14. Mis posibles receptores

Supuse que la presencia de Jig y su destacado protagonismo en el encuentro para la entrega de la lista de posibles receptores obedecieron a un intento de afianzar mi condición de cliente. Los chicos de John debieron creer que la suma de los dos hermanos acabaría por borrar los últimos restos de mi escepticismo. Sin embargo provocaron el efecto adverso. No es que yo acudiese a la cita casi convencido, pero sí en favorable predisposición a recibir de buena gana la lista de marras. Una charla cordial a solas con Miguel hubiese bastado para ganarme un poco más. Que El Oriental apareciera, llevara la voz cantante e hiciese esfuerzos por mostrarse persuasivo lo que causó fue que yo me pusiera más a la defensiva y reforzara mi recelo. No obstante, admitiré que la intervención de Jig me resultó amena, seguramente más que si sólo hubiese comido con su hermano. Y, desde luego, en proporción directa al incremento de mi escepticismo también fue en aumento mi interés por el juego que me enfrentaba a John. De modo que, ya en casa, leí atento los dossiers de los «candidatos» a poseer mi memoria. Eran cuatro y todos relacionados en mayor o menor medida, y de un modo u otro, con el juego, tal y como me avanzó Miguel. Ninguno tenía pareja estable ni excesivos vínculos familiares.

El número uno correspondía a un jovencito de veinte años muy aficionado al ajedrez, tanto que aspiraba a convertirse en ajedrecista profesional. En un segundo plano dejaba la carrera de Física que había comenzado sin el entusiasmo necesario para ir pasando de curso cada año.

El número dos tenía más primaveras, casi treinta. Se ganaba la vida en una sucursal bancaria con un empleo de poca monta. Lo que le hacía peculiar era su afición a inventar juegos. Había llegado a patentar un par, pero de momento no había sacado provecho comercial de ninguno.

El número tres ya había cumplido treinta y cuatro. Se trataba de un desconocido futbolista de segunda división que intentaba asegurarse el futuro profesional con el título de entrenador. Estaba a punto de obtenerlo, y con unas notas altas que le auguraban un panorama más brillante como técnico que como jugador.

El número cuatro rondaba los veintiséis. Hacía poco que formaba parte de una agencia de cambio y bolsa, pero había dado ya sobradas muestras de su valía y su ambición. Solía acertar en sus cálculos sobre las oscilaciones a corto plazo del valor de los títulos mobiliarios. Era el genuino tiburón del mundo financiero con muchas prisas por triunfar y maneras suficientes para conseguirlo.

Todos los expedientes abundaban en información, exponían muy exhaustivamente la personalidad y biografía de sus protagonistas. En suma, ofrecían un sinfín de detalles, y Jig me había dado pista libre para contrastarlos. ¿Iba a hacerlo?, por qué no. ¿Esperaba Jig que lo hiciera?, no lo sé, probablemente sí… ¡Qué demonios!, lo hice, recurrí a mis detectives habituales y les di quince días para que averiguaran la veracidad de los informes. No les exigí que comprobaran todos los datos, me bastaba con que seleccionaran media docena y trataran de descubrir entre ellos alguna falsedad de relevancia. Si no detectaban nada anómalo podía dar por buenos los informes. Y si daba por buenos los informes podría llegar a estimar que los posibles receptores no estaban en el ajo si todo era una estafa, o al menos no lo estaban todavía. Lamento repetirme, pero en aquellos meses no podía dejar de considerar las dos posibilidades: o lo del trasvase era factible o era un gran timo. Si era un timo, una vez más me demostraron su enorme capacidad de trabajo, ahora a través de una concienzuda elección de sujetos en los que podría instalarse mi memoria y de un formidable acopio de información sobre cada uno. De ello dieron fe mis detectives, quienes, además de confesarme su admiración por el autor o autores de los informes, reconocieron no haber encontrado ni un solo dato falso significativo.

Tenía, pues, que seguir jugando. Mi siguiente movimiento debía consistir en la designación de uno de aquellos cuatro individuos. Me dije que había de ser quien mejor se ajustara a las dos posibilidades, o sea, quien yo pensara que más me convenía tanto si me estaban intentando desplumar como si no.

El número uno fue el primero que descarté. No tengo nada contra el ajedrez ni la física, pero tampoco me apasiona ninguna de esas dos materias. He jugado esporádicamente al ajedrez, me parece un entretenimiento estupendo, el problema es que ser un practicante de buen nivel en ese juego requiere demasiado tiempo de estudio y meditación sobre el tablero antes, durante y después de la partida. En cuanto a la física… no tengo idea ni interés de tenerla. De modo que si lo del trasvase de memoria iba en serio, quedarme con el cuerpo y las rutinas del ajedrecista estudiante no me apetecía. Y si no iba en serio, atrapar a un chico listo según el informe, a un experimentado estratega, aunque sólo fuese de batallas entre alfiles y torres, no iba a resultar sencillo. Seguro que el bribón calcularía al milímetro cualquier jugada antes de llevarla a cabo.

El segundo al que dejé de lado fue al número cuatro. Su dossier lo pintaba como a un sujeto demasiado parecido a mí, así que, si llegaba a tener una segunda vida, elegir al yuppy supondría prácticamente repetir la primera y, no es que sea un tipo frustrado ni me arrepienta de cómo he vivido, pero ¿para qué más de lo mismo si era posible vivir algunas experiencias nuevas? Y en la hipótesis del timo tampoco me convenía quedarme con el ejecutivo agresivo, con alguien dispuesto a lo que fuese por llegar cuanto antes a lo más alto y preparado para conseguirlo.

Al número tres me costó rechazarlo. La idea de tener mi propio club de fútbol siempre me ha atraído. De tenerlo como propietario y como entrenador. De acuerdo, el posible receptor iba para míster, pero aún no tenía el título. Daba igual, si hubiese optado por una segunda vida en su piel quizá le habría dado tiempo a sacarse el carné de técnico, pero después, al expulsar su memoria para colocar la mía, sus conocimientos recién adquiridos reposarían en un armario y yo sabría tanto de fútbol como cualquier aficionado. Y como tal me sentiría con capacidad (incluso derecho) a dirigir un equipo, a formar su alineación y escoger la táctica a emplear. Desde luego no necesitaría la ciencia que enseñan en la escuela de entrenadores. Y siendo yo el propietario del club, porque dinero no me falta para comprar más de uno, ¿quién iba a discutir mis decisiones? Descarté al número tres más por la posibilidad de que el trasvase de memoria fuese real que porque no lo fuera. Reflexioné sobre mis elucubraciones y casi me espanté contemplándome como un dictador endiosado que hace y deshace a voluntad en una sociedad deportiva, convencido de estar en poder de la verdad, de esperar de los asesores más el aplauso por las opiniones del jefe que un análisis certero de lo que conviene en cada momento. Por otra parte, ya se sabe, los dueños de los clubes de fútbol de la Premier inglesa (no me iba a conformar con algo menos) son sujetos muy universalmente conocidos y perseguidos por un tipo de prensa que escudriña a fondo sus acciones y mete las narices en los cubos de basura más hediondos esperando encontrar el rastro que permita dar la noticia sensacional. Que, casi de la nada, un entrenador, que no había sido nadie importante como jugador, se convirtiese en propietario de un equipo de la primera liga, no podía dejar indiferente ni al periodista más pasivo, ya fuese de investigación o reportero de la actualidad frívola.

De manera que me quedé con el número dos. Empleado de banca. Bueno, si llegaba a ser realmente mi receptor, en poco tiempo podría pasar de chupatintas a director y accionista. También era aficionado a inventar juegos. En el informe se hacía referencia a un par de ellos, los que había patentado. No despertaron mi entusiasmo, pero sí mi curiosidad. Quiero decir que las explicaciones del dossier por una vez no fueron lo precisas y extensas que sería de desear y no entendí la mecánica de los juegos, pero lo poco que entendí, sin entusiasmarme, no me desagradó y me dejó con ganas de saber más. Desde la óptica de la estafa este sujeto era el que más me convenía por ser el de carácter más débil, el menos espabilado, el que sería más fácil de coger en falta. Se trataba de un tipo con mucha imaginación, pero poco empuje; no era estúpido, pero sí lento de reflejos. Esas características negativas jugaban en su contra en caso de que el trasvase de memoria no fuese un engaño porque, ¿cómo iba a mudarme al cuerpo de un tipo tan apocado? Tanto da, me arriesgaré, me dije al escoger al empleado de banca inventor de juegos intrascendentes.