17. Condición sine qua non

Al día siguiente recibí una nueva llamada de Miguel.

—Tenemos un problema —dijo.

—¿Cuál?

—El receptor no desea conocerle.

—¿Por qué?

—Dice que no tiene necesidad.

—Bueno… supongo que es comprensible.

—Opina que conocerle a usted, en cierta forma, sería equivalente a conocer a su verdugo, y que los verdugos deben ser seres anónimos. Por eso tapan su cara con una capucha.

—Ya. Pues sí —exclamé—, tenemos un problema. En realidad lo tienen ustedes —quise puntualizar—. Hasta aquí hemos llegado si no consiguen que el chico acepte relacionarse conmigo.

Oí un suspiro profundo. Después hubo varios segundos de silencio.

—Entiendo —dijo al fin—. Volveremos a intentarlo si no hay más remedio.

—Quizá yo pueda facilitarles las cosas. Dígale al joven que estoy dispuesto a invitarle a pasar unos días en mi casa de campo. ¿No dice que quiere darse algunas satisfacciones? Yo puedo proporcionarle más de una. Y si con eso no es suficiente, también puedo halagar su vanidad.

—¿A qué se refiere?

—Dígale también que estoy muy interesado en sus inventos, que lo que sé de ellos me parece tan apasionante como para haberle elegido como receptor entre otros aspirantes que no eran precisamente tipos despreciables.

—Tomo nota de sus sugerencias. A ver qué podemos hacer.

—No dudo de sus capacidades. Úsenlas como es debido si no quieren que me retire del proyecto.

Puede que empleara un tono exageradamente autoritario, y puede que fuese la primera vez que lo empleaba con Miguel. Al hacerlo no me paré a reflexionar si mi conducta era o no correcta. Estaba acostumbrado a mandar y mis órdenes no solían tener contestación, como máximo alguna pregunta para aclarar o matizar lo que realmente ordenaba. Y en contadísimas ocasiones también alguna sugerencia que, quien se atrevía a lanzarla, lo hacía seguro de que sería considerada porque podía servir para enriquecer mis instrucciones. En aquel caso, que mis palabras, y la amenaza en ellas incluida, no agradaran a Miguel podía suponerlo, pero no porque él lo demostrara: despidió la comunicación con un educado «buenas noches» sin que su voz se alterase.

Acto seguido se imponía el análisis. Debía meditar sobre la situación en la que me encontraba, sobre el punto de la partida al que había llegado y sus diferentes variantes. Pero no variantes entre las que escoger para continuar el juego, sino las que habían podido ser utilizadas para llegar a la posición alcanzada sobre el tablero.

Partí de la base de que el trasplante de memoria era un camelo. Si era un camelo podía ser que el receptor formase o no parte del equipo adversario, del grupo de timadores. Si formaba parte, ¿desde cuándo formaba parte? Porque podía ser que estuviera implicado desde el principio o que lo hubieran ganado para la causa tras mi elección, que le dijeran: mira chaval, queremos desplumar a un primo y nos haces falta, ¿te interesa participar en la comedia y llevarte un buen pellizco? Según Miguel el chico no quería conocerme. ¿Cómo debía interpretar esa negativa? Si yo hubiese querido que el trasvase fuera inmediato, sin entrar en contacto con el receptor, ¿qué necesidad había de invitar al muchacho a participar en la farsa? Luego, una de dos: o lo de la negativa no era idea del chico sino de John X, o el chico no estaba al tanto de la estafa y a él también le habían intentado endosar (en su caso con éxito) la bola del trasvase de memoria o cualquier otro embuste. De todas formas, ya fuera el inventor de juegos uno de los timadores o un pobre inocente, yo había acertado al exigir conocerle. Por otra parte, si no llegaba a conocerle se ponía fin a la partida.

Una de las variantes me preocupaba porque… si el chico se había tragado lo del trasvase de memoria, y lo aceptaba, conmigo seguramente sería honesto y sólo diría la verdad o lo que creía la verdad. Y sin mentiras en que pillarle, ¿cómo iba a desenmascarar a los farsantes? Claro que ¿cómo podía alguien, por muy ingenuo que fuera, creerse lo del trasvase de memoria y además permitir que le quitaran la suya? Tal vez un tipo con tendencias suicidas… Sea como fuere, para mí era evidente que tenía que relacionarme con él y ver de qué pie cojeaba. Y también tenía mucha curiosidad por escuchar lo que quisiera decirme sobre el modo en que la gente de John X le había convertido en mi receptor.