Le dije que no tenía prisa. No era cierto. No me agradaba la idea de tener que esperar seis, diez, doce o más meses sin tener noticias de la gente de John X. Además, Miguel me había impuesto la obligación de no interferir en las labores de persuasión. No podía acercarme por mi cuenta al empleado de banca, ni siquiera tratar de averiguar cómo se desarrollaba el trabajo de preparación del muchacho. Según El Maya, si yo intervenía podía estropear y hasta frustrar la eficaz «maduración» del receptor potencial. ¡Excusas! ¡Tonterías! Excusas si el trasvase era una gran bola, pretextos para que no pudiera descubrir que lo que pretendían con el inventor aficionado no era convencerle de que fuese mi receptor, sino de que participase (recibiendo su recompensa por ello) en la enorme y lucrativa trampa que me estaban tendiendo. Que después de conseguido su propósito, John se deshiciese del incauto colaborador para borrar cualquier pista y ahorrarse lo que le habían prometido, era otra posibilidad que no podía desecharse. Y tonterías si el trasvase no era una bola, pamplinas que supusieran que mi intervención no iba a servir para ganar la confianza del chico.
De todas formas obedecí y me mantuve al margen. Esperé casi un año pacientemente la llamada de Miguel. Miento: no tan pacientemente. Si los meses que tardaron en proponerme la lista de los cuatro candidatos ya se me hizo bastante larga, este segundo receso fue bastante peor, e influyó negativamente en mi estado de ánimo aún más que el primero. Buena parte de la culpa de que así fuera la tuvo un diagnóstico médico que informaba de una pequeñísima irregularidad cardiaca que amenazaba con degenerar en lesión importante al cabo de dos años (dos años según las previsiones más optimista) y ser mortalmente irreparable poco después. Entre los doctores que estudiaron el caso había diferentes opiniones sobre la conveniencia de usar la cirugía. Unos eran partidarios de operar ya, y otros de dejarlo como último recurso y encomendarse a métodos alternativos basados en una combinación de dieta sana y dosis adecuadas de determinados medicamentos porque, a mi avanzada edad, era un riesgo operar. Eso sí, todos estuvieron de acuerdo en que debía evitar las emociones fuertes y el trabajo excesivo.
Decidí no pasar por el quirófano de momento. Acepté, sin embargo, tomar con más calma mis asuntos y abordé a fondo la difícil tarea de delegar con acierto. Ya había comenzado a hacerlo cuando empecé mis sesiones con Miguel, aunque con cuentagotas. Ahora debía repartir en grandes cantidades mis funciones habituales entre aquellos que me parecieron más honrados y más preparados. Lamentablemente honradez y preparación, lo tengo comprobado, no acostumbran a ir de la mano. De manera que, para las empresas de ganancias seguras y fáciles confié en gente más honesta que lista, y para los negocios cuyos ingresos no eran tan previsibles y dependían más de la pericia y saber hacer de quienes había en la dirección, dejé el timón en manos de los que me parecían más competentes que buenas personas.
A medida que iba abandonando mis funciones de siempre y que, por consiguiente, aumentaba mi tiempo libre, tenía más ocasión de pensar, es decir, de estrujarme los sesos y dejarme llevar por suposiciones de toda índole a cual más descabellada e inverosímil, pero no cien por cien descartable. Llegué a considerar muy seriamente, por ejemplo, que mi problema en el corazón fuese obra de los esbirros de John X. Recordé lo que dijo Jig sobre las propiedades (mágicas, las calificó) del libro gris, aquellos dispositivos microscópicos colocados en páginas elegidas a conciencia para saber en todo momento cómo progresaba la lectura del cliente a captar. Recordé que, sí, después de unos días en que había olvidado el libro recibí la llamada del presunto Robert con la voz de su presunto receptor. Y cuando de nuevo llevaba un tiempo sin coger el libro, llegó el episodio con Julia, aquélla señorita de alquiler que se fijó en mi Gauguin e hizo mención a un tipo que podía ser Robert ya en su segunda vida. Los dos toques de atención funcionaron conmigo, el segundo de modo preciso para que acabara de leer de un tirón y con interés lo que restaba de libro. ¿Acaso el dichoso librito, que ahora ya no estaba en mi poder y no podía por tanto examinar ni hacer analizar, no tenía alguna propiedad más? ¿Acaso no era también capaz de dar el empujón definitivo a indecisos como yo provocándoles, quién sabe a través de qué veneno procedente de sus páginas, alguna enfermedad incurable y fatal? Y si no habían utilizado el libro como arma de muerte a plazo fijo, ¿no habían tenido sobradas oportunidades de hacerme ingerir sustancias dañinas las veces que compartí mesa con ellos o me sirvieron cualquier, en apariencia, inocuo refrigerio en la clínica? Curioso, esa teoría era válida para cualquier de las dos variantes que había barajado desde el principio, lo que, por cierto, le daba solvencia y fortalecía mis temores. Porque, tanto si el trasvase de memoria era real como si no, a John X le convenía que mi salud se deteriorara gravemente.
Cuando los médicos me hablaron por primera vez del problema en el corazón, les pregunté a qué era debido. Respondieron que al natural desgaste sufrido por el órgano tras muchos años de funcionamiento. Alguno comenzó a exponer la metáfora del coche usado. No dejé que la completara porque estaba harto de oírla y porque quería que me confirmaran que la lesión de un órgano tan vital sólo podía deberse al envejecimiento. En aquel momento no pensé en la posibilidad de que la empresa de John X hubiese dañado arteramente mi corazón, más bien consideraba la hipótesis de que algún factor externo (de mi dieta, del ambiente en que me movía, incluso de mi medicación) incidiera negativamente en mi salud. Me respondieron que mi dieta era correcta, que no era probable que la contaminación ambiental que soportaba mi cuerpo tuviese poder suficiente para estropear hasta tal punto mi organismo y que, por supuesto, ejercían un severo control sobre los posibles efectos secundarios de lo que me prescribían, aunque… quién sabe. Meses después, cuando comencé a sospechar de John X, al médico que tengo en mejor concepto le interrogué sobre si podía ser que a mi corazón le hubiese perjudicado alguna sustancia del todo ajena a mi alimentación habitual ingerida sin mi conocimiento. Me miró muy sorprendido.
—¿Piensa que alguien puede estar envenenándole? —preguntó con los ojos muy abiertos.
—No sé, dejemos eso ahora. Sólo dígame si es posible lo que le pregunto.
—Tal vez —dijo tras mucho pensarlo— pero no creo.
—¿Por qué?
—Si quisieran matarlo con veneno lo lógico es que usaran uno rápido y efectivo. Su corazón no está en perfectas condiciones, pero si lo cuida aún puede durar bastante.
—Ya. ¿Y si no quisieran matarme rápidamente?
—No le entiendo.
—Es igual, déjelo.
Preferí dar por ultimada aquella conversación. Tampoco me apetecía dar explicaciones al doctor, ponerle en antecedentes y contarle que mis teóricos envenenadores no querían mi defunción inmediata, que les interesaba sólo imponer una fecha de caducidad a mi cuerpo para que, más pronto o más tarde, tuviera que recurrir a ellos y tomarles como única tabla de salvación…
No podía seguir por ese camino. Con el problema físico bastaba. No iba a permitir que me acosaran también los mentales. Si John X no tenían nada que ver con lo de mi corazón, no podía reprocharle nada. Y si tenía la culpa, ¿qué podía hacer sino felicitarle por la jugada? En cualquier caso, no podía obsesionarme, no podía perder la lucidez y cordura de la que siempre he presumido. Con el problema vascular podía convivir el tiempo que fuese necesario. Y si se agravaba en exceso… pues ya vería lo que hacía. Entretanto debía pensar con calma qué paso daba. No se me ocurrió ningún movimiento brillante, pero cuando llegó la llamada de Miguel anunciando que mi receptor estaba listo, traté de llevar la iniciativa y reconducir la partida hacia lo que creí que podía convenirme.
—¿Listo para qué? —pregunté.
—Para la operación. En cuanto usted lo considere oportuno y haya hecho los trámites necesarios podemos proceder.
—Me lo plantea como si se tratara de algo inminente. ¿Si yo les dijera mañana mismo, sería mañana mismo?
—Si en las próximas horas se resolvieran algunas formalidades… en fin, ya sabe, papeleo… Resuelto el papeleo correspondiente… pues sí, mañana mismo podría ser.
Con lo del papeleo deduje que sólo se podía referir a mi testamento.
—Me sorprende, Miguel. Si no recuerdo mal, en su día acordamos que antes del trasplante de memoria yo debería convivir un tiempo o mantener cierta relación con mi receptor para conocerle, para quedarme con parte de sus recuerdos a base de charlas amistosas y poder así conservar algo de su vida… Bueno, creo que en eso quedamos, ¿no?
—Por supuesto. Y así será si usted lo ordena. Sólo pretendía informarle que por nuestra parte todo está preparado, que el receptor acepta la operación.
—¿El receptor acepta que el trasvase se haga inmediatamente?
—Creo que no, que él quiere vivir un poco más dándose algunas satisfacciones. Pero lo que él desea no es lo importante. Para nosotros quien manda es el cliente y el cliente es usted. Y la operación se hace cuando usted dice.
—Perfecto. Ya le diré cuándo será. Antes me gustaría conocer al sujeto en que me voy a convertir. Y… en fin, insisto, me sorprende mucho su actitud. Se supone que se han tomado su tiempo, que han invertido bastante trabajo en convencer al receptor. ¿Qué sentido tiene entonces tirar ese tiempo y ese trabajo por la borda?
—Yo también insisto en lo que acabo de decirle. Nosotros estamos al servicio del cliente y procuramos complacerle, aunque eso signifique dejar sin sentido horas y esfuerzos invertidos. Usted tiene la última palabra.
—Pues ya la he dicho.