18. Primer encuentro con el receptor

Podía tardar más o menos; horas, días o meses, pero estaba seguro de que Miguel llamaría para decirme que finalmente habían vencido la resistencia de mi receptor a conocerme. Fue a las dos semanas. No quise especular sobre si ese periodo era demasiado corto o largo, debía haber múltiples interpretaciones al respecto. Me limité a acordar los términos del encuentro. Quedamos en que recogería a Samuel (ya es hora de llamarle por su nombre) el siguiente viernes por la tarde para pasar el fin de semana en mi caserón de la campiña.

Llegué puntual a la cita en un monovolumen conducido por mi chofer y en compañía de Miguel. El Maya y yo nos apeamos y subimos a un modesto piso de la calle del extrarradio londinense donde vivía Samuel. A cierta distancia, dos guardaespaldas que nos habían seguido en otro coche controlaban nuestros pasos.

Miguel hizo las presentaciones oportunas cuando Samuel nos abrió la puerta. Saludé a un tipo que hacía esfuerzos por disimular una timidez que igual era fingida, en cuyo caso los esfuerzos serían más bien por aparentar disimularla.

—Mucho gusto —dije al estrecharle la mano.

—No sé si yo puedo decir lo mismo —exhibió media sonrisa.

Miguel y yo le reímos la gracia. Al menos parecía poseer buen humor y ser sincero. El buen humor nunca está de más, la sinceridad en cambio no la tengo entre mis virtudes más apreciadas. Soy partidario de dosificarla y usarla cuando conviene.

—¿Y eso? —señalé una caja grande de cartón y forma casi cúbica que tiempo atrás debió contener un televisor con tubo de rayos catódicos y muchas pulgadas. Estaba junto a Samuel y daba la impresión de acompañarle en el recibimiento como si fuera un perro, uno enorme.

—Es donde guarda sus creaciones más queridas —me aclaró Miguel—. Dijo usted que quería verlas, y Samuel no tiene inconveniente en mostrárselas. Pero no ahora.

—Claro —acepté—. Ya habrá ocasión mañana o pasado.

Samuel miró la caja de cartón y una bolsa de viaje que había tras ella. Se agachó y levantó la caja de los inventos. Intentó hacerse con la bolsa, pero Miguel se le adelantó.

—No podrá con todo. Deje que esto lo lleve yo.

—Gracias.

Diez minutos después habíamos cargado la caja y la bolsa en el monovolumen, y Samuel y yo ocupábamos el asiento trasero del vehículo. Mi chofer nos puso en movimiento y nos despedimos de Miguel. Durante los primeros cincuenta metros de recorrido tuve la imagen de El Maya en el retrovisor. Intenté interpretar su actitud mientras sus ojos seguían nuestra marcha. Se mantuvo serio y sereno. No me dio ninguna pista de lo que debía estar pensando, e ignoro si fue significativo que permaneciera quieto sobre la acera y no apartara la vista de mi automóvil antes de que éste doblara la esquina.

El viaje hasta nuestro destino duró algo más de una hora. En ese tiempo la conversación entre Samuel y yo apenas existió. Hice un comentario sobre el clima y la esperanza de que fuese benigno en los próximos días, y él respondió con un a ver si hay suerte. No hubo más diálogo. El conductor podía oírnos y eso probablemente influyó en el comportamiento de mi invitado. Le habrían advertido que estaba prohibido hablar de trasvases de memoria en presencia de personas que los desconocían. Nada que objetar. Pero tanto silencio me puso nervioso y ordené al chofer que sintonizara una cadena de música. A los pocos segundos Samuel cerraba los ojos, supuse que para concentrarse en las notas que sonaban. Le pregunté si le gustaba Vivaldi y respondió con un movimiento afirmativo de la cabeza sin separar los párpados. Cinco minutos después inició una respiración profunda: se había dormido.

Sabía mucho del tipo que tenía al lado. Según el informe leído, y resumiendo, era tímido, poco sociable e ingenioso pero sin iniciativa ni fuerza para dar a conocer sus ingenios. En cuanto a su físico… durante aquel trayecto tuve oportunidad de confirmar lo que apuntaba el dossier: que se trataba de un sujeto que podía pasar perfectamente desapercibido. Escaso atractivo general, estatura mediana, sin musculatura remarcada ni señales ostensibles de sobrepeso, poco cuidadoso en el vestir y rostro mal afeitado en el que nada destacaba por su tamaño o forma excepto unas gafas de pasta negra y gruesos vidrios de miope con tendencia a avanzar sobre el puente de la nariz por culpa de su peso y deficiente ajuste.

Me sorprendió que se durmiera tan fácilmente. No me constaba que fuese flemático, más bien lo contrario. Entonces, ¿cómo en unas circunstancias tan ajenas a su quehacer diario, y en las que debería sentir cierta excitación, podía dormirse? Me surgieron dudas acerca del sujeto que dormitaba en mi auto, sobre si era realmente el Samuel original y no alguien que se hacía pasar por él, alguien que le sustituía porque el genuino no había querido conocerme, o no había querido tomar parte de la farsa, o no estaba lo bastante preparado para relacionarse conmigo sin evitar delatarse y dejar en evidencia a los hombres de John X… Otra variante de la partida que antes no había considerado.

Cuando llegamos a mi finca campestre, Samuel continuaba durmiendo. Le toqué en el hombro y abrió los ojos. Por un momento mostró desconcierto.

—Perdón —se disculpó cuando recordó dónde debía estar.

—¿Cansado?

—Lo siento, he dormido muy poco esta noche.

—¿Los nervios? ¿Estaba inquieto?

—No…, sí, también los nervios; pero sobre todo porque no he parado de darle vueltas a una idea.

—¿Un invento nuevo?

—Sí, señor.

—Muy bien. Nos instalamos y me lo cuenta.