá recurrir a otras alternativas, me temo.

La sustitución del primer plato por el segundo nos mantuvo en silencio ante el servicio durante unos momentos. Hubo tiempo de pensar en lo que acababa de escuchar, de digerirlo tan rápido como fui capaz y de percibir un principio de incoherencia en las palabras de Samuel. Le formulé la segunda cuestión básica que tenía prevista con la esperanza de que en su respuesta fuesen a más las incongruencias.

—¿Cómo le convencieron para ser mi receptor?

—Ya lo sabe: aceptando la condición que les puse.

—Sí, pero no me refiero a eso en concreto. Tengo curiosidad por conocer todo el proceso. ¿Cómo llegaron a usted?, ¿cómo entraron en contacto con usted? No sería fácil, porque tengo entendido que no es usted muy… sociable.

Tomó un sorbo pequeño de su copa de vino.

—Recibí una carta —comenzó a explicarse tras pasar con calma su servilleta por las comisuras de los labios—. En ella, alguien que se identificaba con un cargo profesional que no recuerdo, un pez gordo de un despacho de abogados especializados en derecho mercantil, me contaba que tenía noticia de mis juegos a través del Registro de Patentes, que le habían parecido interesantes, tanto que me invitaba a comunicarme con él por medio de un número de móvil. Estupendo, por fin la humanidad dejaba de ignorarme y el mundo comenzaba a prepararse para recibir mi benéfica influencia. Eso fue lo que, modestia aparte, pensé y lo que me llevó a llamar a aquel número después de leer la carta dos veces y convencerme de que ponía lo que ponía. Así que llamé y me citaron para el día siguiente en el vestíbulo de un hotel.

—¿En un hotel? —mostré sorpresa.

—Sí. A mí también me extrañó. Lo justificaron diciendo que no tenían todavía oficina en Londres, que estaban en ello, pero que hasta disponer del local correspondiente usaban aquel hotel como lugar de reunión. No me pareció mal. Tratándose de mi primera cita importante de negocios no iba a poner pegas a un escenario como el que me proponían: un gran hotel de muchas estrellas. En cuanto a sus intenciones… si lo que querían era raptarme o hacerme daño, aquel hall concurrido no era el mejor marco. Si lo que querían era timarme… no nado en la abundancia y poco podían sacarme. Si en realidad sólo querían aprovecharse de mis ideas y quedarse con los derechos de explotación de mis inventos… bueno, únicamente tenía que ir con cuidado a la hora de firmar documentos, leer minuciosa y lentamente todas las cláusulas de los papeles en los que quisieran mi autógrafo… —hizo una pausa para llevarse el tenedor a la boca y masticar con rapidez, como ansioso de continuar su relato—. Por ahí me pareció que iban los tiros cuando escuché lo que un sujeto trajeado me dijo.

—¿Cómo era ese sujeto? —quise saber.

—De unos cuarenta años. Delgado. Alto. Por su forma de expresarse en principio me pareció un vendedor. Pero más tarde comenzó a utilizar una jerga que recordaba algo a la de los psicólogos.

—¿De psicólogo y no de abogado?

—Esa fue la sensación que me dio. Días después él mismo me confesó que yo no iba desencaminado… —volvió a introducirse comida en la boca.

—Entiendo —dije por decir algo, por llenar torpemente el silencio reinante mientras él masticaba.

—Durante un tiempo todo giró en torno a mis inventos. Le mostré a aquel tipo los que tenía patentados, incluso me arriesgué a enseñarle otros. Hablamos mucho sobre ellos, sobre su funcionamiento, sobre sus posibilidades comerciales, sobre los previsibles costes de producción, sobre el precio de venta adecuado… Bien, hablamos mucho. Siempre en el hotel. Solíamos ocupar dos sillones enfrentados y separados por una mesa baja. En ella depositaba el invento de turno mientras lo analizábamos. A veces incluso jugábamos. Nos fijábamos entonces en los rostros de los que pasaban cerca y observaban con más o menos disimulado interés lo que hacíamos. Especialmente si se trataba de algún niño, de alguno tan curioso y atrevido para no poder resistir acercarse y preguntar a qué o con qué estábamos jugando y si le dejábamos participar. La llegada inevitable de sus padres acababa con su curiosidad al apartarlo de nosotros después de un no molestes a estos señores. En definitiva, los juegos atraían la atención de quienes los veían, ¡y sólo con verlos al pasar! ¡Qué no sería con una publicidad adecuada!

»Aquel sujeto hizo, con mi permiso, fotos de los inventos y tomó notas sobre su funcionamiento. Se mostró muy, muy interesado y me prometió noticias en un futuro próximo. No mintió. En diez días volvió a llamarme para quedar de nuevo. Nos vimos en el hotel de costumbre. Comenzó diciendo que había alguien, un empresario, que podría fabricar en grandes cantidades y comercializar mis prototipos, y que dentro de una hora podría recibirnos. Me preguntó si estaba de acuerdo en que fuéramos a verle. Le dije que sí, pero no llevaba conmigo nada que mostrarle. Respondió que no hacía falta, que él tenía fotos lo bastante ilustrativas, que de hecho el empresario también tenía copias de aquellas fotos y conocía bien mis juegos porque había sido informado suficientemente… Perfecto, le dije al oír eso y también cuando él sugirió ir hasta la oficina del empresario en su coche, que tenía aparcado cerca…

»Recuerdo con poca nitidez que subí a un vehículo de cristales oscuros, pero tengo en blanco lo que sucedió inmediatamente después. No sé cuánto tiempo pasó desde que subí al auto hasta que recobré el conocimiento en la cama de lo que me pareció una habitación de hospital. Al abrir los ojos, reconocí la voz del individuo con quien me había estado reuniendo. Me preguntó cómo me encontraba. Respondí que me dolía mucho la cabeza, pero que sobre todo me encontraba desconcertado, que no sabía dónde estaba ni qué me había pasado. Intenté levantarme. No pude. Sentía una gran debilidad que no me dejaba mover más que los dedos, los labios y los párpados. No haga esfuerzos inútiles, me aconsejó el tipo mientras él mismo me colocaba las gafas. Está en una clínica, pero no se alarme. Ha sufrido un desvanecimiento. Le han hecho unas pruebas y no han visto nada grave. ¿Y por qué estoy tan débil?, quise saber. Le han sedado… —Samuel se calló de repente y me miró muy serio al tiempo que detenía el cuchillo con el que cortaba su filete—. Tal vez estoy siendo demasiado descriptivo. Tal vez usted no necesita que le cuente lo que pasó porque ya lo sabe.

—No, no. No se preocupe, no lo sé. Siga, por favor.

—¿Y le interesa que detalle tanto?

—Sí. Tengo curiosidad.

Samuel continuó con la mirada fija en mí. Tenía una expresión que tanto podía ser de ironía como de escepticismo, de pensar: menudo pardillo tengo delante, como de no creerse que de verdad me importara lo que contaba. Mantuvo unos segundos más la mirada antes de dirigirla a su plato para acabar de cortar la carne, pincharla con el tenedor y llevársela a la boca.

—Bueno —dijo tras otro sorbo de su copa que le ayudó a ingerir el alimento y aclarar su voz— de todas maneras creo que voy a abreviar. Le resumiré lo que pasó. Aquel tipo, aprovechando que yo no podía moverme y estaba medio drogado, me habló por primera vez del trasvase de memoria. Me explicó en qué consistía, qué es lo que conocen como donante y a qué llaman receptor. Me dijo que yo había sido elegido como el receptor idóneo de un empresario importante que estaba en condiciones de dar salida a mis inventos y dispuesto a hacerlo. Le pregunté si yo también tenía elección, es decir si me podía negar a ser el receptor de la memoria de otro. Respondió que sí, pero que me lo pensara bien, que me daban unos días para valorar la oferta y que, para una correcta decisión, tuviera en cuenta los beneficios que podía reportarme una respuesta positiva. En cambio olvidó aconsejarme que pensara en los perjuicios. Me aseguró que entre los beneficios podrían incluirse los que yo quisiera sugerir. Le pregunté entonces qué pasaba si rehusaba la propuesta, si me iban a dejar marchar tranquilamente confiando en que yo no contaría a nadie lo que me había ocurrido. El sujeto sonrió, metió la mano en un bolsillo y sacó un objeto. ¿Sabe lo que es esto?, me preguntó mostrándome una esfera negra que parecía de cristal y debía tener unos siete centímetros de diámetro. Sin esperar mi respuesta aseguró que aquello era el contenedor de mi memoria, de toda mi sabiduría y todos mis recuerdos hasta el momento en que subí a su auto. Precisó que en realidad se trataba de una copia, que el original seguía estando en mi cabeza. Ahora bien, añadió, si usted no acepta nuestra oferta antes de abandonar este lugar, nos veremos obligados a sustituir su memoria original por la copia que sostengo en la palma de mi mano. Y horas después usted despertará en el banco de un parque sin recordar nada de lo visto y escuchado en esta habitación.

—Entiendo —dije—. Y, como es obvio, usted aceptó la oferta. Pero podía haberla aceptado entre aquellas cuatro paredes y después, una vez en la calle, arrepentirse. De hecho, ¿no puede negarse al trasvase todavía? Antes ha concretado que su condición principal para el trasvase es que su ingenios cuajen, y que si la gente no juega con ellos no aceptará ser mi receptor. ¿No es así?

—Sí, señor.

—¿Entonces?

—Aquel tipo ya lo dejó claro cuando estaban a punto de soltarme. Después de pensarlo en profundidad durante los tres días de reflexión que me dieron (en los que fui muy bien tratado y tuve cuanto pedí, excepto la libertad, claro) finalmente comuniqué mi respuesta positiva. El tipo sonrió satisfecho y me anunció que iban a dejarme ir de inmediato. Se excusó por tener que taparme los ojos. Alegó motivos de seguridad y simple precaución mientras me conducían en una silla de ruedas hasta lo que debía ser el parking del edificio en el que me habían retenido. Subimos a un coche, ignoro si el mismo en que me raptaron. Estuvimos en marcha no menos de media hora. No puedo saber si dimos un rodeo para despistar o el conductor eligió el camino más corto. Lo que sí recuerdo es que me dejaron cerca del hotel de las reuniones y que, después de quitarme la venda, aquel tipo me dijo que ellos actuaban honestamente, que respetarían siempre mis decisiones, pero que exigían reciprocidad. Aseguró que no temían que les denunciara porque nadie iba a creerme y no tenía ninguna prueba contra ellos, pero que de todas formas, si finalmente rechazaba la operación, fuese cuando fuese, les comunicase mi negativa. A propósito de eso me recomendó que, si me volvía atrás, no dejara pasar mucho tiempo, porque cuanto más tiempo pasara más espacio en blanco habría en mi memoria cuando me cambiaran el original por la copia, que es lo que harían, insistió, si renunciaba a hacer de receptor. Añadió, para rematar su advertencia, que no era lo mismo despertar en el banco de un parque sin recordar lo que me ha pasado en los últimos tres días que despertar en el mismo banco sin saber nada de mi vida en los últimos tres años.

—No, desde luego que no lo es —me permití opinar.

—No… ¿Pero no cree que podía ser todo mucho más fácil?

—¿Qué quiere decir? —pregunté interesado y confuso.

—Quiero decir que tal vez no sería necesario recurrir a métodos mafiosos, a la amenaza o a la violencia para conseguir receptores, ni emplear tanto tiempo. Por lo que sé, mi elección estuvo precedida de un largo y costoso trabajo de búsqueda y análisis. En fin, no creo que fuese tan difícil disponer de una bolsa de receptores voluntarios. Todo el mundo sabe que la gente se suicida, incluso que la gente joven se suicida.

—Ya, pero no creo que alguien con propensión al suicidio sea el receptor ideal de nadie.

—Depende de qué circunstancias le hayan provocado desear morir. Quizá su problema provenga de sucesos lamentables y no de factores genéticos. Si se le hace saber que cabe la posibilidad de borrar por completo su pasado y empezar de nuevo en muchas mejores condiciones y sin necesidad de recurrir al harakiri o a la soga, seguro que estaría interesado en la idea. Seguro que no costaría encontrar a un buen número de personas encantadas de olvidar su vida y vivir otra.

—Puede, pero ¿de dónde las saca?, ¿pondría un anuncio en la prensa, algo como «se buscan suicidas»?

—Pondría otro quizás menos evidente, menos escandaloso y menos comprometedor. Otro más difícil de interpretar correctamente. En lugar de «suicidas» diría «automemoricidas».

—¿Habla en serio?

—Pues…

No le di oportunidad de contestar. La problemática del receptor no me incumbía ni preocupaba, y enfrascarnos en ella comportaba el peligro de desviarme de lo que me interesaba en aquel momento. Tenía dos preguntas más para Samuel. Bien, en realidad sólo una porque con su relato ya me había respondido a la que había previsto hacerle sobre la reacción que tendrían los de John si el chico no se prestaba al trasvase. La otra me la inspiró el mismo Samuel al hablar de sus creaciones y las esperanzas que depositaba en ellas.

—¿Y qué pasa si sus inventos triunfan? —pregunté de golpe cambiando de tema.

Será fantástico —le brillaron los ojos al responder—. Será fantástico para mí, porque veré colmados mis deseos; y para usted, que ya tendrá receptor.

—¿Seguro? ¿No se volvería atrás? Una vez alcanzado su objetivo, ¿asumiría el cambio de memoria?

—Ese fue el trato, ¿no?

—Pero… —de repente advertí que quizá no tenía todos los datos necesarios para decir lo que estuve a punto de decir: que borracho de fama, aclamado por el público, igual no deseaba arrinconar su memoria y dejar que fuera en la de otro donde se acumulasen los recuerdos de unas sensaciones y experiencias gozosas; así que me limité a preguntar: ¿cuál fue el trato exactamente?

—Que si llegaba la gloria —hizo una mueca mezcla de resignación y desencanto— tendría que sentirla solo y en el anonimato. El trato fue y es que mis proyectos reciben el apoyo material necesario para ser puestos en el mercado, y que, antes del trasplante de memoria, puedo tener una vida regalada en la que son satisfechos cuantos caprichos (no imposibles de satisfacer) se me antojen; a cambio renuncio a todos los derechos comerciales sobre mis inventos y a ser popular y conocido como el autor de los mismos.

Por aquella noche ya había recibido bastante información, tal vez demasiada. Tenía que asimilarla y meditar. Eso requería estar solo.

—Muy bien, Samuel. Ahora le servirán un postre que probablemente no conoce pero que, cuando lo pruebe, seguro que pasará a ser uno de esos caprichos a los que según el trato tiene derecho. Mientras esté conmigo, mi cocinero satisfará ese capricho cada vez que se le antoje. En lo concerniente al apoyo material para que sus inventos sean un éxito, mañana hablaremos con calma. A estas alturas del día no tengo la mente muy despejada y prefiero retirarme a descansar. Le dejo por hoy, pero le informo que he dado las órdenes oportunas para que usted pueda disfrutar de todas las comodidades. En su habitación, como habrá visto, dispone de una gran pantalla de plasma donde ver el programa del canal que prefiera o la película que elija entre el completo surtido que encontrará en las estanterías que cubren toda una pared de su cuarto. Si opta por leer puede pasar por la biblioteca y hacerse con el libro que desee. Si quiere acompañar la lectura con música, en su cuarto también habrá visto una selección muy amplia de todo tipo de música. Si no encuentra lo que busca, dígaselo al servicio y lo antes posible se lo proporcionaremos. En caso de no querer retirarse a sus aposentos porque le parece temprano, lo que por otra parte es cierto, el chofer está disponible para llevarle donde le diga. Él mismo es capaz de sugerirle más de un local en que pasar un buen rato y, por supuesto, se haría cargo de los gastos.